Haciendo a un lado a la pregunta de Luna, Oswaldo se levantó dirigiéndose a Manuel para irse a la exposición, a esa exposición repleta de pinturas de elefantes multicolor y de amigos, conocidos y familiares de la mamá de Valeria. Era sorprendente ver que había gente, más aún, notar que, al parecer, disfrutaban de las espantosas obras. En Oswaldo se notaba la incomodidad más el recelo de ver a esa galería tan llena de basura y de canapés, no era en sí comida, como Valeria les había gritoneado, de todos modos, eran deliciosos. Manuel tomaba dos en cada mano más el que todavía mascaba haciendo un sonido parecido al balbuceo de un «están muy buenos» interrumpido por el «¿el vino es gratis?».

—¿Dónde está Valeriano? —Oswaldo lo buscaba entre las personas hasta por fin divisar su larga cabellera despeinada en un rincón de la galería.

Teniendo que atravesar a todas las pinturas maníacas entre las personas fufurufas que lo miraban despectivas, llegó a él entregándole con disimulo un billete arrugado.

—Ten… tráeme una botella sin que te vean.

—¿De qué? —preguntó confundido aceptando el billete y vigilando que nadie lo viera.

—De lo que haya: vino, ron, coñac, lo que sea.

—¿Dónde te veo?

—Saldré al mirador. Me estoy mareando aquí adentro.

—¿Comiste algo?

Oswaldo llevó las manos a las bolsas de su saco haciéndole notar que estaban llenas. Valeriano le dio unas palmadas asintiendo y acto seguido se inmiscuyó entre la muchedumbre. Oswaldo pudo sentir la presencia de Valeria, tratando, claro, de ignorarla, sin embargo, la voz burlona no se hizo esperar, «ya comiste, ¿eh?», él solo echó los ojos hacia atrás siguiendo su camino.

—Ya quiero irme, ¿se quedan aquí?

—Yo sí, voy a estar con Valeriano.

—¿Y tú, Luna?

—¿Vas a tu casa?

Él respondió alzándose de hombros mientras que miraba a Valeriano acercándose con algo bajo su saco: «vamos al mirador». Manuel olvidó la idea de irse a casa al ver una botella de vino blanco espumoso.

La noche estaba fresca y el parque solitario iluminado por una tenue luz casi sepia que salía de unas cuantas luminarias encendidas. Se fueron a sentar al mirador, el cielo de esa madrugada estaba tan profundo como los mudos pensamientos de Oswaldo, callado, cielo plagado de mil y un ideas lumínicas que, al verlo, les recordaba que la magia no era tan suya, y ese cielo era la evidencia de la superioridad. Estuvieron en silencio un rato simplemente mirando su entorno, así entendían lo diminutos que eran, la microscópica parte de un infinito y que sus mil y un conocimientos jamás bastarían para concretar un conocimiento perfecto. Por encima de las nubes, bajo la débil luna, las sirenas astronautas cepillaban sus cabellos mirándolos estar tan pensativos, casi etéreos.

Sentados en la orilla del mirador admiraban por debajo de sus cabezas cómo la ciudad dormida parecía un mar de luz, un mar quieto, y a lo lejos se escuchaba el murmullo de una ambulancia, el ladrido en eco de algún perro, la noche…

—Tanto tiempo… tanto tiempo sin estar así de solos. Creo que la última vez que estuvimos así fue en… —hizo una pausa para asegurar lo que diría y al mismo tiempo Manuel y él supieron cuándo fue — en el velorio.

—Teté, ella era realmente bella. Cómo me gustaban sus pies, pies alados, parecía volar cada vez que bailaba —dijo Manuel viendo hacia el cielo.

—Desde ella no ha habido nadie más.

Sus ojos tan oscuros, al recordar, se llenaban de un triste brillo, de lágrimas que al final se ocultaban tras la retina acumuladora de tantas y tantas lágrimas. En años jamás habían visto a Oswaldo llorar, comentaban que la última vez que lo hizo había sido cuando se le dio la noticia, la noticia sin adjetivo, solo esa noticia, tampoco lo vieron llorar frente a la caja de Pandora en donde pálida yacía como en un ensueño ella, su cuerpo, sus pies. Todos estaban seguros de que Teté era el dolor más bello, auténtico venustez pandemónium porque ni aun en post mortem había perdido su singular belleza.

