Las Barrancas, Veracruz, lleva 10 años luchando contra el mar del Golfo de México, que ya ha devorado casas. Un plan de recuperación de manglares trae esperanza

“¡Despierta! ¡Se lo está llevando todo el mar, se lo está llevando todo!”, decían los primeros gritos que escuchó Claudia Ramón aquella noche, cuando una marejada feroz embistió tan fuerte que arrancó las palmeras de raíz, los pilares de las casas y el cobijo de tantos recuerdos. “Fue mi prima quien me avisó y yo corrí a sacar las cosas personales. Si no me agarra el brazo con fuerza, la ola me revuelca a mí también”, cuenta la joven alzada sobre los escombros en la arena, pisando el mismo terreno donde se levantaba la bodega familiar y ahora sólo queda un socavón enorme, retazos de cimientos como únicos testigos de aquella desgracia. De fondo el graznido de las gaviotas y un horizonte en calma, silencioso, tan ajeno a los rugidos del viento que azotó sin piedad el paisaje de Las Barrancas, México, la madrugada de 2 octubre del 2022.

No era la primera vez que un arrebato del temporal se robaba casas y un trozo de playa de este pueblo pesquero incrustado a los pies de una quebrada en el municipio de Alvarado, en el estado de Veracruz, una localidad de no más de 300 habitantes que, en la última década, va reduciendo cada vez más su población. Esto, en parte, por la falta de empleo y de oportunidades que condena a los más jóvenes a migrar, pero, sobre todo, porque el mar amenaza cada vez más con llevarse las pequeñas construcciones y dejar sin refugio a las familias.

“Llevamos mucho tiempo sufriendo las embestidas del mar. Algo que empezó hace 14 años, pero se acrecentó hace diez”, cuenta Nancy Otsoa, mientras pasea por la orilla, una línea cada vez más estrecha de la playa.

La erosión que empezó hace una década se aceleró en el 2021 por los embates de los huracanes y las tormentas tropicales. “Aquella noche, la última que una tormenta nos pegó tan fuerte, el agua llegó hasta la calle principal”, recuerda.

A su alrededor se apilan sacos de arena y neumáticos: bardas que los habitantes colocaron para tratar de mitigar el impacto de la marejada. “Pero de nada sirve, en cuanto llegan los vientos se arranca otro pedazo de costa”. A sus pies también se amontonan decenas y decenas de estrellas de mar sin vida, cuerpos de cinco puntas, fiambres que el viento del norte extrajo del agua salada para abandonar en este pedazo de tierra. Hasta el 2021, un total de 71.7 kilómetros de playas en Alvarado presentaban erosión costera.

10 años luchando contra el mar

“El primer pueblo que se vio afectado fue Matalauva, le siguió Zapote y después nosotros empezamos a perder mucha playa”, relata Otsoa, quien lidera la Sociedad Cooperativa de Producción Pesquera Barranqueña del Golfo. Fundado hace 35 años, el consorcio lo conforman 41 socios: 24 hombres y 17 mujeres. Algunas de ellas pusieron en marcha un negocio para vender conservas de los bienes que sacan del mar. “Lo aprovechamos todo del bonito y otras especies para elaborar nuestros productos, como la pulpa del ceviche para la minilla, un plato típico de acá”, explica Otsoa, quien también acaudilla la lucha de su comunidad para que no desaparezca del mapa. Se trata de una batalla contra las maniobras de megaproyectos, los estragos del cambio climático, la degradación ambiental en la región y el abandono de una aldea que va desapareciendo con las embestidas del mar.

En Las Barrancas, pueblo de pescadores bajo una quebrada, ya no es posible observar la postal de la infancia que con cariño conserva Claudia Ramón, madre soltera de dos pequeños, socia de la cooperativa y, que como Otsoa, se volvió una activista para que su pueblo no se lo acabe tragando por completo la furia de la naturaleza. “Hace no tanto era común ver a los niños jugando en las olas mientras las mujeres pescaban en la orilla”, rememora la joven. Ahora, para capturar la mercancía hay que irse muy lejos.

“Por eso mi esposo casi ya no sale. Hay que adentrarse mucho en el mar”, relata Florencia Hernández, de 81, abuela de Otsoa y de Ramón, conocida en la localidad como Pola. En una silla de ruedas rodeada de recuerdos —retratos en blanco y negro, anzuelos de plomo, el sedal que sostiene en las manos— la octogenaria es la testigo más longeva de la transformación que los paisajes que ha sufrido su tierra, de la playa que desaparece, de las afectaciones sobre el territorio que está provocando la naturaleza desatada, herida, vengativa. Y en la pesca, el oficio que aprendió desde pequeña.

