Toda época tiene sus usos, costumbres y creencias. Eso que denominamos ‘cultura’ siempre ha tenido una enorme influencia en nuestra psicología y, por lo tanto, en nuestra conducta. Los guardianes de la cultura siempre han sido personas influyentes, con poder de persuasión y con visión para encontrar los mecanismos y las herramientas más eficientes para imponer su volutad. Algunos de ellos han sido buenos hombres; sus causas han sido justas. Otros, no obstante, no han sido más que embaucadores egoístas, cuya finalidad ha estribado únicamente en satisfacer su necesidad de poder. La era digital ha contribuído a que estos charlatanes tengan a su disposición herramientas y métodos más refinados para conseguir sus siniestros fines. También cuentan con poderosos aliados que los remuneran más allá de lo que uno podría imaginar. «Viene una tormenta.» ¿Acaso no ha llegado ya?

“Antes, si uno quería saber qué libro sería bueno leer, recurría a las columnas del The New Yorker. En el presente, una recomendación de Oprah es la mejor forma de predecir qué libro se convertirá en un best seller”, argumenta el premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa en su obra La Civilización del Espectáculo. El escritor peruano sostiene que, en la actualidad, la opinión de las celebridades tiene mucho más peso que la de los expertos, lo cual ha contribuido a la degradación de nuestra cultura. En un mundo donde existe una obsesión desmesurada por el entretenimiento, es normal que Kim Kardashian esté en boca de todos, y que quienes crearon las vacunas contra la COVID-19 pasen desapercibidos. “La gente quiere leer un periódico para entretenerse, no para quebrarse la cabeza con temas de un mundo complejo del que cada vez se sienten menos parte”, sentencia con dureza el literato. Lo mismo aplica para el uso Internet.

El poder de los ‘influencers’, la desconfianza hacia los expertos y la guerra contra la ciencia y el conocimiento establecido son tendencias que no podemos ignorar, pues tienen un peso enorme en nuestra vida cotidiana. El Foro Económico Mundial advirtió hace algunos años que uno de los problemas más grandes del siglo XXI sería la desinformación, pues esta repercute en cómo formamos creencias y tomamos decisiones, tanto a nivel personal como social. El auge de los charlatanes digitales y la proliferación de desinformación tienen una estrecha relación; hay una especie de simbiosis entre ellos. Es difícil entender un fenómeno sin el otro. La popularidad se puede alcanzar de muchas formas, pero la desinformación siempre viaja a través de lo popular.

Albert László-Barabási, físico experto en ciencia de redes, ha descubierto que la relación entre calidad y popularidad es débil. En otras palabras, muchos de los productos más populares no necesariamente son los de mejor desempeño. Igualmente, los individuos más influyentes no tienden a ser los más competentes. Hace pocas semanas, el reconocido psicólogo organizacional Adam Grant compartió un estudio donde se encontró que el simple acto de hablar más durante una reunión de trabajo hace que la gente parezca más hábil y sabia. Entonces, ¿qué explica mejor la popularidad? Las redes de contacto y conexiones de las personas, argumenta László-Barabási. Y es gracias a las plataformas digitales actuales que muchos individuos han encontrado la manera de crear y explotar dichas conexiones, convirtiéndose así en ‘influencers’.

Existen ‘influencers’ en prácticamente todos los temas de actualidad y estos no van a desaparecer. Los expertos en tendencias digitales incluso predicen que las cantidades invertidas en ‘influencer marketing’ por parte de las empresas no hará más que incrementar en los próximos años. Estos seguirán teniendo un impacto significativo en los usuarios de medios sociales. Como mercadólogo, siempre digo que no debemos pelearnos con las tendencias, sino comprenderlas y aprovecharlas. Digamos que las tendencias pueden ser una especie de herramienta, siempre y cuando contemos con las estrategias y los recursos necesarios.

El problema es cuando un ‘influencer’ se convierte en un verdadero charlatán digital. Para mí, existen 2 principales tipos de charlatán: el que no sabe que no sabe, y el que con toda alevosía y ventaja decide manipular a otros, normalmente con el único objetivo de llenar sus bolsillos. Ambos causan el mismo daño, sin importar sus motivos. Sin embargo, creo que el primero estaría más dispuesto a rectificar sobre sus creencias y posturas; incluso podría colaborar con verdaderos expertos para contribuir a la difusión de información oportuna y veraz, que sea de utilidad para sus seguidores.

Dentro de todos los fenómenos sociales, siempre hay varios responsables e involucrados. A estas alturas, me queda claro que el estado mexicano no tiene el más mínimo interés de velar por sus ciudadanos. La COFEPRIS no ha hecho un esfuerzo significativo para proteger a los mexicanos de los miles de productos milagro que existen en el mercado y que no aportan ningún beneficio; incluso muchos de ellos tienen efectos adversos. Otros órganos y otras instituciones reguladoras prefieren hacerse de la vista gorda acerca de las malas prácticas que existen alrededor de la salud y el bienestar, por mencionar un rubro. Las plataformas digitales tampoco se han preocupado por combatir la desinformación, pues al final, lo único que es de su interés es generar ganancias, incrementar el número de personas que realizan transacciones dentro de ellas y que la gente las utilice una mayor cantidad de tiempo al día. Quedan, en relativa soledad, 2 grupos: los consumidores y los interesados en promoción de la salud y consumo responsable.

