Parte IV

Luna comenzaba a prepararse para trabajar, era poco más temprano que lo habitual y el frío no menos fuerte. Desde su tarima miraba al tipo en silla de ruedas, yacía en el mismo lugar con el mismo libro con la misma enfermera malencarada y con la misma manta en sus piernas, una vez más permanecía sumergido en su lectura sin darle importancia a la mimo de la esquina. No sabía si ir y disculparse, lo meditaba en tanto acomodaba su disfraz intentando entrar en el personaje.

Era habitual que la muchedumbre se quedara mirándola largas horas, ya estaba acostumbrada a eso y a no inmutarse, pese a que las personas aglomeradas le causaban conflictos, mas, dentro de su papel, se sentía libre para hacer y deshacer sin miedo. Llegaba la señora con el abrigo verde limón, casi siempre que iba, su carcajada por las ocurrencias de Luna resonaba en todo el parque incomodando a muchos, Luna la veía pensando «así será Valeria»; después aparecían los niños que venían del restaurante cerca de la parroquia. Los detestaba, no solamente a ellos sino a cualquier niño, por eso había decidido ser una mimo y no una payasa, creía que eso le daba cierta seriedad entre sus ropas negras pudiendo asustarlos para evitar que se le acercaran, pero no era verdad, los niños amaban a la mimo con semblante en decadencia, era, de hecho, la estatua más llamativa del parque para los pequeños. Algunos eran divertidos, risueños, amables, pero ese par, los niños que siempre pasaban después de haber ido al restaurante, eran detestables. Uno quería jalarle la falda para que el otro mirara por debajo, su mamá, que usualmente atendía más a su teléfono que a sus malcriados, solo los veía haciéndoles un ademán como de «sí, sí, cálmense», pero no le hacían caso. Eso era lo que casi siempre sucedía y Luna poco podía hacer ya que, salirse de su personaje entre el tumulto, no era remunerable. Todas eran caras conocidas, excepto el sujeto con chaqueta gris que se postró con mirada de loco a aplaudir; su sonrisa perturbaba, su mirada también.

Luna siguió una hora y luego dos, las personas como la señora del abrigo verde y los niños maleducados se fueron viniendo otras nuevas caras, salvo el tipo de la chaqueta gris, quien estaba casi en la misma postura que cuando había llegado, cosa que a Luna empezaba a serle preocupante. Estaba incómoda y nerviosa, más aún porque sabía que Oswaldo todavía no había llegado para cuidarla; sus movimientos como estatua eran trémulos, no tenia paz viendo a esos ojos desorbitados acompañados por una pervertida sonrisa frente a ella. Tenía la esperanza de que se cansara y se fuera, pero los minutos transcurrían sin que el hombre se marchara; las personas poco a poco se dispersaban, se iban luego de arrojarle una o dos monedas en su cesto que estaba casi lleno. Luna rogaba en su mente «quédense», sin embargo, era aun pensamiento inútil, todos se marcharon excepto el de chaqueta gris, quien ávido tomó a la canastita jugando a querérsela robar; después de que Luna se espantara, el tipo la dejó de nuevo en su lugar. El miedo la tenía petrificada, pero agarrando el valor necesario lo empujó.

—¡Lárgate de aquí, pervertido!

El tipo, con mirada colérica, le regresó a Luna un empujón que la tumbó al suelo, «eres una payasa, tienes que divertirme», le dijo. Parecía un demente arremetiendo contra ella, las demás personas pasaban mirando la escena como un espectáculo más, nadie quería meterse a defenderla, nadie quería detener al hombre que seguía burlándose de Luna con mofas cada vez más agresivas, hasta quererle tocar las piernas.

