El 8 de marzo de 1857 sucedió un hecho insólito en Nueva York, un grupo de mujeres ejerció uno de los tantos derechos que se pensaba que pertenecían en exclusividad a los hombres, el de la libre manifestación. Cientos de costureras de una fábrica de textiles salieron a las calles para reclamar una jornada laboral de 10 horas (trabajaban 12 o más) y que se les concediera un tiempo para amamantar a sus hijos.
Diez años después, en marzo de 1867, un grupo de trabajadoras, también de la industria textil, formaron un sindicato e hicieron un paro laboral para exigir un aumento de salario. Tras tres meses de paro, fueron obligadas a volver a su trabajo sin que hubieran obtenido una respuesta favorable a su demanda.
El 25 de marzo de 1911 se incendió una fábrica neoyorkina de camisas. Los propietarios solían dejar la fábrica cerrada para evitar que las obreras se salieran antes de cumplir su jornada, cuando se produjo el incendio estaban confinadas y murieron, por quemaduras, por inhalación de humo o a causa de derrumbes, 123 mujeres, en su mayoría migrantes, con edades que fluctuaban entre los 14 y los 23 años, y unas pocas de más edad, la mayor, de 48.
A partir de estos y otros acontecimientos relacionados con la lucha por la igualdad de los derechos de las mujeres en diferentes partes del mundo, la ONU decretó el 8 de marzo como Día Internacional de la Mujer. Como es habitual, en esta columna lo conmemoramos con una décima.
Consumidas, abrasadas
(un incendio fue su cruz),
se convirtieron en luz,
en voces iluminadas
que no serán silenciadas.
No fue en vano su caída,
hoy se construye la vida
y se reescribe la historia
a partir de su memoria.
¡Marzo ocho, no se olvida!
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