El 11 de septiembre se cumplen 50 años del golpe de Estado en Chile que derrocó al presidente Salvador Allende e impuso una dictadura criminal en la que más de tres mil personas fueron ejecutadas y desaparecidas. Entre ellas, la joven mexicana María del Rosario Ávalos Castañeda, con apenas 24 años de edad.
La historia comienza en el año 1970, en la UNAM, donde Ávalos Castañeda estudiaba Sociología y al mismo tiempo trabaja en la Biblioteca Central. Fue ahí donde conoció al argentino Bernardo Ledjerman Konujowska, un perseguido político en su país por pertenecer al Ejército Revolucionario del Pueblo.
Tras la caída en prisión de algunos de sus compañeros, Ledjerman Konujowska optó por huir de su país y viajar por Latinoamérica siguiendo la misma ruta de Ernesto “Che” Guevara. Así fue cómo llegó a México y se hizo asiduo visitante de la UNAM, pues le gustaba conversar con los jóvenes.
“Le gustaba estar ahí porque era donde había más efervescencia política. Donde hubiera ruido político estaba él con sus ideas, sus conceptos”, cuenta Ernesto Ledjerman, el hijo único que tuvieron, nacido en Chile.
Se habían casado en México, y cuando Ávalos Castañeda tenía seis meses de embarazo, decidieron irse a Chile para participar en el proceso de cambio socialista encabezado por el presidente Salvador Allende. “Él era idealista y estaba muy convencido, y ella se hizo parte de ese sueño”, relata.
Ella era comprometida hasta cierto punto, e incluso participaba en el grupo Nahui Ollin, que proponía una revolución cultural en Latinoamérica, sin embargo, su prioridad era la familia, y en especial el hijo que esperaba. Él, en cambio, era más radical y estaba dispuesto a dar la vida por sus ideales.
Ávalos Castañeda y Ledjerman Konujowska se establecieron en Santiago y él se vinculó con el grupo subversivo Vanguardia Organizada del Pueblo, que en 1971 asesinó al exministro del Interior Edmundo Pérez, por lo que fue detenido, aunque poco después lo liberaron al verificar que no lideraba la organización.
Por ello, decidieron irse al norte y se instalaron en la comuna de Vicuña, en la región de Coquimbo, donde él empezó a trabajar como asesor de la Gobernación. De profesión abogado, se encargaba de los aspectos legales de la Reforma Agraria que impulsaba el presidente Allende, por lo que no era bien visto por los derechistas de la zona.
El golpe de Estado
Entonces, en medio de un ambiente polarizado, el 11 de septiembre de 1973 acontece el golpe de Estado por parte de las Fuerzas de Orden y Seguridad, integradas por el Ejército que comandaba Augusto Pinochet, la Marina, la Fuerza Aérea y Carabineros, con lo que dio comienzo la dictadura cívico-militar que habría de durar 17 años.
Conscientes de que la orientación socialista de Ledjerman Konujowska, así como sus vínculos con grupos extremistas y el rol que desempeñaba en el gobierno lo hacían susceptible de persecución política, decidieron dirigirse hacia la cordillera a esperar el deshielo para poder llegar a Argentina, donde estarían más seguros.
Con apoyo de sus amigos, llegaron a la localidad de Gualliguaica, donde primero se refugiaron en una estación de tren abandonada y después en unas cuevas ubicadas en un sitio despoblado e inhóspito, apenas con lo puesto y unas cuantas cobijas. Un campesino de la zona los ayudaba con comida.
Para entonces, su hijo Ernesto ya tenía dos años de edad, pero en la azarosa travesía que emprendieron, extraviaron uno de sus zapatitos, por lo que le pidieron al campesino que les ayudara a conseguir un nuevo par.
El principio del fin
El campesino recurrió al maestro del pueblo, quien a su vez le hizo el encargo a un colega de la ciudad de Vicuña. Después de hacer la compra, mientras hacía tiempo en lo que salía el tren por el que haría el envío, estuvo bebiendo.
