Jorge Williams y Raúl E. Rodríguez

Existen hoy en día, según algunos cálculos, entre uno y cuatro millones de productos en el sector de alimentos y bebidas, cuando hace apenas medio siglo el número era incomparablemente menor. Este ritmo es insostenible. Por un lado, está la amenaza medioambiental; por otro, el sistema de salud colapsa ante el aumento de enfermedades crónicas derivadas de una mala alimentación.

Nuestra cultura, en este sentido, se ha vuelto tóxica: aunque el sistema cumple con mantener vivos a la mayor cantidad posible de personas, lo que tenemos a la mano como alimento resulta cada vez menos confiable para satisfacer de manera adecuada nuestras demandas nutricionales. Por ello, es urgente crear una nueva cultura que recupere sentido y propósito en el acto de comer, que se base en información científica y confiable, vinculada a nuestras necesidades biológicas, y que promueva una mayor conciencia medioambiental y ética. Esta nueva cultura debe cimentarse en cuatro pilares, que describimos a continuación.

Mejor producción

Un mejor porvenir en cuanto a nuestra alimentación requiere que abandonemos la obsesión por la eficiencia y el crecimiento, y empecemos a pensar en robustez y diversidad. Desde hace décadas, el sistema global de producción de alimentos ha priorizado el rendimiento sobre la variedad y la cantidad sobre la calidad. Por ejemplo, a pesar de que existen alrededor de 70 000 especies de plantas con partes comestibles, la agricultura moderna utiliza únicamente 20 para generar el 90 % de las calorías que consumimos los humanos. En México, el 50 % de nuestras calorías proviene solo del arroz, trigo y maíz. En países como Estados Unidos, una persona promedio obtiene más de la mitad de sus calorías de alimentos ultraprocesados. En nuestro país, ese número oscila entre 30 y 50 %, aproximadamente.

Tal homogeneidad crea una fragilidad sistémica. Necesitamos sistemas capaces de producir una mayor diversidad de alimentos integrales, locales y nutritivos, que emulen a los ecosistemas naturales y favorezcan la diversidad, la redundancia y la resiliencia. Hoy en día, aunque las personas quisieran cumplir con la cuota recomendada de frutas y vegetales, no podrían, porque el sistema no produce suficiente cantidad de estos alimentos. Producir alimentos integrales y proteína animal es muy costoso, tanto económica como medioambientalmente, así que es necesario desarrollar nuevas formas de producción. Alimentar a todos sin agotar los recursos del mañana ni colapsar el sistema de salud es el gran desafío de nuestro tiempo.

Para avanzar en este colosal propósito, primero hay que reconocer que no es algo fácil. La tendencia histórica —y la propia lógica del sistema— ofrecen pocos incentivos para cambiar de dirección. Desde la invención de la agricultura, el primer gran punto de inflexión que redujo la diversidad alimentaria, hemos caminado hacia la uniformidad. Y aunque la enorme variedad de productos disponibles sugiera lo contrario, hoy seguimos en esa ruta: nuestra “diversidad” actual es más aparente que real.

No obstante, en este panorama complejo y abrumador existen burbujas que muestran otros caminos. Uno de los ejemplos más notables son los sistemas agroforestales tradicionales de Indonesia, conocidos como pekarangan. En estos huertos familiares, presentes desde hace siglos en Java, Bali y Sumatra, conviven árboles frutales, especias, legumbres, hortalizas, tubérculos y plantas medicinales en una armonía estable. En uno solo de estos terrenos pueden coexistir más de sesenta especies comestibles, lo que garantiza una dieta variada, resiliencia frente al cambio climático y un uso más eficiente de los recursos. Hoy, este modelo se revitaliza con apoyo científico y tecnológico, aunque únicamente en sus regiones de origen.

Mejor nutrición

La alimentación no depende solo de decisiones individuales; está condicionada por el sistema que moldea estas decisiones: acceso, precio, información, mercadotecnia y cultura. Tres mil millones de personas en el mundo no pueden costear una dieta saludable, mientras los productos ultraprocesados dominan las estanterías de los supermercados y tiendas de conveniencia. Comer bien se ha vuelto un privilegio, cuando debería ser un derecho, razón por la cual resulta necesario rediseñar el entorno alimentario para que lo saludable sea más accesible y conveniente.

Varios estudios muestran que pequeños cambios, como colocar frutas y verduras a la altura de los ojos y alejar los ultraprocesados, aumentan significativamente su consumo. Pero evidentemente no basta con educar al consumidor o reorganizar la alacena en casa si el sistema empuja en sentido contrario. La solución requiere colaboración entre actores: reformular productos, regular la publicidad, mejorar la información y aumentar la inversión en salud preventiva. La nutrición empieza mucho antes del plato: la “zona cero”, como dicen los epidemiólogos, está en los supermercados y en lo que se produce en los campos y empresas.