—¿Cuánto tiempo ha pasado desde aquella vez?

—Dos años, solo dos años que se me han pasado eternos… y lloro por la noche, donde estoy solo. No le lloro a su partida, la muerte es algo que a todos nos toca, lloro porque se fue mucho antes que yo, porque no pensé despedirme tan pronto. Era chica, más que yo, entonces tenía que haber sido al revés porque partió antes de que siquiera pudiera haberla tenido. Se fue ignorando lo que yo sentía, aunque estoy seguro de habérselo demostrado. Me quedé con el «te amo» en la boca. Y tengo aquí, aquí bien grabada su voz ¿Saben?, su voz a veces me habla en sueños, puedo escucharla que me dice «te quiero», como cuando despertábamos juntos, yo acariciando su cabello y ella recargada en mí, pero es injusto pensar en lo que ya no es, es una tortura, una traición para la sensatez, nos volvemos esclavos del pasado, y no es que no me guste mi presente, he sido muy dichoso muchas veces incluso después de que ella muriera, es que… —y el llanto finalmente brotó.

Escucharlo hablar así les desgarraba, se resistían a llorar frente a él, era ese tipo de dolores que hacen querer reventar por dentro, querer gritar, desaparecer, morir. No estaban acostumbrados a toparse con ese lado de Oswaldo que para muchos era un mito. En tanto tiempo con él pocas veces habían podido tener una conversación así. Desde esa noche no recordarían haber tenido otra plática igual, eso había quedado entre ellos y de vez en cuando, al ir a visitar la tumba de Teté, veían sobre ésta a un ramo humilde de flores.

 

 

 

PARTE III

—Hay un ave, hay un ave que grazna frente a mí comiendo el maíz y el arroz que las personas arrojan. Las personas son fantasmas en medio de ese parque que miro día tras días; ellas no existen para mí, están allá afuera y sé que hablan, sé que me miran, saben que las veo, pero ni existen, tan solo arrojan maíz como a mí me avientan monedas en mi cesto y, a veces, llego a ser también tan invisible como ellas para mí, que han peleado, se han gritando delante mío como si yo en verdad fuera un ser inanimado. Ahí las palomas caminan, y en medio de esas palomas, de esa ave y de esa gente veo a unos ojos marrones inmersos en una página de algún libro que parece maltratado, ya muy viejo. Esos ojos llevan días llegando sin mirarme, pertenecen a una cara, la única cara que me llama como imán; la cara de nariz grande, la cara de labios delgados, la cara que tiene a esos ojos almendrados y marrones que miran las páginas de un libro… y esas piernas, postradas en una silla, no corren hacia mí. Llevo días viéndolo sin que me mire, es tan hermoso… Permanece sumergido en lo que lee, yo quisiera acercarme, quitar la manta que cubre sus piernas y sentarme ahí, con él en su silla leyendo lo que lee. No sé quién es, pero uno sabe, lo siente y entiende cuando una llama ha encontrado a otra llama. No me percibe, soy solo una estatua que da diversión a la gente, soy como esas palomas, y él, el que no tiene nombre ni apellido, es tan lejano. ¿Cómo te llamas? ¿Miguel o Marco? ¿Qué te pasó en las piernas o en la cadera? ¿Por qué usas silla de ruedas? ¿Cuál libro lees? ¿Por qué no te acercas? Quítate los anteojos y mírame; ¿quién eres? me pregunto mientras sigo aquí, cobarde y distante sin poder avanzar hacia ti.