“A mí me enseñó mi papá. Como mi abuelo, él era pescador, tenía un botecito de madera y me llevaba siendo yo niña”, dice la mujer mientras muestra un álbum de fotografías. “Después, pescaba con mi hermano Salvador. Yo era la que agarraba el motor. Salíamos de noche. Cuando me casé, acompañaba a mi esposo. Me levantaba bien tempranito, dejaba la ropa lavada y tendida para que cuando regresamos de la jornada. En poco tiempo, llenábamos canastos de pescados que vendíamos por la tarde”, revela.

Pola y su marido sacaron adelante a sus hijos con lo que ganaban del mar, “ese que todo me lo ha dado y todo va quitando ahora”, confiesa con la voz rota. En Las Barrancas viven cada día con el temor de la llegada de un ciclón, de que se aparezca un huracán como el Roxana, “que nos dejó sin muchas casas. Yo sólo tenía 8 años pero lo recuerdo muy bien. Aquel pegó fuertísimo, se llevó muchas viviendas”, cuenta Ramón.

Cambio climático y proyectos mal planeados

Entre cada golpe fatal de las tormentas más fuertes, el nivel del mar va progresivamente subiendo, una de las consecuencias más conocidas del cambio climático. En las aguas del Golfo de México, el incremento de esta subida supera la media global y es alrededor de tres veces más rápido que en el resto del mundo. De acuerdo con un estudio del 2023 publicado en Nature, mientras las últimas estimaciones hablan de una velocidad de incremento medio de entre 3 y 3,5 mm al año, en el Golfo de México esta velocidad supera los 10 mm al año. “Esto podría deberse a la pérdida de hábitats importantes, como los pastos marinos y los arrecifes, barreras naturales que protegen la costa”, señala Patricia Moreno-Casasola, bióloga del Instituto de Ecología (Inecol).

“¡Acá ya nos ha ganado 100 metros de playa!”, expresa Otsoa, preocupada por los efectos del desastre que padece su comunidad y que entraña tantas incógnitas para los científicos. “La afectación no sólo ha sido ambiental y en la pesca, de la que vivimos, sino que ha tenido un gran impacto social. La playa era nuestra vía de comunicación con las otras comunidades vecinas”, explica la pescadora. El turismo que solía atraer su poblado es otro de los sectores que se ha visto dañado.“Mi mamá tenía un puestito de comidas a pie de playa que se abarrotaba en Semana Santa, un negocio que vendía antojitos y del que vivíamos casi todo el año. ¡Hasta carreras de caballos se organizaban allá en la playa!”, atestigua Ramón.

“Ya sabemos que el cambio climático está detrás de esta situación. Pero también la acción humana, la expansión de la zona hotelera, obras mal fundamentadas y llevadas a cabo sin estudios de impacto”, explica Otsoa.

La activista lleva años documentándose para entender un fenómeno que ni siquiera el conocimiento científico comprende del todo: cómo la destrucción de los ecosistemas y el cambio climático están afectando a los territorios costeros. Otsoa se entusiasmó tanto por entenderlo que se metió a la universidad en línea y dedica las horas que le deja su jornada para hablar con expertos que le ayuden a encontrar soluciones.

“En esta comunidad son las mujeres quienes lo mueven todo”, expresa Moreno-Casasola. Según la ambientalista, una de las mayores expertas en desarrollo sustentable en México, el borrado de playas en esta región se debe a diferentes factores, “como la pérdida de sedimentos que antes arrastraban los ríos hasta el mar o el derretimiento de los glaciares, que eleva el nivel de los mares. Pero, sobre todo, debido a las obras de ampliación que se hicieron en el puerto de Veracruz y la construcción de espigones en la zona norte de Alvarado”, destaca.

