Hoja de Ruta
Por Pedro Manterola.
Había una vez una pareja que habitaba un paraíso, con la única condición de evitar malos pensamientos. Pero hete aquí que la mujer no quiso ser dócil ni sumisa, y por su propia voluntad, y no por su debilidad, descubrió el fruto que distingue el bien y el mal, provocó preguntas, decisiones, dudas, tentaciones… y recibió la sentencia divina de un dios incógnito y misógino. Ese día pareció perder una batalla que en realidad no fue derrota. Desde entonces, la mujer se volvió dueña del edén, se hizo amiga, amante, madre, cómplice y pareja, y así enseñó al hombre a valerse por sí mismo. La sentencia celestial obligó al ser humano a ser, a pensar, a sentir, a explorar y preguntar. Y en esas andamos. Su nombre era Eva, y cuenta la memoria de todo lo que es terrenal y no es tangible, que nació un ocho de marzo de un año aún por descubrir. Ese mismo día, millones de años después, mujeres valerosas en ambos lados del océano decidieron exigir y ejercer sus derechos, además de cumplir con lo que otros decidieron que fueran sus obligaciones y deberes. Como Eva, estas mujeres fueron injustamente castigadas. Y de ese castigo también nació un mundo diferente, heredero de féminas de arte y ciencia que en otros tiempos y lugares recibieron piedras y condenas por atreverse a querer ser ellas mismas detrás del horizonte.
Incansables creadoras de la urdimbre que nos hace más iguales, cocineras de frijoles y ternuras, maestras de las primeras letras, catedráticas de mi primera vez, costureras de roturas verídicas e íntimas, pescadoras de imaginación, emoción y pensamiento, barrenderas de angustias, desamor y desconsuelos. Comunicólogas, arquitectas, astrónomas, nanas, mucamas, enfermeras, secretarias, expresan, construyen, revelan, limpian, gestan, crían, curan y custodian.
Inventoras del lenguaje, origen de la palabra, respuesta de la luz, suma y multiplicación de haberes y detalles. Hojas y raíz, curanderas, artesanas, compañeras, llanto, sudor en el amor y en el esfuerzo cotidiano, guías frágiles e indestructibles. Aroma de la tierra, origen de la lluvia, descubridoras del fuego, amazonas de sotavento a barlovento, trabajadoras del campo, de la oficina, de la casa, de la calle. Existen, son, siembran, germinan y maduran.
Su belleza desborda su rostro, sus rasgos, su silueta. Su hermosura es un fogón, una cocina con piso de tierra, una jornada filial, fraterna, maternal, profesional, tierna, doméstica, cordial, con turnos de 24 horas, 7 días a la semana, mes a mes, eternamente. Lavanderas que a la orilla del río desvanecen la negrura de las sombras. Miel y leche tibia, signo y símbolo, placer e inocencia, carne que hace del pecado un paraíso.
A hombres y mujeres deberíamos exigir el trato igual, la equidad, el respeto, la comprensión mutua, la humildad compartida entre los que sabemos que al nacer todos llegamos desnudos. Nunca un grito, una mutilación, un acoso, una injuria, una amenaza. Verso, caricia, manantial, susurro, querencia. Desde ayer, y para siempre, aprendo a quererlas. Y, a veces, aprendo más al verlas probando a quererse y amarse entre ellas y a sí mismas.
No sé si felicitarlas, porque lo mío se acerca más a la gratitud, a la reverencia y la esperanza. Por eso, hoy quiero pedirles perdón, decirles “muchas gracias”, y luego darles un abrazo que se parezca al firmamento. Lo suyo no es cosa de un día. Es toda la vida.