Iniciado el 2021, en el marco de la emergencia sanitaria por el Covid 19 que todavía va para largo en todo el país y a la que no podemos verle freno, en Veracruz sigue la otra pandemia, la de la violencia criminal, que no da tregua y para la que parece no haber vacuna.
Las desapariciones, los levantones, los secuestros, las ejecuciones, las extorsiones, la quema de negocios, de unidades del transporte público, en represalia por no cubrir cuotas a los delincuentes, la aparición de mantas en diversos puntos del estado con amenazas y mensajes de grupos criminales, son parte de nuestra realidad que por más que se trate de minimizar no puede ocultarse.
El gobierno del estado no ha podido con el problema, por más cuentas alegres que haga o pretenda maquillar la dura realidad.
De 2018 a 2020, con 680 secuestros, Veracruz es la entidad con más delitos de este tipo en el país y Xalapa, el municipio con mayor incidencia en el estado, según datos dados a conocer por la Asociación Civil Alto al Secuestro, presentado el 13 de enero.
Y en cuanto a feminicidios Veracruz es segundo lugar nacional, según lo informó este miércoles 20 en la mañanera desde Palacio Nacional el subsecretario de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana del gobierno federal, Ricardo Mejía Berdeja.
Seguimos, pues, pese a los discursos y buenos deseos, empantanados en materia de inseguridad.
Para muestra dos botones: el 18 de enero en el municipio sureño de Las Choapas fueron ejecutados 12 hombres, entre ellos el agente municipal de la comunidad Cerro de Nanchital, quienes fueron vendados de los ojos, maniatados, torturados y finalmente ultimados con armas de fuego de grueso calibre. Y ayer miércoles 20 un operativo para rescatar personas secuestradas en la ciudad de Xalapa, en una casa de seguridad a unas cuadras del centro de la ciudad, terminó en una fuerte balacera entre elementos de la Secretaría de Seguridad Pública y presuntos criminales que se saldó con cinco personas muertas, dos detenidas y seis rescatadas por los elementos de la Policía Estatal de Veracruz. Este operativo que causó gran alarma entre los vecinos de la céntrica avenida Murillo Vidal de la capital del estado evidenció una vez más la gravedad del problema.
Es evidente que en todo el estado, pese al esfuerzo de los cuerpos de seguridad, con todo y la concentración de efectivos y el apoyo de fuerzas militares federales para intentar frenar la ola de violencia que siega vidas, genera miedo, zozobra y lastima gravemente la convivencia social, esta otra pandemia no puede contenerse.
El problema requiere atenderse con toda la fuerza gubernamental, pero precisa, sin duda, del respaldo de la sociedad para que se le ataque de manera más efectiva.
La lucha requiere abrir frentes en varias direcciones que vayan más allá de las acciones meramente policíacas y militares.
Es vital que a la par de tomar las medidas emergentes para contener la violencia y continuar la lucha contra el crimen, se den pasos efectivos en el fortalecimiento de nuestra economía para ofrecer alternativas reales de empleo e ingreso y se “desnarcotice” la actividad económica de muchas regiones, además de que urge transformar la visión imperante en el imaginario colectivo, especialmente de los estratos de menores ingresos, de que la actividad del narcotráfico, si bien implica una vida de sobresaltos y clandestinidad, se compensa ampliamente con el poder y riqueza que genera, por lo que muchos jóvenes suponen que bien vale la pena correr el riesgo ante la falta de oportunidades; estimulados, desde luego, por las series sobre narcos y toda la parafernalia que se ha creado en torno a ellos y la aureola de “prestigio” de algunos santones de esta ilícita actividad, en lo que es a todas luces una apología de la violencia al alcance de cualquier televidente.
Así como se debe poner un dique a la penetración del narcotráfico en la actividad política, en las campañas electorales y en las finanzas de los partidos políticos. Urge fortalecer las facultades de fiscalización de los órganos electorales y se obligue en verdad a los partidos y candidatos a informar puntualmente sobre las fuentes del financiamiento privado a sus campañas internas y al proselitismo que realizan en épocas electorales, como la que ya está en marcha, para evitar que sirvan como vehículos para el lavado de dinero. Esa es, a no dudarlo, una de las asignaturas pendientes y de la mayor relevancia en el combate al crimen organizado.
Pero en toda esta historia tiene un lugar especial la prevención del delito y el castigo a las conductas antisociales, que es la tarea de las instancias de seguridad y de las fiscalías.
Es evidente que la penetración del narco en las estructuras de poder y en las corporaciones policíacas, el lavado de dinero, el boom del narcomenudeo, la colusión de jueces y autoridades con los barones de la droga para dejar libres a los criminales son moneda corriente y explican lo infructuosa que resulta las más de las veces la guerra contra el narcotráfico.
Es la corrupción que todo corroe y echa por la borda todos los esfuerzos para hacer efectivo el Estado de Derecho.
Ahora las autoridades piden paciencia al ciudadano mientras se desarrolla la lucha contra los grupos delincuenciales, al tiempo que tratan de convencernos de que la entidad mejora en las estadísticas de criminalidad que registran las instituciones públicas en la materia. Sin embargo eso ya nos lo han dicho desde hace años en el país y en Veracruz, particularmente, y la sangría continúa.
Surge entonces la interrogante: ¿No hay salida posible? ¿Estamos condenados a convivir con esos niveles de violencia e inseguridad?
Ante ese panorama ¿están obligados sociedad y gobierno a rendirse ante el peso, influencia y amenazas de los criminales? Desde luego que no.
La lucha contra el crimen organizado no debe admitir tregua ni negociación o tolerancia con los grupos delincuenciales.
Sin embargo, más allá de todo ello, cualquier acción de combate a la delincuencia que busque el éxito debe partir de un hecho simple y fundamental: que se castigue al que delinque, que pague a la sociedad todo aquel que quebrante la ley.
No puede ni debe haber permisividad. Llámense como se llamen los infractores deben ser sancionados, porque la impunidad prohíja más y más graves delitos.
No podemos acostumbrarnos a convivir con la violencia. Ni dejar que se repitan los crímenes porque no se les castiga. Esa debe ser la exigencia ciudadana que más ayudará en esta batalla.