La pesadilla se desató el 13 de octubre de 1972, hace hoy justo medio siglo. Aquella infausta jornada, el equipo escolar de rugby ‘Old Christians Club’ de Montevideo (Uruguay) había fletado un avión de la Fuerza Aérea Uruguaya para viajar a Santiago de Chile. Los chicos estaban alegres y despreocupados, cuando el aparato se desplomó en una cordillera de los Andes. «Íbamos cantando, bramando, disfrutando el vuelo y, de repente, el piloto vio que había montañas muy altas cerca de las alas», contó a ABC uno de los supervivientes, Gustavo Zerbino, en 2015.

El impacto segó de forma instantánea la vida de 13 personas y dejó malheridas a otras 32. Zerbino recordó así aquel instante: «Yo decía: ‘Jesusito, Jesusito, no me quiero morir’. Algunos iban rezando el Ave María pero después del golpe… quedamos muy aturdidos. Cuando abrí los ojos y me pegó el líquido del aire acondicionado, no sabía cuánto tiempo había pasado, si segundos, minutos… Estábamos muy aturdidos. La diferencia de presión es un impacto muy grande en el cuerpo. Es como una montaña rusa, solo que esta se levanta aquí lo único que vino es el impacto».

Tan solo 16 sobrevivieron después de padecer mil calamidades y verse obligados a comerse a sus propios compañeros para no morir de hambre. Una historia difícil de olvidar de la que hoy se cumplen 50 años y que pasó a la historia como el ‘Milagro de los Andes’. Los jugadores tuvieron que soportar una extensísima lista de penurias –hambre, bajas temperaturas y desconcierto– antes de ser rescatados 72 días después del accidente. Regresaron a casa con una mancha en el alma que la sociedad les supo perdonar. «Las familias de los fallecidos nos apoyaron, no les importó lo que había pasado con los cuerpos. Les importaba lo que había pasado mientras estaban vivos», explicó en 2018 a la BBC uno de los rescatados, Roberto Canessa.

La odisea fue recordada en el libro ‘¡Viven!’ de Piers Paul Read, que inspiró la película homónima de 1993. Según explicaba Zerbino, al principio todo fue confusión. El avión perdió las alas y la cola, pero milagrosamente resbaló por un glaciar topando contra la nieve un kilómetro después. En cuanto se pudo levantar, dio un paso atrás y se hundió en la nieve hasta la cintura. Fue entonces cuando se dio cuenta de que estaba vivo, en medio de una montaña, a 4.000 metros de altitud y a 30 grados bajo cero. Este superviviente, hoy un químico respetado de 69 años, fue el encargado de desinfectar las heridas de sus compañeros con un botecito de colonia.

El trauma

Con los años tuvo que asumir el hecho de haberse comido a sus amigos para sobrevivir. No le fue fácil, pero como él mismo ha contado en otras entrevistas, logró convencerse con los años de que lo que allí quedaba «era la cáscara de nuestros amigos, que permanecen con nosotros en el recuerdo». A otros supervivientes como Álvaro Mangino, hoy empresario de la misma edad, le costó más de tres décadas poder hablar de ello y necesitó años de tratamiento psicológico. Con el accidente se rompió el hueso de la pierna, que no soldó hasta 45 días después. Estaba tan debilitado y había perdido tanta musculatura que no podía caminar, por lo que se pasó los dos meses y medio inmovilizado en el suelo.

Durante la primera noche murieron cinco de sus compañeros. Fue entonces cuando los supervivientes quitaron los asientos rotos y otros escombros de la aeronave y crearon un tosco refugio. Las 27 personas se apiñaron en los tres metros cuadrados del fuselaje roto para protegerse del frío. Cerraron uno de los extremos con el equipaje y nieve y se las ingeniaron para obtener algo de agua del hielo, con los restos de un colector solar y unas láminas de metal de los asientos. Aún así, no fue fácil, si tenemos en cuenta las bajas temperaturas.

Otro de los supervivientes, Nando Parrado estuvo en coma tres días y, cuando se enteró, vio a su hermana de 19 años gravemente herida. Se esforzó en cuidarla, pero no hubo nada que hacer y falleció al octavo día. Aquel no era más que el principio de una tragedia que se prolongó demasiado tiempo, pero que nunca les hizo rendirse, a pesar de carecer de medicinas, ropa de abrigo y alimentos. Tan solo ocho barras de chocolate, una lata de mejillones, tres tarros pequeños de mermelada, una lata de almendras, unos dátiles, caramelos, ciruelas secas y varias botellas de vino. Lo racionaron en cantidades ínfimas, comiendo a veces una almendra cubierta de chocolate en tres días.

