Embriagarse de la estupidez no era un acto premeditado estando en una tormenta interna entre olvidar a un desconocido y mantenerlo para siempre en el recuerdo, pero pesando más la ausencia de sus ojos y teniendo a los ojos de Carlos, fue fácil caer en la cama una tarde en la que el calor sofocaba más que otros días.

“Libérame de él”, pensaba en tanto los labios habían sido tocados por la blanda lengua de Carlos, quien caía en una espiral de éxtasis tomándola de la cintura, aferrándose a su carne, pero ella se entregaba con ojos cerrados visualizando el rostro de Marco, viéndolo de pie como en un sueño profundo difícil de discernir, ¿cuál era el real?, ¿al que tocaba o al que miraba con la memoria?

“Marco no está. Desaparecido, desvanecido, incidencia que no tuvo que pasar. Ahora bórrame el recuerdo, arráncamelo de una mordida y trágalo para que jamás yo pueda recuperarlo del suelo. No lo escupas porque arde”. Y Carlos la sentía, la sentía entre sus manos sin pertenencia, sin sentirla suya; entregada a un fantasma al que no le conocía el nombre o la cara. Se preguntaba quién era, porque era alguien, estaba seguro. Tantas mujeres que habían pasado por sus manos eran la prueba de que sabía, perfecto, que entre él y ella yacía alguien más sin rostro, y lo iba a averiguar antes de ser tomado como a un idiota desechable. “¿Quién te crees, niña? Fui yo quien te eligió como para que me humilles pensando en otro mientras te tengo. Estás en mis manos, estás en mi cama, bajo mi territorio”. Pero el sexo era vacío para Luna, solamente parecía una manera inútil por desnudarse de Marco, pese a no abrir los ojos durante el tiempo que duró, casi sintiéndose como una tortura.

Al terminar ninguno habló, se dejaron inundar por un silencio pesado y frío que mató al calor del día. Luna no sabía por qué lo había hecho teniendo la opción de haberse negado, pero pensaba en las palabras de Manuel y de nuevo retumbaba la imagen de María tocando a Oswaldo, siendo esa misma mirada insípida y resignada que vio en él, la que estaba segura de tener en ese momento. Se sentía incómoda, llena de ganas por salir corriendo, aunque algo la detenía; era libre para irse, para hacer lo que quisiera, sin embargo, debía errar como erran los hombres terrenales sin ser socorrida en sus oraciones por las sirenas, que veían todo llenas de lágrimas en la cara.

Carlos intentó rozar con sus dedos la espalda desnuda de Luna, pero ésta no se erizó, por lo que retiró la mano sin estar seguro de dónde ponerla. El cuerpo desnudo ahí expuesto como un venado recién cazado e imposibilitado de ser trofeo.

—¿No te gusta que te toquen?
—En realidad no lo sé. —Respondió sin mirarlo.
—¿Te gusto?
—¿Me lo estás preguntando por educación, por tu ego o por empatía?

Carlos se quedó mudo soltando sólo una mediocre sonrisa sarcástica. Con brusquedad quitó las cobijas poniéndose en pie para ir por un poco de agua cargando el garrafón del piso. Luna lo miraba notado a los músculos delgados y definidos de su espalda sin entender por qué le atraía tanto no habiendo sentido al sexo.

—¿Qué tanto me miras? —Estaba intimidado, apenas y en sus pómulos morenos podía notarse lo sonrojado.
—Sólo te admiro, pero creo que mirarte así, lejano, hace que me atraigas más que cuando ya eres alcanzable.

Es como una fuerza de atracción y repulsión; ahí, distante de mí por unos escasos pasos, te deseo, pero apenas los vellos de tus brazos me rozan el estómago se me revuelve y tu olor a quererme me asquea.

—Eres una perra.
—Tú me elegiste, no se te olvide eso.

Entonces, al verlo ahí de pie luego y aún disponible para ella luego de haberlo insultado, le hizo darse cuenta que podía tenerlo a sus pies incluso si en él descargaba toda la ira que sentía no solamente por Marco, sino por sí misma.

Era así como había comenzado la historia de Carlos, la historia de colores pasionales, de rojo carmín, escarlata y merlot ahogando en la sangre ardiente al recuerdo de Marco, por fin, por fin…