Los proyectos a cargo de la Secretaría de Marina y los entramados de la corruptela de la región han ido provocando, poco a poco, la aceleración de la erosión en la costa veracruzana. “Obras gubernamentales y hoteleras han afectado acá. Cada vez estamos más aislados. Las calles se utilizan para guardar las embarcaciones, ya no tenemos dónde guardarlas. Muchos pobladores han vendido sus barcas y hay que buscar otras alternativas para sobrevivir. Aquí es lugar de migración, pero muchos lo hacen porque se quedaron sin vivienda”, explica Otsoa. Hace años ella también decidió dejar el lugar donde creció para encontrar suerte en Estados Unidos. “Llegamos hasta allá pero la patrulla fronteriza nos agarró y nos regresó en un camión de vuelta. Íbamos toda la familia, mi mamá, mi hermano, mi esposo, mi tía, una prima. No nos quisieron allá porque el destino nos tenía otro futuro preparado”, cuenta la pescadora, que ya no confía en nada. “Ni en el mar, a ese ya le agarramos mucho miedo porque cada vez llega más fuerte”.

Sin respuesta del gobierno

“No existe ningún plan de mitigación por parte de las autoridades”, asegura. La mujer lleva más de una década solicitando apoyo a distintas autoridades. “Ya presenté pruebas con todas las dependencias de Gobierno, incluso al presidente, que llegó a recibirnos y prometió ayudarnos. Pero, pasa y pasa el tiempo y nosotras no recibimos respuesta alguna. Estamos solitos, abandonados”, lamenta.

Antes de entender mejor las implicaciones del desastre que se cierne sobre su comunidad, Otsoa quería para las Barrancas la escollera que hace años prometió construir el entonces gobernador estatal, Javier Duarte de Ochoa, un controvertido mandatario acusado de varios delitos de corrupción y condenado a prisión en 2017. El rompeolas que pretendía levantar tenía el objetivo de proteger la costa y desviar las corrientes, como el que inauguró en el 2014 en la comunidad vecina de Matalauva. Tras la instalación de esta estructura mar adentro, los habitantes de esa comunidad y la colindante, Zapote, recuperaron parte de sus playas. “Con esa obra consiguieron regresar el turismo, que trajo una derrama económica muy fuerte. Si ellos salieron beneficiados. ¿por qué nosotros no?”, se preguntaba entonces la presidenta de la cooperativa pesquera de las Barrancas, a donde nunca llegó aquel proyecto tan anunciado. La construcción de la escollera en la comunidad vecina trajo beneficios inmediatos, “pero se desconocen los efectos a largo plazo y, después de informarme mucho, sé que esa no es la solución”, se responde Otsoa.

“Instalar una barrera sobre la playa te cambia de forma dramática la dinámica de las corrientes. Poner un espolón proporciona una solución a corto plazo en un sitio específico, pero traslada el problema a otro lado. Ya hay muchos estudios sobre las fatales consecuencias de esa idea”, explica Jacobo Santander, biológico del Colectivo Interdisciplinario de Ciencia Aplicada y Derecho Ambiental (CICADA) y quien llegó a la comunidad hace cuatro años para estudiar el complejo fenómeno y ayudar a este pueblo a llevar a cabo acciones de mitigación contra la subida del mar y los golpes del oleaje.

“La desaparición de playas en esta comarca responde a un problema multifactorial. Por un lado, están las mega obras ejecutadas sin una planificación sensata, como la ampliación portuaria de Veracruz o las barreras artificiales en mitad del mar que el gobierno desarrolló. Por la distancia en el mapa aparecen como puntos lejanos, por lo que pueden parecer hechos aislados. Pero, están conectados y los efectos repercuten en esta zona. Por otro lado, el deterioro de los ecosistemas constituye una parte fundamental de la erosión de sedimentos”, asegura el biólogo. Una hipótesis que también sostiene Moreno-Casasola, para quien “independientemente de su subida del mar por el cambio climático, hay un grave problema de falta de sedimento. Por eso debemos recuperar el sistema de manglar, que aporta el sustrato que hace de barrera contra las marejadas”.

Salvar un manglar para proteger la playa

Para enfrentar la compleja situación que amenaza las Barrancas, resultaría más productivo, sostienen los científicos, trabajar las áreas naturales en el territorio que construir una escollera en el mar. Por eso están desarrollando junto a los pobladores un plan para la recuperación de los ecosistemas. Entre ellos, el Salao, como llaman en esta comunidad a su manglar, que alberga más de 80 especies de fauna y flora, hasta tres especies de mangle distintas y una treintena de aves que aquí encuentran refugio. “Le estamos apostamos a la rehabilitación de los hábitats para recuperar la protección costera. Para que la naturaleza nos regrese sedimento a la costa. La idea es recuperar el equilibrio que existía antes, que regrese el flujo natural al manglar y su intercambio de sedimento con la playa. Porque, a pesar de la presión de la contaminación, todavía podemos hacer algo, aquí hay vida, hay especie, flora, mucha fauna…”, anuncia Ramón con entusiasmo en la voz, orgullosa de los primeros efectos que ya se observan del trabajo. “Hay una capacidad de restauración increíble. Pusimos la semilla de manglar en la orilla de la playa y ya nos brota, ¡se ha pegado y se está reproduciendo!”

