Las condiciones no son las que reinaban hace algunos meses en las oficinas del secretario de gobierno. La mayoría de los empleados (y personal de confianza), se dirigían a él con excesivo respeto, cuidando incluso mencionar aquellos nombres incómodos.
Varios tenían la obligación prácticamente de verlo como sucesor de Cuitláhuac García; algunos ya se repartían los cargos “para cuando el secretario llegara a la gubernatura, o cuando menos al Senado, no hay persona más promocionada en el estado, debe tener permiso”, decían.
Las cosas cambiaron radicalmente después de la catástrofe que significó para Cisneros el regaño de AMLO, (quieran o no verlo así entre los cercanos al secretario). Hoy, me cuenta gente al interior, varios de Segob buscan incluirse en los equipos de Zenyazen Escobar, Javier Gómez Cazarín o Eleazar Guerrero.
Pero ya no es fácil tener el sello del secretario de gobierno en la frente, al menos después de la “mañanera” más triste que hayan vivido. Si bien es cierto Cisneros puede aún recalar en algún puesto de elección popular, su fuerza (y poder) se han visto seriamente disminuidos.
El gobernador García (sabiendo que Cisneros se había excedido en el permiso que le concedió), salió a intentar “bajarle los decibeles a la situación”, aunque el daño estaba hecho (y era tan grande como el número de espectaculares del secretario en el estado), así… de ese tamaño.
Sus aspiraciones de ir por “la grande” se acabaron en un santiamén, y pasó de sentirse el “elegido” o observase como el “señalado”. En Palacio Nacional, aquel día que se fraguó “ventanearlo” ante el presidente, varios se mostraron molestos por su excesiva promoción, “más aún que cualquier corcholata”.
Lo cierto es que Cisneros sobredimensionó los permisos que le concedieron (si es que en verdad se los habían otorgado), y en el pecado llevó la penitencia. Veremos qué ocurre.
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