Llegada la hora, abordó un taxi para dirigirse a la estación y en el trayecto, pasado de copas, le presumió al chofer los zapatitos nuevos, confiándole que eran para una familia que se estaba escondiendo de los militares. No sabía que estaba hablando con un soplón, y tras dejarlo en la estación, delató a la familia Ledjerman.
El 8 de diciembre de 1973, del regimiento “La Serena” salió una patrulla militar que buscó al maestro de Vicuña que había enviado los zapatitos y lo torturó hasta que dio el nombre de su colega en Gualliguaica, quien corrió con la misma suerte para que señalara al campesino que ayudaba a los Ledjerman. Una vez que dieron con él, lo forzaron a llevarlos al sitio en donde se escondían.
En ese momento, Ávalos Castañeda se encontraba en la cueva con Ernesto, y en cuanto vio a los militares, por instinto, lo escondió detrás de una roca. Acto seguido la asesinaron, y lo mismo ocurrió con Ledjerman Konujowska cuando bajó corriendo por una colina tras oír los disparos.
Al campesino lo obligaron a enterrar los cuerpos ahí mismo y en algún momento, ante el asombro de los militares, apareció Ernesto.
Ernesto fue criado por sus abuelos en Argentina, siempre con la idea de que sus padres habían fallecido en un accidente automovilístico, hasta que un día, siendo adolescente, encontró en la casa un cuaderno con anotaciones y recortes de periódicos que consignaban la versión oficial de su muerte.
Las notas los sindicaban como terroristas que habían muerto en un enfrentamiento con militares en el que se habían suicidado con explosivos. La supuesta verdad lo condujo a una profunda depresión que le impidió continuar con sus estudios y relacionarse con los demás. “Hasta los 30 años prácticamente no tuve vida”, relata.
Después de pasar por infinidad de terapias, poco a poco empezó a indagar qué había sucedido, cómo habían muerto realmente sus padres, en dónde estaban enterrados. Se vinculó con el grupo de Hijos de Argentina, que también había tenido su propia dictadura, y con el de Hijos de Chile.
Así fue como supo que sus padres no eran terroristas y que tampoco se habían dinamitado. Que él estuvo ahí cuando los mataron y que al salir de su escondite, los militares lo llevaron a un convento, de donde fue rescatado por personal de la embajada argentina para entregárselo a sus abuelos.
La familia mexicana
Habló con el campesino que enterró a sus padres y con el maestro que, medio ebrio, le contó al taxista por qué llevaba a la estación del tren unos zapatitos nuevos. Viajó a México para conocer a su familia y le contaran cómo era su madre, y participó en el programa “Se vale soñar” de TV Azteca, donde lo reunieron con sus abuelos.
También supo que al año siguiente del crimen, en 1974, personal de la embajada de México acudió al lugar de los hechos con la misma patrulla militar que asesinó a su madre para desenterrar el cuerpo y trasladarlo al cementerio general de Santiago, y que el de su padre fue llevado a un panteón en Vicuña tras una diligencia judicial en 1990.
El propósito de exhumar el cuerpo de su padre era practicarle una autopsia para determinar que la muerte se produjo por disparos y no por una explosión de dinamita, y cuando se quiso hacer lo propio con su madre, se descubrió que sus restos habían sido robados de su tumba en el cementerio de Santiago e incinerado de forma ilegal, justamente por ser la prueba de que fue asesinada. “Ella fue dos veces desaparecida”, dice.
El activismo de Ernesto fue creciendo y así logró juntar la mayoría de las piezas del rompecabezas que constituía la historia de sus padres, a quienes rinde homenaje en Chile cada mes de diciembre, y aunque pocos militares han sido condenados por su asesinato, y además con mínimas sentencias, él se encuentra hoy en paz y con una vida plena.
En ese sentido, recuerda especialmente el 10 de diciembre de 2006, cuando le hizo un funeral a su padre y un homenaje a su madre en el cementerio de Santiago, acompañado de sus amigos chilenos. Media hora después de que concluyó, les llegó la noticia de que Pinochet había muerto. Y fue así como logró cerrar el círculo.
Latinus
Conéctate con Formato7: