Mas el parque era un lugar desolado aun entre la multitud. Con la vista en una quebrantada esperanza y el nacimiento de la decepción lo buscaba sin hallarlo tan sólo en el recuerdo crispante de sus ojos enardecidos no queriendo que fuera ése el último recuerdo. Angustiada preguntaba a las sirenas astronautas dónde estaba él, pero ellas callaban, fingían demencia cepillando sus cabellos o arrullando a su estrellita amarilla.

—¿Por qué me dejan sola en esto, Manuel? ¿Qué de malo tiene él que pareciera que todo lo aleja de mí?
—Creo que lo que no quieren ellas es meterse mucho en sus albedríos, y Oswaldo —suspiró—… ¡ay!, Oswaldo tiene su temperamento y qué le podemos hacer, además, no la está pasando nada bien y malpensó todo.

En Luna se encontraba una impotencia sensación diente flojo u operación sin suturar, y dolía, dolía ese arranque que se quedaba sin combustible a mitad de algo, ¿de qué?, no lo sabía; no sabía si conocidos, desconocidos a medias, romance otoñal sabor invierno o de invierno sabor verano. Muy en el fondo, en una parte de su estómago y más allá, cerca del alma, sentía que volvería a verlo, sin embargo, no en ese día, no en ese tiempo acongojándole la enferma que le bañaría, la frustración de Marco en la regadera siendo visto por ella o por otra, esa imposibilidad de correr y querer hacerlo, lo imaginó con su libro y yendo a dar clases entre algunos crueles alumnos, pero él siempre siendo arrogante para nunca bajar la cabeza. Una mala praxis en la comunicación le había costado la lejanía, la construcción de nuevo de la barrera que con tanta delicadeza había derrocado. “Ojalá se escondan tras las nubes y tengan tantita vergüenza para no darme la cara”, pensaba mirando a las sirenas, creyéndolas negligentes.

—No tiene caso, Lunita. Piensa que lo que es para ti, será para ti aun con los desafíos o las vueltas. Consuélate en ese pensamiento de lo inminente, en el pensamiento de que lo que es tuyo, nadie te lo puede quitar y sigue.

Aterrízate un poco. A ver, dime, ¿ya te inscribiste a la universidad? No sucumbas en la ineptitud de las posibilidades, mientras esperas a ver si es o no es, si lo vuelves o no a ver, actúa para ti misma, sigue en tu camino. Oswaldo quién sabe qué hará, estoy de acuerdo que tampoco somos responsables de él, pero también, es que somos amigos, Luna. Lo apoyamos no a la fuerza, sino por amor.

—Tal vez ya no quiera apoyarlo. Tal vez ya no quiera estar aquí en un buen rato. —Respondió entristecida.

—Es a lo que me refiero, a que estás enojada con él. Es entendible, pero, Luna, ¿cuántas veces Oswaldo ha estado para ti? Quizá veía que Marco era muy grande para ti o alguien que podía reemplazarlo, a lo mejor sacó su instinto fraternal y le dieron celos, no lo sé, lo que sí sé es que Oswaldo necesita a sus amigos, y que, si a Marco de verdad le interesas, sabe dónde encontrarte.

A veces a Luna le fastidiaba que Manuel hablara con tanta razón, la hacía sentir como emberrinchada más que enamorada. Y sentirse enamorada era lo más indeseado, era como la tentación por el olor de la vainilla y la desagradable experiencia no dulce al probarla. Qué ganas tenía de no sentirse de nuevo así jamás.

—Sabes que me cuesta trabajo no hacerte caso, Manu. Realmente no tengo ánimos de estar aquí ni de estar con Oswaldo ni de estar en el café.

—¿Vamos a pagar tu inscripción o tampoco tienes ganas de ir?

—Ni siquiera tengo ganas de seguir estudiando ahí.

—Haremos algo, ¿sí? Pensemos en la magia por un momento. Ahora no somos reales, no existe el tiempo, pero existen las señales.

Luna amaba cuando hacía eso, era como despegar, volar, dejar de ser parte de lo terrestre. Cuando Manuel decía “magia”, la magia se hacía como por la palabra Dios creó todo, como por el verbo del decreto y la manifestación.