Para el chico en silla de ruedas, ver la podredumbre de las personas era normal, solía no meterse ni cuando asaltaron la tienda en la que estaba comprando ni cuando el novio celoso le soltó una cachetada a la chica del pan. Prefería siempre ser un observador, además, pensaba «¿qué puede hacer un güey en sillas de ruedas?, ¿ayudar y salir corriendo?, ¿ayudar y meterle turbo a las ruedas que tengo por piernas? ¡Nah!, ahí que se destruyan» o «eso le pasa por tonta. Debería conseguirse a un cabrón menos cabrón. ¿Quién la manda? Al rato uno la defiende y ahí regresan, no es capaz de dejarlo. Me dan asco». Pero mirando a Luna petrificada siendo atacada a manotazos e insultos le inquietaba, no era correcto meterse, no obstante, «es demasiado ridícula para defenderse». Luego de ese pensamiento tomó las ruedas de su silla girándolas lo más rápido que podía hasta llegar a pegar en el tobillo del sujeto.

—Óyeme, cabrón, ¡déjala!

El hombre solo lo miró riéndose.

—¿En serio? No seas ridículo.

Y el ridículo en silla de ruedas no lo pensó más de dos veces para aventarse como perro hacia él logrando tirarlo, quedando con las piernas en el suelo y con los puños en la cara del de chaqueta gris. Luna los miraba estupefacta, era una escena circense, pero, en medio de ese absurdo espectáculo, cuando el sujeto le propinó un puñetazo al chico, ella no lo soportó más. A como pudo tomó de los cabellos al pervertido arrastrándolo hasta la tarimita, de donde Luna agarró su bolsa sacando a duras penas una pequeña navaja que siempre traía consigo, por si acaso, misma que le había regalado Oswaldo después de contarle la historia de cómo lo intentaron asaltar. El tipo juraba que Luna lo acuchillaría, ahora era ella quien traía cara de loca.

—Jugándole a don vergas, ¡eh! —y empuñaba la navaja con fuerza—, te vuelves a acercar a mí o a él y aquí te hago carnitas para los perros.

La policía por fin se vislumbraba, ahí iba el gordito que ni podía correr sujetando una macana viendo a Luna como si fuera la del problema. «Esos pinches disque artistas callejeros, siempre dando lata», decía uno a su compañero.

—A ver, a ver, ¿qué pasa aquí? ¿De quién es la navaja?

—No, no, a mí no me vengan con sus chingaderas. Estuve desde hace rato siendo agredida por este pendejo y ustedes ahí, nada más viendo mientras el gordo éste tragaba una torta.

—Mire, señorita, lo que acaba de hacer es insultar a la autoridad.

—¡Autoridad mis huevos! —gritó el chico retraído aún tirado sin poder alcanzar su silla de ruedas.

Luna se aproximó a ayudarlo. Con dificultad lo sostenía intentando subirlo de nuevo a la silla y cayéndosele al piso otra vez.

—Si no me van a ayudar, mejor váyanse.

En tanto eran peras o manzanas, el hombre de chaqueta gris se largó del lugar mientras que Luna y el chico paralítico parecían ser los culpables gracias a los corruptos policías que no hacían nada por ayudarlos, solo se reían mirándolos.

—Ya vámonos, compa —decía uno al que parecía más agresivo—. Tengo un chingo de hambre y ya se fue el otro güey.

El otro policía asintió con la cabeza sin despegarle la mirada a Luna y advirtiéndole «una más y te llevo a los separos». Los policías se marcharon entre carcajadas y eructos luego de la torta dejándolos sin ayudarles.

—Oye, ¿estás bien? —preguntó Luna al chico cuando al fin pudo subirlo a su silla.

—Sí. No me ayudes, soy yo quien te tenía que ayudar.

—¿Otra vez tu auto conmiseración? Deja que te ponga la manta. Oye, quiero disculparme contigo por lo que pasó.

—¿Esto? No, no fue tu culpa —respondió tratando de mostrar indiferencia mientras se acomodaba su cobija en las piernas.

—No, me refiero a lo del otro día.

—Ah —dijo con indiferencia y tomando las ruedas de su silla se fue a su lugar de siempre.
Luna lo miraba desconcertada, no entendía del todo qué había pasado, cómo es que la había defendido y por qué ahora la evitaba.

 

 

(CONTINUARÁ)

 

 

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