Para que a Las Barrancas regresen sus paisajes de antaño, “la concienciación también es clave. Por eso se realizan campañas de educación ambiental”, dice el Jacobo Santander. A pesar de que se llevan a cabo jornadas de limpieza, gran parte de la superficie del manglar sigue hoy cubierta de desechos. “De todos los que llegan del mar y los que directamente se tiran, sobre todo plástico. Insistimos mucho a los vecinos que tienen que reciclar y dejar de tirar los residuos. Y poquito a poco lo vamos consiguiendo. La quema de basura es otro problema. Es que acá no contamos con un servicio de de limpieza pública”, cuenta Otsoa mientras pasea entre las raíces ancianas de mangle y sortea los envases, plásticos de todos los colores y formas, redes de pesca, pedazos de neumáticos, muchas bolsas, latas de refrescos… plásticos, plásticos y más plásticos.

“También nos gustaría recuperar la cascada”, revela Ramón. Aquella donde se solían bañar. “Tenía un tremendo chorro y daba muy buena agua. Pero se fue derrumbando la loma, abrieron caminos, hicieron obra y, al paso de los años, el caudal se deterioró”, dice la joven. “Si algo hemos aprendido en estos años es que para estar nosotros mejor debemos cuidar nuestra naturaleza. ¡Las especies vivas dejan más economía que las muertas!”, exclama Otsoa.

Otra acción de mitigación que planean en este pueblo es crear refugios pesqueros, una idea de la que les habló el biólogo Santander. “Empezamos a trabajar en la iniciativa, en dejar descansar un ratito la pesca. Queremos organizarnos con el resto de pescadores del litoral que compartimos y designar esas zonas refugio. Sólo juntos podemos definirlas, decidir cuánto tiempo debe parar la pesca y ver cómo se reproducen las especies poco a poco”, explica la líder de la cooperativa. Bajo el brazo lleva la carpeta con toda la documentación que ha ido recopilando: expedientes del borrado de territorio, de la subida del nivel del mar, las cartas mandadas a las autoridades pidiendo apoyo, las solicitudes para que tomen acciones, fotografías y vídeos que muestran cómo era antes Las Barrancas y de cómo se ha ido moldeando.

“Cuando el presidente López Obrador vino a Veracruz, lo abordamos parte de la comunidad y le entregamos el oficio. Él se comprometió a tomar cartas en el asunto. Pero nunca lo hizo. Y ya no sabemos qué hacer para que nos escuchen. Tememos que la ayuda llegue cuando sea ya tarde, no queremos que nos pase como a los de Tabasco”, revela Otsoa, refiriéndose al Bosque, el poblado ubicado en el municipio de Centla que fue tragado por completo por el mar. Su comunidad es la primera de México reconocida de forma oficial víctima del desplazamiento climático. Después de años sufriendo los estragos de las mareas y las oleadas, en febrero de este año todos sus habitantes tuvieron que ser desalojados.

“Eso es lo que no queremos que nos pase a nosotros”, confiesa Pola. Como explica su nieta Otsoa, una reubicación “sería devastadora porque nos obligaría a cambiar nuestra forma de vida, nuestro día a día. Lo que tenemos acá es un patrimonio conseguido con el esfuerzo del trabajo. Nacimos acá, y acá vivimos siempre: pertenecer a Las Barrancas forma parte de nuestra identidad. Por eso no podemos permitir perder nuestra tierra, por eso seguimos batallando y hacemos la chamba que no hace el Gobierno, trabajamos para que regrese el equilibrio de la naturaleza. Y que nos escuchen, antes de que sea tarde. Antes de que de esta comunidad sólo quede el nombre como un recuerdo y que las próximas generaciones no tengan que decir que a su pueblo que “¡A Las Barrancas lo acabó por desaparecer el mar!”.

es.wired.com

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