Son de historias

Toda evolución espiritual, nace ante las necesidades y vicisitudes de la vida, y estas permiten a la luz de la bondad, alumbrar como un farol de Diógenes, aun en la claridad del día, ante los espasmos de las crisis que agobian a una sociedad, siempre tempestuosas, acompañadas del descenso o el ascenso de la condición humana. Estas sacudidas de emociones de los espíritus, cuando son vulnerables ante condiciones de inestabilidad, el ser humano camina por la vida desconcertado y quizá con los nervios tensos en virtud de su estado mental, pero, en ese andar, va encontrando o lo van encontrando seres humanos llenos de humanismo, iluminados y enriquecidos de bondad, de esperanza ante la expresión casi divina de la misericordia que oportunamente brindan de corazón, palabra, obra y pensamiento la ayuda y la caridad; y es que la caridad, al contrario de lo que muchos puedan pensar, no es tan sólo en dinero o comida, sino que como una fuerza superior que lo significa casi todo, es el acompañamiento al desdichado en su infortunio.

Muy raras veces la bondadosa actitud de algunos se hace presente, que son pocos, muy pocos los que dan cuenta de ello, porque la avaricia, siempre tocada por la calamidad, tarde o temprano la vida lo cobra, y se está haciendo desde el momento mismo en que éste infortunio se hace presente, porque ya en sí en ello, la avaricia produce sufrimiento.

Contrario a esto, no obstante, el destino tiene tendencia a dar formas afortunadas a la vida, que quedan grabadas en la memoria y el corazón de quienes lo viven, y es así, como aquella bondad generosa, desbordada de alegría esperanzadora, motiva para siempre el entusiasmo por la vida, y son estos hechos reciedumbre y fortaleza, sobre todo cuando se presenta la estrella del destino durante la infancia, y no queda más en el alma que la gratitud y el cariño ante estas acciones que permanecerán para siempre indelebles en la memoria.

Las mañanas soleadas, con humedad tropical, en donde los rayos solares asoman en el horizonte, los niños toman en casa con cierta prestancia el desayuno para partir a las tareas escolares. En el camino hacia la escuela primaria Manuel Gutiérrez Zamora, de Misantla, Veracruz, México, los infantes caminaban sobre las calles calzadas con redondas piedras del río, o sobre la banqueta adosada de lajas, apresurados todos por la calle Madero, para pasar a la tienda de doña Conchita Guevara; ahí los primeros dos o tres en llegar tenían la oportunidad de sacar de la casona los trozos de leña para ponerlos al sol, cortados éstos al hacha, colocándolos reclinados entre la banqueta y la calle; en ocasiones en esas mañanas de blandura, se agregaba otra tarea, colocar unos costales vacíos extendidos sobre la calle junto a la banqueta de la casa para vaciar en ellos café en grano para tostarlo posteriormente; en esa tarea llevada a cabo de prisa para llegar puntuales a la escuela, una vez terminada la labor, doña Conchita, proporcionaba a los niños un puño de diminutos y sabrosos chicles “Yucatán”, y en ocasiones, junto con los chicles daba cinco centavos a cada acomodador de leña, que alcanzaba para comprar en el recreo, alguna naranja con chile o una paleta con el paletero, que llevaba a un costado del carrito de paletas una leyenda que decía: “Dios arriba y yo abajo, Dios me ayuda pero yo trabajo”;  esa acción, de doña Conchita, que otorgó a los pequeños modesto trabajo y bondad, proporcionaban valiosa enseñanza y alegría a los niños de primaria, de los que participábamos en colocar la leña, llegando entusiasmados y motivados a las enseñanzas escolares. Después del recreo y otro rato de clases, los escolapios apurábamos el paso hacia la casa-tienda de doña Conchita, para avisar que por la tarde una vez bajara el sol acudiríamos a meter la leña que se acomodaba de dos en dos hasta formar una torre dentro de la casa en donde funcionaba una parte como improvisada bodega; posterior a esta actividad, se pasaba al interior de la oscura y fresca habitación a moler café con un molinillo de manivela, que había que darle múltiples vueltas; de tanto girar  la manivela la base de la vieja mesa de madera de cedro en la que se sostenía el molino, bailoteaba de un lado a otro, así se giraba el molendero hasta llenar una o dos latas grandes con el  café molido; entre la leña y cerca del molino se encontraba sentada en una mecedora doña Carolina, madre de doña Conchita, con los ojos vendados con un grueso lienzo blanco, balbuceando palabras inentendibles, que se apagaban con el sonido del ajetreado molino. La molienda, llevaba por recompensa al terminar ésta tarea, una bolsa de un cuarto con café, un buen tanto de “galletas nacionales” y un cuarto de azúcar, que servían para la cena y el café de las mañanas. Cuanta gratitud y cariño guardamos los niños de entonces a doña Conchita, siempre atendiendo también a otras familias con mayores necesidades, proporcionándoles de la modesta tienda, huevos, arroz, plátanos, galletas, azúcar, entre muchas otras cosas, pero sobre todo afecto y bondad. Vi muchas veces acudir a esa tienda, la fina y pulcra figura de Petrita, que asistía a la familia Prom Croche, siempre ataviada con su blanquísimo delantal. En esa tienda había colgados en lo alto sobre el mostrador, botines, que con el tiempo se exhibieron en unos anaqueles de madera con cristal; el mostrador lo conformaban dos gruesos tablones, sobre el cual se encontraba la báscula para pesar el azúcar, el arroz y los frijoles,  a un lado se encontraba una canasta de alambre en donde se colocaban los huevos en venta, atrás, una estantería de madera. Siempre diligente doña Conchita, entregaba su corazón y palabras de aliento a quienes pasaban a comprar o a saludarle.

