Marco en su silencio le agradecía esa mano cercana que bien podía ser la mano de una santa dándole la bendición, pues nunca había conocido a una persona tan peculiar que siguiera hablándole aun después de su carácter que, bien sabía, era hosco.

—¿Tienes planes a futuro, Luna?

—No, no suelo hacer planes de nada. La vida está llena de imprevistos como para mortificarme planeando. ¿Y tú?

—Eres muy madura para tu edad, ahora ya te creo que tengas más de dieciocho. Yo —suspiró—… yo no sé, tengo ganas de irme a Irlanda y olvidarme de esta ciudad y de estas caras, bueno, de la tuya tal vez no, pero me gustaría viajar muy lejos, como cuando andaba en moto.

—¿Por qué no te has ido?

—Tengo cosas que hacer aquí. Soy maestro y no dejaría a mis alumnos varados.

Luna pareció muy sorprendida exasperando los ojos.

—¿Maestro de qué?

—De artes marciales. Enseño pateo.

—Sí, me imaginé al verte el chamorro.

—Soy maestro de cosas aburridas… pero amo a mis alumnos, aunque ellos a mí no. Al menos no se burlan de mí como yo sí de sus calificaciones.

—No te puedo imaginar de maestro, eres más como un señor Scrooge.

—Y tú una señorita Havisham.

—Eso no tiene sentido.

—Ni lo de Scrooge, no es Navidad.

Y cierto era que a Luna le carcomían varias dudas que se mantenían en la punta de su lengua muchas veces indiscreta, mas, en ese día deseaba no cometer idioteces, no errar con la fragilidad de Marco que ya mucha coraza tenía.

Caminaban sin rumbo ni prisas con el majestuoso sentimiento de ser tan libres del tiempo, tan sin responsabilidades pese a tenerlas. Él iba sin comprender mucho el por qué una niña estaba empecinada con acompañarlo, con sacarle plática, porque la veía asimilando bien que aquella maleducada era bella, que en esa vulgaridad de cabrona más que de femme fatale nadaban pizcas de colores azules y de poemas que podría escribirle con facilidad en una noche en vela, mas no lo haría o los mantendría en secreto hasta cerciorarse de su verdadera edad e intenciones.

Era tal vez tendencia suicida ir por aquello que la mataría o la simple terquedad o la fatídica ignorancia, Luna testaruda más que soñadora.

—¿Tomas café?

Ella se sonrió al verlo todavía dudando de su edad.

—Y vino y cerveza y tequila, pero si quieres café, vamos por uno.

—Eres muy altanera, ¿lo sabías?

—No, no lo soy. Tú sugeriste café, tú me preguntaste y yo te respondí. Lo que pasa es que no sé a cuál tipo de mujeres estás acostumbrado, pero de seguro a las que te admiran mientras les das clases de… ¿matemáticas? Tienes el tipo de quien da clases de matemáticas: tu semblante, tu apatía, tu camisa.

Él se reía sin responderle nada al respecto, tan solo pensaba desde cuándo no lo hacían reír así. Era toda una incógnita porque era ya no una mujer maleducada con intento de femme fatale, sino una niña en el cuerpo de una seudo mujer al perecer mucho más joven o una seudo mujer atrapada en el infantilismo de una casi femme fatale. No lo entendía.

—Acéptame un café, quiero platicar más contigo.

—Lo acepto. ¿Hacia dónde?

—Hay un café que me encanta, pero está cerca de la facultad y no quiero que piensen que me ando robando a una escuincla, mejor vamos a otro que vi hace unos días.

—Te sigo. ¿Entonces, de qué das clases?

—No importa, no quiero platicar de cosas del trabajo contigo. Me empiezas a agradar para platicar de irrelevancias, no sé si me entiendas. Es hablar con un desconocido siendo tú y nada más, no hay disfraces, hipocresías, no tengo que fingir ser quien no soy. Me da más confianza contarte a ti sobre mi vida que a un conocido, y es lo que pasa con los psicólogos, a veces es más fácil hablarle de tus desastres a un extraño porque no temes perderlo por prejuicio.

—¿Y qué pasará cuando yo deje de ser una desconocida? ¿Me desecharás?

—No, no te daré el tiempo para conocernos más. Siempre seremos menos conocidos que amigos, no pienso traspasar la barrera que me ha hecho clavarte la atención.