—Sorpréndeme.

—¿Dices que lee a Rinaldi?

—Es el libro con el que siempre lo he visto, ¿por?

—Vamos, vamos a la librería por uno. ¿Tienes dinero?, ¿no? No te preocupes, yo te lo invito. Se me olvidó que no has estado de estatua, ya nos urge ponernos en otros parques. A lo mejor en los semáforos también nos pueda ir bien, ¿no crees?

—No se me había ocurrido, pero deberíamos de intentarlo. Lucio y Zaragoza siempre tienen tránsito aglutinado.
Iban hacia la librería del centro, aquella con libros de segunda y olor a madera vieja, a libros viejos con páginas amarillentas parecidas al pergamino, algunos aún con sus dedicatorias en las hojas como fantasmas huérfanos ocultando historias jamás sabidas, sólo imaginadas por quienes los leían. La librería “El tiempo”, pese a su aspecto arcaico, era bien concurrida conocida también por contar con libros que ya estaban fuera de catálogo, por lo que, si Marco leía a Rinaldi, sin duda debía ir por ahí de vez en cuando.

A la entrada de la librería la campanita en la puerta anunciaba a los clientes. Luna amaba sus pasillos estrechos de libros compilados en torres de Pisa sosteniéndose por mera inercia, también amaba los relojes de cucú en las paredes y la vieja cafetera turca del señor Arturo, el dueño de la librería que parecía tener más años que cualquiera de los libros de ahí. El señor Arturo era un hombre de edad muy avanzada, usaba siempre sus chalecos de estambre verde y sus pantalones café, eso sí, nunca arrugados, y en sus años de juventud, según contaban, había sido maestro de la universidad para pedagogos del Estado. Preservaba al tiempo en los libros desde hacía más de cincuenta años, siendo El tiempo la primera librería de esa zona, claro, antes no apolillada ni con tantos libros arrumbados ni cucús en las paredes.

—¿Cuál es tu plan, Manuel?
—Tú sólo mira. Don Arturo, ¿cómo está?

Pero Arturo hizo un ademán poniendo en su oreja la mano, por lo que Manuel tuvo que repetir la pregunta casi a gritos.

—¡Bien! ¡Estoy bien, bien, bien! ¿En qué les ayudo? —Gritó también con su voz ya de años.
—Buscamos los libros de Rinaldi.
—¡Huuuuy! Ya están viejos. Allá por los de novela de los veinte debe haber unos cuantos, no todos porque un joven viene seguido por ellos.

A Luna se le crisparon los ojos mirando a Manuel sonreírle.

—¿Ese joven viene en silla de ruedas?
—¿Qué?
—Que si ese joven viene en silla de ruedas.
—¡Ah! Sí, sí, no camina.
—¿Ves, Lunita? ¡Magia!
—¿Hemorragia?
—¡No! ¡Gracias, Don Arturo!

Manuel jaló del brazo a Luna para ir a buscar, entre los tantos y tantos libros, a los libros de Rinaldi, encontrándolos entre algunos de Plath y de Carpentier.

—¿Y ahora?

De su chamarra, él sacó un lapicero.

—Ahora escríbele algo a Marco, lo que sea que quieras decirle. Él, si es para ti, lo leerá, y si otra persona lo encuentra, pues serás parte de la historia de las dedicatorias perdidas en El tiempo. Elige sólo uno de sus libros, el que sientas que es el correcto.

Puso en su mano el lapicero y se retiró para dejarla a solas en lo que pensaba qué escribirle, y eran tantas cosas empezando por un “lo siento” y seguido por la explicación, aunque las páginas no alcanzarían para tanto, por lo que tuvo que pensarlo de nuevo en su frustración nocturna, en el insomnio de la vigilia pensando en irse a Europa, imaginando que volaba dejando su silla de ruedas y a su manta roja.

No temas a la sombra que danza ni a los fantasmas que susurran fuera, porque el aire los imita con voces de trueno y las sombres son parte de la luz.
Luna.