La primera referencia que tenemos al uso de ‘tubos huecos’ en medicina lo encontramos en la gran enciclopedia del mundo clásico, De Artibus. Su autor, Aulo Cornelio Celso, que vivió a caballo entre el siglo I a.C. y el I d.C., dividió su gran obra en 7 partes: agricultura, veterinaria, derecho, arte militar, filosofía, historia y medicina. De todas ellas solo ha sobrevivido esta última y es el mejor y más exhaustivo compendio del conocimiento médico en el mundo romano.

Celso describe cómo limpiar las heridas utilizando una jeringa de vino o vinagre, o de cómo usarla para quitar el pus. Unos años más tarde, el inventor de artilugios y máquinas de vapor Herón de Alejandría describió en su Neumatica la construcción de una jeringa. La llamaba pyoulcus o pyulkos, el extrator de pus. Pero no fue una invención suya pues el ingeniero hidráulico Ctesibio ya la utilizaba hacia del año 280 a.C.

En el siglo XI el más original de los oftalmólogos árabes, Ammar bin Ali al-Mawsili, utilizaba un tubo de vidrio hueco para ‘succionar’ las cataratas de los ojos de sus pacientes; una técnica que se empleó hasta el siglo XIII. Curiosamente, estos tubos huecos se usaban solo para extraer sangre, pus o venenos, pero no para inyectar nada.

De la física a la medicina

La primera jeringa moderna fue fruto de las investigaciones en hidrostática e hidrodinámica del científico y filósofo francés Blaise Pascal en 1650. De hecho, junto con la jeringa inventó también la prensa hidráulica, en lo que es una aplicación directa de lo que hoy se conoce como el principio de Pascal: cuando aumenta la presión en cualquier punto de un fluido confinado, se produce un aumento igual en todos los puntos de ese fluido. Pero Pascal, más interesado en la hidrodinámica que en la medicina, nunca se planteó que pudiera tener una aplicación médica.

Seis años más tarde, Christopher Wren, arquitecto y amigo íntimo de Isaac Newton (que escribió sus famosos Principia mathematica como respuesta a una pregunta que le hizo Wren) sí le vio ese uso médico. Con plumas de ganso huecas, una vejiga de cerdo y opio suficiente para tumbar a un elefante, hizo una visita a la perrera de Londres, donde llevó a cabo el primer experimento intravenoso de la historia.

Siguiendo los pasos de Wren, a mediados de la década de 1660 dos médicos alemanes, Johann Daniel Major y Johann Sigismund Elsholtz, demostraron que no solo se podía hacer en perros, sino también con humanos. Major describió la forma de hacerlo en su Chirugia infusoria de 1664; la nueva técnica causó furor y empezó a usarse profusamente.

Aunque también se abandonó igual de rápido: con una medicina que no comprendía la naturaleza de las infecciones y unos médicos en los que la higiene brillaba por su ausencia, las intervenciones no terminaban bien y la gente moría. En consecuencia, las inyecciones cayeron en desgracia durante dos siglos, hasta mediados del siglo XIX.

La primera jeringuilla moderna

En 1844 el irlandés Francis Rynd diseñó la primera aguja de acero hueca que usó para administrar medicamentos para el tratamiento del dolor por vía subcutánea. Unos años más tarde apareció la verdadera jeringuilla hipodérmica. Fue el logro de dos cirujanos, el ortopedista francés Charles Gabriel Pravaz y el escocés Alexander Wood en 1853. Ninguno sabía lo que estaba haciendo el otro: Pravaz adaptó la aguja de Rynd para administrar coagulantes y Wood combinó su aguja de acero hueca con una jeringa para inyectar morfina en un humano. Cuando Wood publicó un breve artículo en The Edinburgh Medical and Surgical Review titulado “A New Method of Treating Neuralgia by the Direct Application of Opiates to the Painful Points” (Un nuevo método para tratar la neuralgia mediante la aplicación directa de opiáceos en los puntos dolorosos) explicando su prueba, en Lyon Pravaz estaba fabricando la suya con ayuda de Établissements Charrière. Conocida como la ‘Jeringa Pravaz’, no tardó en ponerse de moda en los hospitales de Europa.

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APUNTES | Una caballada muy gorda