Ni las noches más sublimes en azul oscuridad ni las mañanas más luminosas con tonos dorados pueden a la muerte conmover. La muerte no tiene descanso y vive eterna, condenada a cargar una pesada oz y a los muertos que lleva en su hombro flaco. Anda siempre de prisa y no porque el tiempo le falte o la vida se le agote, sino porque puede despistarse y así uno que otro escapársele. Acaso quisiera sentarse en una banca a mirar el cielo, echar maíz a las palomas, tallar sus pies cansados. Pero la muerte no tiene consuelo, nada la conmueve, yace siempre de negro por su propia mortecina; espíritu triste, perenne alma solitaria.
¿Te has preguntado cómo se siente la muerte, roja, amarilla o negra?, ¿sabes si te mira y te anhela y te cela y te envidia por la vida, por la carne, por la sangre que hierve? ¡Cuánto daría por una quemada sentir!, por un abrazo largo sin terminar en tu entierro, por un beso sin desalentarte, por una caricia piel con piel… mas a la muerte todos la juzgan, ¡la miran feo, le dan la espalda, le ponen adornos y vestidos, le enseñan la lengua y con el dedo la señalan!, y aun con eso, ella no se inmuta, no suelta la lágrima que quiere soltar ni frunce el ceño ni hace puchero, finge bien, cual maestra en dramaturgia, que nada de eso le hiere, que es sólo la mala del cuento.
La muerte no se puede conmover, porque de hacerlo, de tan siquiera reflejarse un brillo de esperanza en la cuenca vacía, amaría ver las noches más sublimes en azul oscuridad y a las mañanas más luminosas, y así, ella sentada admirando la existencia, sería su eternidad y la nuestra.