El nivel de analfabetismo científico en un país como México es preocupante. Es fácil trasladar toda la responsabilidad hacia quienes consumen, pero esto sería un error. Es complicado ir contra nuestra naturaleza; ella hace que confiemos más en alguien cercano que en un experto, que rechacemos estudios que van en contra de nuestras creencias previas y que seamos susceptibles a todo tipo de persuasión, propaganda, y muchas otras técnicas que las grandes corporaciones conocen bien, desde hace décadas. No obstante, como consumidor, propongo algunas cosas que están al alcance de todos:

  • Respetemos las profesiones y démosle el beneficio de la duda a los expertos. Sí, ellos también se equivocan, pero es menos probable que lo hagan en comparación con ‘influencers’ o ‘coaches’ de esto y lo otro. Que alguien tenga ciertas credenciales y títulos académicos tampoco lo vuelve inmune contra el error humano, pero por lo general ha pasado por un proceso de certificación con cierto rigor y que está avalado por otros expertos en el campo.
  • Seamos más escépticos. Los testimonios personales no cuentan como evidencia científica. Cuando alguien diga “a mí me funcionó esto; deberías probarlo”, duda. Sí, la ciencia no tiene todas las respuestas, pero cuenta con el método más eficiente para generar conocimiento hoy en día. Cuando alguien afirme algo (aunque sea un experto), pídele su fuente. Las fuentes, de preferencia, deberían referirnos a algún estudio científico; y es mejor si este ha sido publicado por una institución de prestigio.
  • Hagamos un esfuerzo mayor para informarnos. Recurramos a diversas fuentes de información, comparando y contrastando puntos de vista y argumentos, sobretodo cuando se trata de asuntos importantes, como la salud. Como si fuésemos un periodista, después de hacer nuestra propia investigación, consultemos y entrevistemos a expertos (con títulos y grados académicos, no ‘influencers’ y/o ‘coaches’). Hoy en día, nunca se puede tener suficiente información sobre algo, pero sí podemos recopilar lo justo para elaborar un juicio basado en evidencia.

Dashun Wang, en su más reciente libro, La Ciencia de la Ciencia, aporta datos sobre la creciente investigación científica que existe. Según este científico, en los últimos años se han generado la mitad de todos los estudios científicos que han sido publicados en toda la historia de la humanidad. Sin embargo, hay una enorme brecha entre la publicación de estos estudios y su divulgación. Aunado a esto, muchos medios de comunicación tradicionales, en su afán de generar clics, sacan de contexto los resultados de muchas de las investigaciones. Para empeorar las cosas, muchos de los descubrimientos de los estudios no se han podido replicar, lo que pone en duda su rigor y metodología; otros, liderados por investigadores que desean encontrar cosas donde no las hay, se basan en correlaciones espurias para hacer ciertas inferencias y afirmaciones. Todo esto, de alguna manera, contribuye al grave problema de desinformación. Y es ahí donde el charlatán que no sabe que no sabe, comparte lo primero que encuentra, según se ajuste a sus preferencias y creencias previas; el charlatán ventajoso hace de las suyas para recoger los pedazos de información que facilitarán su próximo acto de persuasión. Comienza el ciclo de desinformación.

Parece que solo queda resignarse, ¿cierto? No lo creo. Una vez que entendemos cómo se crean las tendencias, cómo se disemina la información y quiénes son los que tienen mayores niveles de influencia, podemos hacer algo al respeto. La única forma de cambiar un sistema es comprender las relaciones de causa y efecto dentro de él. Los interesados en divulgación científica, promoción de la salud, consumo sustentable y sostenible, entre otras cosas, deben colaborar de la mano con ‘influencers’ y recurrir a todas las técnicas que otros han recurrido en su momento para persuadir y motivar a las personas. Esta batalla únicamente puede ganarse en la arena. Consumidores y promotores estamos solos, pero no indefensos.

La desinformación no se combate dando más información, sostienen los expertos que han estudiado el tema a profundidad. Esta puede llegar a ser más peligrosa que la ignorancia, pues el ignorante desconoce, pero el desinformado reboza de confianza en sí mismo; es esclavo de sus creencias. Minimizar la amenaza que representa este fenómeno podría traer consecuencias aún mayores de las que ya estamos viviendo. No hay mejor ejemplo que la actual pandemia de COVID-19. Toda la desinformación que se ha generado alrededor de ella ha afectado a millones de personas. El virus eventualmente se controlará y ya no será tan contagioso. Pero lo que sí seguirá contagiado a millones será la desinformación, si no logramos desarrollar las ‘vacunas’ adecuadas contra ella.

Por tal motivo, irse contra los ‘influencers’ significaría que estamos atacando el síntoma, no la causa del problema. La desinformación y la posverdad siempre han existido, sostiene el famoso escritor israelí Yuval Noah Harari. Lo que ha cambiado son los vehículos mediante los cuales se transportan estas. Contener la desinformación requerirá que cambiemos un montón de estructuras y que involucremos a un sinfín de actores, tanto públicos como privados. Tarde o temprano, la desinformación nos daña a todos. Es imperativo que comencemos a ver a la desinformación como un problema de interés público, que permea en todos los estratos sociales y afecta a todas las esferas de la sociedad. “La verdad nos hará libres.” Encontrarla es tarea de todos.

Determinar las causas exactas de todo fenómeno es uno de los desafíos que tiene la ciencia por delante. De hecho, el último premio Nobel de Economía fue otorgado por un trabajo que se enfoca en ese tema. Comprender los mecanismos causales mediante los cuales prolifera la desinformación será fundamental para contenerla y entonces sí poder llamar a nuestra época «la era de la información». Es probable que la desinformación solo sea una causa más de una sociedad fragmentada, dividida, polarizada y desconectada; de una desconfianza creciente hacia las instituciones públicas, derivada de años de abusos, omisiones y manipulación; de una industria ‘tech’ obesionada con generar ganancias mediante la adicción de sus usuarios; de un Estado indiferente, cuyo único interés son las proximas elecciones, no el bienestar de sus ciudadanos. Mera hipótesis de mi parte, querido lector.