Me ha masturbado. Nuevamente me ha tocado a la fuerza yaciendo dormida. He sangrado, ¡mira!, ¡es inhumano! —su voz trémula se entrecortaba por el sollozo aún inexistente luchando por no salir.

—Sí… mírate nada más, ¡cochina!, ¡sucia de mierda!

—¡Pero si no es mi culpa!

El llanto finalmente salió ante las duras palabras. La sangre continuaba escurriéndole por la entrepierna, sintiendo su tibieza en un sexo no suyo, pero todavía con la sedosidad húmeda del tacto.

—¡Claro que es tu culpa! Hipócrita que eres. ¿Qué no te da pena pensar que tienes a tus papás durmiendo a un lado de tu cuarto? ¡No! ¡Cómo te va a dar pena si hasta yo te escucho gemir! —decía con repudio y semblante asqueado—. Arrastrada.

Ella seguía llorando, limpiando con su manga la nariz enrojecida, y era en noches así cuando la fugaz idea del suicidio parecía ser no tan mala, pero era cobarde, no podía tan siquiera desmembrar a una gallina, entonces, era también inútil, por dicha razón sus papás no le permitían trabajar en la carnicería familiar, sobre todo luego de haber vomitado encima del trozo de pierna recién cercenada y lista para la entrega.

—¿Por qué me odias tanto?, ¡yo no lo pedí!

—¡Ah!, ¿no lo pediste? ¡Pero si mira cómo te agasajas cada noche!

—¡Yo no le pido que me toque!

—¡Cállate ya o te van a callar de una cachetada! —y rio socarrona.

Un silenció se hizo presente mientras la risa se fue apagando.

La sangre ya no era tanta como al principio, pero el piso sería un tremendo problema. Pensaba en salir corriendo para evitar los cuestionamientos que vendrían a la mañana siguiente, mas no tenía hacia dónde ir, y ya alguna vez la habían detenido los policías cuando merodeaba en vagancia y sin elocuencia por las calles mórbidas en medio de una madrugada. En aquella ocasión no solo había sido la masturbación, sino la mutilación de su pulgar, y al momento de dar su declaración fue llevada casi a rastras al manicomio local. De manera fortuita sus padres lograron encontrarla llevándola a casa de inmediato, pero al llegar, las burlas de esa decrépita que habitaba en su cuarto no se hicieron esperar tachándola de apodos y humillaciones por no tener parte de su dedo.

—Deja de herirme, por favor —dijo en súplica.

—Ay, ya. Ridícula.

Poco faltaba ya para colmarla, y es que cada noche, desde hacía dos años, no era más que burlas altaneras en su cuarto.

—¿Y si me ayudas? ¡Te lo ruego!, ¡ayúdame! ¡Córtamela y ya, dejemos de sufrir!

Y el sollozo se agudizó más.

—¿Que te corte qué? ¡Que no oyes que eres una ridícula!, ¡basura inútil!, ¿ni eso puedes hacer tú? Das asco, das mucho asco. Por eso estás sola, nadie en su sano juicio se casaría contigo, ¡solterona! Cuarenta y siete años y tienes que tocarte todas las noches para sentirte un poquito hermosa —y soltó de nuevo la carcajada—, estúpida.

Estaba harta, aunque ello no le quitaba la verdad a cada palabra, pero no podía más, y es que, desde que su mano no era tan suya, la masturbación era ya una violación que suscitaba cada noche en tanto las burlas retumbaban en el eco nocturno. La daga de las palabras finalmente había penetrado su cabeza, y esa vez, estaba segura, sería la última.

Cuando la decrépita se dio cuenta de que la había hecho enmudecer, más comenzó a mofarse con palabras como «prostituta», «golfa», »mentirosa» y «loca». Loca fue lo que más resonó en su ya retorcida mente, así que, presa de una profunda ira, con la mano misma que no reconocía como suya, la mano con la que se había mutilado su propio pulgar, cogió a la decrépita del cuello apretando cada vez más, más, más, más y más hasta que el crujir de la nuca dejó a la habitación en absoluto silencio.

Ella cayó.

El diagnóstico a simple vista parecía ser sencillo, «es SMA», dijo uno de los forenses a sus desolados padres, quienes no comprendían lo que ello significaba.

—Síndrome de la Mano Ajena, pero, ¡ah!, ¡cómo pudo matarse así!

Y la decrépita habitando en el cuerpo de la mujer de cuarenta y siete años fue levantado llevándose con ella a una mano que sentía ajena.

 

 

 

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