El secuestro y violación de una jovencita que salía de una discoteca por parte de cuatro estudiantes de familias acomodadas –conocidos como Los Porkys– ha dado lugar a una discusión en la que el abuso sexual contra las mujeres ha tomado, en muchos casos, el asiento trasero frente a señalamientos como la prepotencia de la casta conocida como los mirreyes o el desgobierno del estado de Veracruz o las conexiones políticas de los padres de esos delincuentes confesos, dos de los cuales huyeron del país para evitar las consecuencias de sus actos.

No somos nadie para juzgar a alguien que vive la tragedia de que su hija sea subida a un auto contra su voluntad, incomunicada y violada, pero aún no se entiende cómo el padre de esta jovencita aceptó, como reparación del daño, que Los Porkys se disculparan con ella y fueran a terapia, cuando lo “normal” era aplicar la Ley del Talión con cada uno de los animales esos.

Pero el tema central de esta espantosa historia es la violencia de género que, de acuerdo con la ONU, es la peor que se da en el mundo (Excélsior, 25/XII/2011).

Según estimaciones de la Secretaría de Salud, se cometen 120 mil violaciones en México cada año. Y, de esas, se denuncia menos de 10% y apenas 2% se castiga con pena corporal.

¿Qué quiere decir eso? Que en el delito de violación hay una enorme e intolerable impunidad.

Por eso, el tema no es que Los Porkys sean unos juniors prepotentes que viven en su propia dimensión ni que el estado de Veracruz se haya descompuesto bajo la conducción del PRI –ambas cosas ciertas– sino que violar a una mujer en este país es un delito por el que 98 de cada cien violadores no pagan. No importa que sean mirreyes o habitantes de un cinturón de miseria, esa es la realidad