En realidad, si pretenden mejorar sustancialmente los procesos electorales, lo primero que tendrían que hacer es desaparecer las campañas políticas. Gracias a la polarización promovida por el presidente López Obrador y abrazada por los partidos políticos, en México prácticamente sólo existen dos tipos de votantes: el voto duro del gobierno y los partidos políticos frente al de sus adversarios.
En esta conformación, son muy pocos los votantes que deciden su voto en función de lo que se ofrece en campaña, generalmente propuestas sin sustento y que no se cumplirán en caso de ganar la elección. Dice Tzvetan Todorov que “las afirmaciones hechas durante una campaña política no tienen como objetivo la búsqueda de la verdad, sino contribuir a la conquista del poder”.
Ya lo dijo el propio Presidente para justificar sus contradicciones: una cosa es la que se dice en campaña y otra cosa es el gobierno. ¿Entonces para qué hacer campañas? ¿Cuál es el propósito de gastar tanto tiempo y dinero si el 90% de los votantes ya sabe por quién va a votar?
En México ya se convirtió en norma que la conclusión de un proceso electoral marca el inicio de nuevas reformas legislativas en esta materia, no para garantizar una mayor equidad y transparencia, sino para responder a la composición política que resultó de las elecciones. La desaparición de las campañas tendría que ser digna de análisis.
El primer día de mayo de 2019 escribí: ¿Realmente los candidatos piensan que pueden convencer a los electorales de que harán lo que nadie ha hecho antes? ¿Qué lo harán sólo con imaginación porque las arcas municipales están vacías y las deudas por cobrar se acumulan? ¿De verdad pensarán que la gente les va a creer que a ellos no los mueve ningún otro interés que no sea gobernar con honestidad su municipio? ¿Y qué harán con los episodios oscuros de su pasado reciente o por la pesada losa que implica la administración de su esposo (a) que sólo intentan perpetuarse?
Tal vez por ello, la ruta más corta a la elección es la descalificación y la exhibición pública del adversario. En la sui géneris anti política tenochca, la regla de oro es exhibir la riqueza, la corrupción, los pasajes oscuros del candidato de enfrente, para que, ante ello, los pecados propios sean perdonados, o al menos, ignorados.
De esta forma, desde hace mucho tiempo, los electores se han visto obligados a llevar al poder a una horda de corruptos, la gran mayoría, con la salvedad de que su hoja de servicios estaba menos manchada que la de sus contrincantes. O peor aún, escoger a un nuevo actor político, sin experiencia ni pecados inconfesables, que termina convirtiéndose en un rehén de los grupos y partidos políticos que lo impulsaron.
Producto de su propia desconfianza, los partidos políticos han llenado de candados los procesos electorales. Ya no se pueden hacer mítines, no se puede contratar publicidad en exceso –los medios electrónicos ya están asignados y contratados por el INE-, y en esta ocasión nos cayó la pandemia.
Pero las campañas son para eso. Para romper las reglas. Para ejercer el engaño de manera legal. Se puede decir que se mejorarán las escuelas, que se rescatarán espacios públicos, que se mejorará el alumbrado y el servicio de limpia pública, que no habrá burocracia en los engorrosos trámites municipales. ¿Y si nada de eso se cumple? Qué importa, el propósito no era ese –siempre justificable por las circunstancias, la falta de recursos, los miles de necesidades-, sino hacerse del poder. Y eso ya se cumplió.
Los que quieren gobernar lo mismo ofrecen acciones que por ley están obligados a cumplir mínimamente -como el proporcionar seguridad o servicios públicos de alumbrado, agua o la rendición de cuentas- o aquéllas que ni siquiera son de su incumbencia.
Un ejemplo más. El gasto que representa una campaña electoral –sobre todo para los partidos políticos más importantes- suele ser muy superior al que se informa oficialmente. Los partidos y sus candidatos no escatiman esfuerzos y recursos, sin importar si estos salen de las arcas públicas o tienen un origen inconfesable. Si pierden, nunca lo sabremos.
Las campañas electorales y los candidatos carecen, en la mayoría de los casos, de confianza y credibilidad. Así, los ciudadanos hacen como que creen; y los candidatos hacen como que creen que los electores han sido convencidos, y todo se convierte en un gran montaje para llevar a la misma clase política –al final no importa por cuál partido lo hagan-, una y otra vez al poder.
Alguna vez, hace un par de décadas, el periodista argentino Gregorio Selser recordó un graffiti recogido en alguna calle de Buenos Aires, en pleno proceso electoral: “Prostitutas al poder. Total, sus hijos ya están en el gobierno”. Tan espontáneo, tan imperecedero y tan universal.
En la gran mayoría de los casos, el resultado de la pasada elección en Veracruz sólo confirma la arenga.
Las del estribo…
1. Para Ripley. Dice el Presidente que quien acuse a Manuel Barttlet –lo mismo del fraude del 88 que de vínculos con el narcotráfico- debe presentar pruebas. Eso sólo pasa cuando la complicidad y la impunidad celebran matrimonio.
2. Marcelo Ebrard pide que se investigue el mantenimiento que se dio a la línea 12 del Metro, cuando todos los informes y peritajes confirman que fue la pésima construcción lo que provocó el colapso. Y hay otra conclusión de terror: la tragedia pudo haber llegado mucho antes.