Además, en este gran objetivo de mejorar la nutrición, es imprescindible tener claro lo que nuestro cuerpo realmente necesita: la nutrición tiene un fundamento biológico que no puede ignorarse. Puede parecer obvio, pero la confusión es frecuente y se hace evidente al observar la existencia de tantas dietas diferentes, todas ellas presentadas como “saludables”. Nuestro organismo requiere una base mínima de nutrientes para funcionar de manera óptima, y muchas prácticas culturales, aunque valiosas, pueden no ser las más adecuadas. La clave está en establecer y comunicar esta base científica para que sobre ella puedan construirse todas las variaciones culturales posibles, de modo que la diversidad alimentaria siga siendo enriquecedora, sin comprometer la salud ni el bienestar.

Mejor medio ambiente

La agricultura regenerativa ofrece una vía concreta para reparar lo que hemos deteriorado: regenera suelos, captura carbono y restaura biodiversidad. En diferentes regiones del mundo, los resultados son prometedores: mayor productividad a largo plazo, mayor capacidad de retención de agua y una reducción significativa en el uso de fertilizantes. No se trata solo de reducir daños, sino de sanar e incluso transformar ecosistemas. Hacer más con menos.

Los desafíos, sin embargo, no terminan en la producción. Un tercio de los alimentos que generamos se desperdicia, especialmente durante la distribución y el consumo. Los supermercados pueden convertirse en epicentros de cambio si priorizan productos frescos, locales y de temporada. Reestructurar las cadenas de suministro y el papel de los diversos actores para mejorar la distribución de alimentos integrales y reducir pérdidas es una de las acciones más urgentes y con mayor impacto.

Crear cadenas de valor sostenibles requiere alinear objetivos e incentivos entre actores y grupos de interés, mejorar las estructuras de producción y distribución, optimizar los flujos de información y fomentar una cultura de colaboración intersectorial. Tal como mencionamos antes, ya existen modelos exitosos que muestran cómo combinar sostenibilidad, diversidad y productividad: las terrazas gudeuljang de Corea del Sur y los sistemas agroforestales tradicionales de Indonesia (pekarangan) demuestran cómo podría potenciarse la producción respetando los ecosistemas y favoreciendo la diversidad alimentaria.

Una vida mejor

Pensar en una vida mejor desde esta perspectiva implica también ser más empáticos con los animales que se crían para nuestro consumo. El sistema actual, además de ilógico y poco diverso, es cruel. Más allá de los costos derivados de la producción de proteína de origen animal, está la cuestión bioética: los animales son parte fundamental del medio ambiente y de la biodiversidad, y merecen un trato justo y digno.

Por supuesto, no podemos negar la naturaleza de la vida: para alimentarnos necesitamos consumir organismos vivos —que estuvieron vivos o productos derivados de ellos—. Sin embargo, hay formas más o menos responsables de hacerlo. Es necesario, y además urgente, que transitemos hacia sistemas que satisfagan nuestras necesidades al mismo tiempo que reduzcan el sufrimiento y fomenten culturas alimentarias menos tóxicas, no solo desde la perspectiva de eficiencia o adaptación, sino también desde una conciencia que reconozca la dignidad de los animales, la salud de los ecosistemas y la interconexión de todas las formas de vida.

Conclusión

Avanzar hacia un futuro alimentario más justo y sostenible exige reaprender a pensar, producir y comer en red, reconociendo que la producción, la nutrición, el medio ambiente y la vida están profundamente interconectados. No se trata solo de generar más alimentos, sino de producirlos de manera diversa, nutritiva y respetuosa con los ecosistemas, garantizando que comer bien sea un derecho accesible y no un privilegio.

Transformar el sistema requiere coordinación entre actores, innovación basada tanto en la ciencia como en la tradición, y la construcción de culturas alimentarias menos tóxicas. Sin olvidar que comer —como señaló Marvin Harris— no es solo una necesidad fisiológica, sino una expresión de cultura, poder y pertenencia: un acto de relación con los demás y con el mundo que habitamos. Desde esta óptica, reaprender a comer con esa conciencia puede ser la palanca que nos conduzca a vivir en mayor equilibrio con el planeta, con los otros y con nosotros mismos.

 

*Raúl es antropólogo, autor y divulgador. Creó el blog La Bestia Divina y recientemente escribió el libro Experimentos Animales: Un antídoto contra la locura y la cultura.