«Nuestro objetivo era sobrevivir»

Aún así, todo se acabó en una semana. Como si el terrorífico cerco de Leningrado se tratara, los supervivientes se comieron desesperados el algodón que había dentro de los asientos y hasta el cuero. Era un delirio que les trajo a todos la enfermedad. Los que aún quedaban vivos acordaron que, en caso de morir, los demás podrían comerse sus cuerpos para salir adelante…. y así hicieron. Así explicó Roberto Canessa esa decisión al diario ‘The Independent’, en 2017:

«Nuestro objetivo común era sobrevivir, pero lo que nos faltaba era comida. Hacía tiempo que nos habíamos quedado sin las exiguas cosechas que habíamos encontrado en el avión y no había vegetación ni vida animal. Después de solo unos días, sentimos la sensación de que nuestros propios cuerpos se consumían solo para seguir vivos. En poco tiempo, nos volveríamos demasiado débiles para recuperarnos del hambre. Sabíamos la respuesta, pero era demasiado terrible para contemplarla. Los cuerpos de nuestros amigos y compañeros de equipo, conservados en el exterior en la nieve y el hielo, contenían proteínas vitales y vivificantes que podrían ayudarnos a sobrevivir. ¿Pero podríamos hacerlo? Durante mucho tiempo, agonizamos. Salí a la nieve y oré a Dios para que me guiara. Sin su consentimiento, sentí que estaría violando la memoria de mis amigos; que estaría robando sus almas. Nos preguntábamos si nos volveríamos locos. ¿Nos habíamos convertido en unos brutos salvajes? ¿O era esto lo único sensato que podía hacer? En verdad, estábamos superando los límites de nuestro miedo».

Esa terrible decisión fue la que les hizo sobrevivir, utilizando cristales rotos del parabrisas del avión para cortar la carne de sus compañeros de equipo. Canessa fue el primero en hacerlo para dar ejemplo a sus compañeros, que se fueron sumando poco a poco. «Nuestra hambre pronto se volvió tan voraz que buscamos de todos modos… Una y otra vez, recorrimos el fuselaje en busca de migas y bocados […]. Una y otra vez, llegué a la misma conclusión: a menos que quisiéramos comernos la ropa que llevábamos puesta, aquí no había nada más que aluminio, plástico, hielo y roca», contó Parrado en sus memorias, publicadas en 2006.

La avalancha

Después de la avalancha que acabó con la vida de ocho pasajeros más, y una vez que recuperaron un poco de fuerzas, varios de ellos decidieron salir a buscar ayuda. Los únicos que tuvieron fuerzas para salir fueron Numa Turcatti y Antonio Vizintín, además de Canessa y Parrado. Se les dejó descansar unos días y les dieron varias raciones de comida y la ropa más abrigada. El 15 de noviembre, después de varias horas caminando, encontraron la sección de cola que contenía la cocina. Dentro encontraron equipaje que contenía una caja de chocolates, tres empanadas de carne, una botella de ron, cigarrillos, más ropa y medicinas.

Ese mismo día, sin embargo, murió Arturo Nogueira. Tres días después, Rafael Echavarren. Los dos de gangrena. Turcatti, que había querido comer carne humana, fue el último en fallecer el día 60, poco antes de que fueran rescatados, con 25 kilos de peso. Todos los demás pensaron que ese sería su destino, pero, de repente, escucharon por la radio de transistores que la Fuerza Aérea Uruguaya había reanudado su búsqueda.

Parrado y Canessa decidieron caminar varios días más y llegaron a un estrecho valle en el que encontraron el nacimiento del río San José. Decidieron seguirlo, mientras veían con esperanza la aparición de signos de presencia humana: restos de una acampada, unas vacas… hasta que dos semanas después, mientras recogían algo de leña para encender un fuego, vieron a tres hombres a caballo al otro lado de la orilla. Su compañeros seguían en el fuselaje solos, esperando que se produjera el milagro.

Había tanto ruido que uno de los jinetes tan solo acertó a gritar: «¡Mañana!» Al día siguiente, el mismo hombre regresó con una hoja y un lápiz que se las lanzó con una piedra y una cuerda. Parrado respondió con otro mensaje: «Vengo de un avión que cayó en las montañas. Soy uruguayo. Hace 10 días que estamos caminando. Tengo un amigo herido arriba. En el avión quedan 14 personas heridas. Tenemos que salir rápido de aquí y no sabemos cómo. No tenemos comida. Estamos débiles. ¿Cuándo nos van a buscar arriba? Por favor, no podemos ni caminar. ¿Dónde estamos?».

Estos transmitieron la noticia de los supervivientes al comando del Ejército de Chile en San Fernando, que se comunicó con el Ejército en Santiago. Parrado y Canessa habían caminado 38 kilómetros durante 10 días cuando fueron por fin rescatados. En el trayecto habían perdido más de 40 kilos cada uno. El milagro se habían producido.

*Articulo tomado de:

https://www.abc.es/

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