Las sirenas no podían intervenir en el albedrío de los hombres. Aquellos seres etéreos navegantes de las estrellas miraban entristecidas lo que sucedía con Oswaldo y también sentían la impotencia de Luna y el roto corazón de los vestigios fantasmagóricos de Teté. Ellas sabían todo, mas no intervenían en el mapa del albedrío por cuestiones karmáticas, solo admiraban a los hombres como los hombres admiran a la luna.

Luna se sentía aterrada, confundida y, a lo mejor, decepcionada. Tenía tantos sentimientos encontrados que le resultaba complejo entender por qué sentía lo que sentía, por qué tanto caos por Oswaldo y sus decisiones, «si se la quiere coger, pues que lo haga. No es mi problema, yo ni conocí a Teté. Yo qué sé de amor, de lo que dice Manu, de lo que hace Oswaldo. Yo qué voy a entender por qué las personas, en su mayoría, dicen, hacen y piensan cosas distintas». Y escuchaba a Manuel hablando con Valeriano sobre el viernes, «sí, la conocí en la barra del ‹Alebrije›. No es muy guapa, pero estaba sola como yo».

—¿Por qué te acostaste con ella? —cuestionó sin razonamiento.

—Sigues pensando mucho, ¿eh? Es fácil, Lunita, porque pudimos y quisimos. Es una cuestión de necesidad física. ¿Desde cuándo no te acuestas con alguien?

—No sé, no llevo una cuenta.

—Eso suena a que estás empolvada —prosiguió Laura con ese tono apático igual que su caminar.

—No seas tonta, Lau. Sí he estado con alguien en estos meses, no sé… unos… no sé, como dos meses. Pero yo no puedo hacer lo que Manu o lo que Oswaldo. Mínimo debe gustarme físicamente, ¿cómo pueden hacerlo así?

—Es un don. Y muy inútil, por cierto.

En tanto caminaban hacia el parque por las calles vacías, la mente no se silenciaba pensando en Teté. Aunque no la había conocido, tantas palabras expresadas de los demás creaban una imagen casi tangible de aquel amor hecho mujer, de esa mujer casi Atenea que, entre las muchas ideas poco coherentes de esa noche, de forma inconcebible se había entregado a Oswaldo. Se preguntaba qué sentiría si supiera lo de María, cómo el amor duraba más que los años y menos que la eternidad si la gente dice «siento que vas muy rápido» y alguien responde «yo siento que no hay mucho tiempo», ¿cuáles eran las perspectivas de los amantes?, ¿cómo podrían ponerse en sincronía?, ¿cuál era el color del amor, de los días, del tiempo y de la muerte? Eran esos sus enormes temores desde la vez que había visto a su tío con otra mujer en el supermercado, con otra mujer embarazada mientras que su esposa luchaba con tratamientos hormonales, rezos, rituales y sufrimientos para poder concebir; desde ese momento supo que el ego era el padre de los tormentos. Entendía que sin el desprendimiento del ego seguiría el hombre siendo hombre en la Tierra sin liberarse de sí mismo vida tras vida, reencarnación tras reencarnación, incluso muriendo varias veces en un solo día, afligiéndose al imaginarse cuántas vidas ya habría tenido fracasando en todas con el hastío ya en su carne y en sus huesos, deseando no volver a reencarnar para no mirarse al espejo sin reconocerse absuelta de la memoria y sin saber, además, en qué habría fallado para no volver a hacerlo, para pagar karmas y volar, volar junto a las sirenas donde su estrellita amarilla ya la estaría esperando.

—Oye, ¿no es ése el que te gusta?

Sus pensamientos se desviaron al escuchar la voz de Laura dirigiéndola hacia él. Cerca de la una de la mañana, el sujeto en silla de ruedas comía una hamburguesa acompañado de su frazada roja y con una nueva enfermera cuidándolo desde una de las bancas.

—Qué hermosa es…

—Cállate, Vale. Lo es —la miró aceptando su belleza pensándola todo el tiempo, todo el día con él—… ni siquiera la mira, ¿qué me espera a mí?

—Averígualo.

Manuel la empujó haciéndola caminar con inseguridad. La noche ya había sido lo suficiente rara como para terminarla con broche de oro, con el tipo cereza de pastel en un día de no cumpleaños sabor Navidad. Escuchaba a las sirenas susurrándose en Rhümé cosas que ignoraba, su único foco de atención era el sujeto cabizbajo e indiferente comiendo una hamburguesa sin percatarse de su entorno. Iba con la mente en blanco, no tenía previsto un saludo y tampoco las palabras exactas de una causalidad roja.

La hamburguesa jugosa le escurría por las ranuras de sus finos labios poco importándole limpiarlos, era ese mismo cinismo parecido al del primer día el que guiaba a Luna con pasos tambaleantes hasta llegar a él.

—¿Y tu otra enfermera?

El bocado del tipo quedó a medio terminar al casi atragantarse escuchándola habiendo un segundo congelado en el aire hasta alzar la vista y mirarla.

—¿Qué haces aquí? —escupió sin querer unos pedazos dada la sorpresa.

—No como hamburguesa. Vengo casi todas las noches después del bar.

—Jum, ¿alcohólica?

—¿Paralítico?

Ni una sonrisa lograba sacarle.

—Se hartó de mí como casi todos.

—¿Tu enfermera anterior?

Él asintió tragando otro bocado.

—Ella es bonita, ¿no?

—Sí… ¿te la presento?

—No me dan celos. A lo mejor si caminaras me darían un poco.

Él dejó de mascar súbitamente esbozando lo que podría parecer una tenue sonrisa.

—¿Celos? No creo que alguien como tú pudiera tener celos de nadie… ni de las estrellas —y dio otra mordida—. ¿Quieres una hamburguesa?

—No —acercándose a él, con suma delicadeza le acomodó la frazada en las piernas asegurándose que esa vez ya no tuviera frío—. Debo ir con mis amigos, pero ya sabes dónde estoy.

Las manos de él tomaron las de ella aún sosteniendo la frazada roja.

—Gracias.

Luna, sonriéndole, se marchó para que cenara tranquilo sin uno dejando de perderse en los ojos del otro.

«No tengas tanto miedo, Lunita. Lo que es para ti, va a ser para ti toda tu vida, de eso se trata la eternidad. Incluso si se separan y viven la noche oscura del alma, tu llama es tuya, de nadie más», decían las sirenas aplaudiéndole la hazaña.

Los demás la esperaban en el mirador, donde María y Oswaldo habían dejado de importar siendo ellos, como siempre, ellos y nada más en la madrugada de sirenas astronautas y estrellas.

—¿Te dio el nombre de su enfermera?

—Ya cállate, Manuel —dijo sonriente.

—Mira, ya hasta te ves distinta. Nada más lo viste y ¡pum!, se te desapareció el malgenio. Eso, Lunita, eso es la magia.

 

(CONTINUARÁ)

 

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