Luna lo observaba como si de un ritual se tratase. Día tras días ese joven era llevado por una enfermera, quien lo dejaba un rato a solas en medio de las palomas, pasando inadvertido a la estatua viviente, así como a todo lo demás. Existía cierto encanto en él para Luna, no sabía si era ver un rostro tan bello postrado en una silla o la idealización de un sujeto misterioso en un lugar sin privacidad, sea cual fuera el caso, tenía meses llamando su atención sin que él siquiera le dirigiera la mirada. Después de permanecer un muy buen rato ahí, la enfermera llegaba, le cubría bien las piernas y se iban. Pero ese día estaba anocheciendo y la enfermera no aparecía, el joven se notaba incómodo, tal vez quería ir al baño o tenía frío. Volteaba de un lado a otro, estiraba el cuello lo más que podía hasta desistir habiendo cerrado de golpe su libro y, con el ímpetu al momento de cerrarlo, la frazada roja resbaló cayendo lejos de su alcance. El sereno caía sobre sus piernas descubiertas, la mezclilla se vislumbraba delgada y parecía que a nadie más le importaba eso, solo a Luna con mirada impotente porque estaba recibiendo mucho dinero, y las estatuas vivientes, si se mueven, pierden su encanto. No importándole no recibir dinero, sin pensarlo tanto bajó de un brinco de su pequeña tarima yendo hacia él.

En sus pies estaba la manta, la recogió estirando el brazo para entregársela sin decirse palabra alguna; el joven permanecía quieto, serio, incluso con el ceño fruncido tras sus lentes causando en ella mucho nerviosismo.

—¿Crees que necesito la ayuda de una —la miró de arriba abajo despectivo—… ¿Qué eres, mimo o payasa? Bueno, supongo que mimo porque estás muda, ¿no? ¿No tienes lengua? Pregunté que si crees que necesito tu ayuda.

El momento se hizo prolongado sin obtener respuesta alguna. Luna estaba muriendo de nervios y ansia, su mano temblorosa aún extendida con la frazada lo hacía notorio causando en ese individuo cierto placer.

—Inválido y engreído… qué estúpida combinación. —Y arrojó la manta al suelo, más lejos de él yéndose de manera altanera.

El tipo quedó mudo tragando grueso, sabía que no podía alcanzar su cobija, moría de frío y la enfermera, por lo que pensaba, acababa de cobrarse todas las que le había hecho dejándolo solo y humillado. Observaba a Luna sentada en su tarima fumando, una prepotente chica con la pintura escurriéndosele de la cara a causa de la brisa se le hacía bastante irónico, tan irónico como un pobre diablo engreído en silla de ruedas.

Luna cruzaba las piernas, luego de un rato se paró comenzando a bailar, a bailar moviendo las piernas, bailaba mientras fumaba y daba saltos, él solo la contemplaba con una mueca discreta en sus labios. «Qué hija de puta», pensaba.

—¿Qué haces? —preguntó extrañado Oswaldo al verla en esa efusividad.

—¿Ya son las nueve? Perdón, perdí el tiempo.

—¿Lograste sacar dinero?

—No mucho, pero sí para un vino. ¿Y tú?

—Sí, saqué suficiente. Si no tienes dinero yo te invito. Te tardaste mucho, nos empezamos a preocupar, yo me quité a las ocho por la brisa, ¿qué estabas haciendo?

—Nada, Oswaldo. Vámonos.

Tomaron del piso la cesta con algunas monedas y a la tarimita para agarrar camino hacia «La negra», donde ya los gemelos, Laura y Manuel les aguardaban, mas, sus pasos fueron interrumpidos por una voz fúrica gritando.

—¡Oye! ¿A dónde vas? ¡¿No vas a ayudarme?!

El joven en silla de ruedas estaba tiritando, sin embargo, ese tono engreído tan molesto para Luna permanecía.

—Preguntaste si creía que necesitabas mi ayuda, y ¿sabes?, creo que no. No la necesitas.

Tomó a Oswaldo del brazo para que siguieran avanzando, pero él, al notar la escena, se detuvo para ir a recoger la manta dándosela al tipo engreído con un «por Dios, Luna…».

—Gracias, hermano —le dijo humildemente pudiendo por fin taparse.

 

 

(CONTINUARÁ)

 

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