Cerca de la casa y tienda de la familia Álvarez Guevara, en la calle Ferrer, vivía doña Luz, mujer bondadosa y diligente, que por las tardes, enseñaba el catecismo a los niños, ahí acudíamos a las enseñanzas religiosas de doña Luz, ella, hacia tintines y pemoles para vender, sabrosas golosinas de maíz, que al terminar la clase de catecismo, doña Luz, proporcionaba a cada uno de los asistentes, que sentados en las modestas sillas de madera degustábamos en orden y silenciosos de esas exquisitas galletas.

Frente a la tienda sobre Madero, había una casa, bardeada en todo su derredor que abarcaba las calles de Madero a Cinco de Mayo un gran espacio; en su entrada principal había un enorme árbol de aguacate, sus largas ramas se extendían a buena parte de la calle, y en las silenciosas horas, en que la gente permanece en descanso o se encuentra en algunas labores protegiéndose del fuerte calor, se escuchaba el golpe seco y hueco cuando algún aguacate aún verde caía sobre la calzada, teniendo en la caída alguna cuarteadura, y era cosa normal que las abuelas o las madres, escucharan ese sonido, avisando a los hijos o nietos acudieran por el aguacate, a veces la fortuna hacía que cayeran al suelo dos o tres frutos, los niños se asomaban rápidamente a la puerta de las casas, y en veloz carrera competían para recoger los aguacates. Pero sucedió, que la dueña de la propiedad la señora Lilia Rodríguez, se dio cuenta de ello, y prohibía con fuerte grito desde el interior de su casa que no se levantaran los aguacates y, en acto ominoso, habría con rapidez la puerta de la reja y salía a recogerlos.

Sintácticas

¡Que tarde es!, le dijo el minuto a la hora, sí, respondió el segundo, la hora despreocupada volteó a ver al día, el día sonrió, diciendo a el mes: aún tenemos tiempo, y el mes contestó al día preguntando al año: es esto cierto ¿verdad año?, y el año respondió…preguntémosle al siglo, y este, apacible dijo: tenemos mucho tiempo por delante…

La niña se mecía en su columpio, cuando de pronto una ráfaga de aire hizo que su cabello le cubriera el rostro, y tuvo la sensación de que volaba…

Un concierto de Mozart, interpretado al piano por Mitsuko Uchida, nos hace sentir la sensación de que el alma descansa sobre suaves algodones…

Las bugambilias en estos días alegran a los transeúntes con sus llamativos y brillantes colores, y es entonces cuando el poeta piensa…que también sirven para quitar la tos…

Wolfgang Amadeus Mozart. Mitsuko Uchida. Concerto for piano and Orchestra, D minor. K.466: