“Los problemas complejos requieren soluciones complejas” se lee a menudo, cuando se trata de generar propuestas para enfrentar los desafíos del siglo XXI. Los programas gubernamentales, por citar un ejemplo, suelen estar bajo el escrutinio público, pues buena parte del dinero de los contribuyentes se utiliza en ellos. Es entendible, entonces, que la gente cuestione cómo funcionan dichos programas, si el análisis de las problemáticas que buscan atender es el adecuado y, en última instancia, si estos entregan los resultados deseados. El momento no puede ser más oportuno para dichos cuestionamientos: acaba de comenzar la contienda electoral. Escucharemos y leeremos un sinfín de planteamientos y posibles soluciones por parte de los candidatos y de las candidatas. Posiblemente lo que necesitemos no sea “más de lo mismo”, como en su momento decía el presidente, sino un nuevo enfoque.

Si bien la frase inicial de este texto hace mucho sentido y no se debe dejar de lado, en esta ocasión quisiera añadir que los problemas sociales requieren soluciones a escala social. Es decir, si queremos entender cómo surgen y se mantienen diversas problemáticas, tenemos que hacerlo desde una visión más amplia de las cosas, haciendo énfasis en las estructuras y en las dinámicas culturales y sociales, y menos en factores individuales. Suena obvio e intuitivo, pero al momento de diseñar políticas públicas, los gobiernos, por lo general, no recurren a esa visión; incluso se escudan en la libertad y responsabilidad del individuo, quitándose así buena parte de la “culpa”. Los ciudadanos, por su parte, nos enfocamos en los cambios que podemos hacer en nuestro estilo de vida para apoyar una determinada causa. El resultado es que todos los males de la sociedad se ven más como una falla moral y falta de buena voluntad de los individuos y menos como una cuestión estructural que crea y mantiene prácticas nocivas. Tampoco es que se busque culpar al gobierno de todo. Debe existir un equilibro entre la responsabilidad ciudadana y el papel del Estado.

En diversos ámbitos de la vida se hace muchísimo hincapié en el poder que tenemos como individuos y en nuestra fuerza de voluntad y determinación. Se dice que podemos ser todo lo que queramos ser y que nuestra única barrera es nuestra propia mentalidad. Esta narrativa no es nada nueva. Es la historia que nos han contado diversos actores desde hace ya mucho tiempo. Sea cual sea el problema, nos dicen, debemos hacer conciencia y poner nuestro granito de arena. Si se trata de la obesidad, argumentan, la clave pasa por cambiar de hábitos. Si la producción de carne contamina y maltrata a los animales, debemos cuestionarnos y evolucionar moralmente, no consumiéndola. Si somos víctimas del alcoholismo, debemos rehabilitarnos y trabajar en nuestros problemas psicológicos a nivel personal. Escoja usted el tema; la historia siempre es la misma: la culpa es del individuo y solo él tiene el poder para corregir su destino.

¿Realmente tenemos el poder para cambiar todo lo que queramos? Tenemos control sobre muchos factores; sobre otros, no. En general, tenemos mucho menos control de lo que nos han querido hacer creer. Por ejemplo, todos conocemos a alguien que salió de la “nada” y que, contra todo pronóstico, logró “X o Y” cosa. En psicología esto se conoce como el “sesgo del sobreviviente” y se refiere a que conocemos y recordamos solo un pequeño puñado de acontecimientos, y con eso es suficiente para hacernos una idea de como funcionan las cosas; formamos una creencia y a partir de ella hacemos generalizaciones, a pesar de que conocemos únicamente un pequeño fragmento de la realidad. Somos conscientes de la excepción a la regla, no de la regla en sí. Como se nos ha contado una historia y la hemos interiorizado (la del individuo que todo lo puede), necesitamos encontrar hechos de la vida real que sustenten dicha historia, para así no caer en la famosa “disonancia cognitiva” (tener al mismo tiempo dos o más ideas que son diametralmente opuestas y nos generan conflicto). O sea, conocemos a alguien que logró lo que se propuso, independientemente de todos los desafíos que enfrentó, ¿cómo es posible que otros no puedan lograrlo? Seguramente necesitan «echarle más ganas». He ahí el peligro de este sesgo.

Un sesgo en realidad es un atajo al que recurre nuestro cerebro para filtrar el gran flujo de información que nos llega a cada minuto y así evitar saturarnos. Nos gustan las soluciones sencillas porque son prácticas y nos evitan la incomodidad de tener que comprender el complejo mundo en el que vivimos. Tomamos lo que nos conviene y da coherencia a las historias en las que ya creemos. Finalmente, pasan tantas cosas en el mundo que no tenemos tiempo para investigar todo a detalle. Por eso necesitamos estas historias sencillas, gracias a las cuales podemos hacer generalizaciones y así evitar sentirnos ignorantes e incompetentes, desconectados de nuestro entorno. Ahora bien, ¿de dónde surge esta historia obsesionada con el individuo como el centro de todo?

El profesor de Harvard Joseph Henrich, en su libro más reciente “The WEIRDdest” People in the World” (WEIRD se refiere a las sociedades occidentales, educadas, industrializadas, ricas y desarrolladas) nos detalla cómo se crearon, mantuvieron y prosperaron dichas sociedades. Para fines de este texto, lo importante del libro es entender cómo nos fuimos volviendo una sociedad cada vez más individualista, relegando a segundo plano lo colectivo y enfocándonos más en lo que pasa dentro de las personas, dejando de lado los contextos, los entornos y todas las demás fuerzas que, la ciencia ha demostrado, tienen una gran influencia sobre nosotros, aunque las pasemos por alto y escapen a nuestra conciencia, en ocasiones. En ese sentido, el argumento principal del autor es que la cultura tiene una gran influencia sobre nuestra psicología, o sea, en el cómo pensamos y vemos el mundo. Las sociedades no occidentales tienden a ser más colectivistas; les es más fácil ver las relaciones entre individuos, eventos y cosas; utilizan un lenguaje más plural y se ven a sí mismas como parte de algo más grande y que trasciende al individuo. En otras palabras, “ven al bosque y a los elementos que existen dentro del él como parte de un todo que está conectado e interrelacionado”, mientras que las sociedades individualistas “prestamos más atención a cada elemento, sus detalles y características, pero al hacerlo, tendemos a no ver con tanta claridad cómo se relacionan con otros elementos”.

Los problemas sociales surgen de la interacción entre las personas, las organizaciones y las instituciones. Una visión individualista muchas veces es muy limitada para hacer sentido de estos problemas, porque se enfoca demasiado en el individuo y poco en todos los factores, muchas veces ajenos a él, que influyen en sus actitudes, creencias y, en última instancia, su comportamiento. Eso no quiere decir que algunas intervenciones a nivel individual no sean importantes, incluso urgentes. Veámoslo como una enfermedad que en un dado momento debe curarse, pero lo ideal, en primer lugar, sería prevenirla. Lo mismo pasa con los males sociales: son padecimientos a nivel colectivo que deben, en medida de lo posible, prevenirse. Los cambios a nivel individual deben reconocerse, celebrarse e impulsarse. Sin embargo, para efectuar un cambio real, profundo y duradero, debemos recurrir a lo que ha funcionado antes y que la ciencia del comportamiento ha corroborado, estudio tras estudio: alterar las estructuras y transformar las instituciones.

Me permito citar un par de ejemplos para ilustrar mi punto. En los últimos años, en Estados Unidos, los niveles de tabaquismo han disminuido drásticamente. ¿Cómo? Porque se han creado leyes que han sido reforzadas por las instituciones y organizaciones, no porque la gente repentinamente haya incrementado su fuerza de voluntad. El gobierno ha intervenido en los entornos, prohibiendo que se fume dentro de los establecimientos, por ejemplo. Ha implementado los descubrimientos de la sociología, recurriendo a gente influyente dentro de sus redes de contactos para persuadir a otros. Finlandia lidiaba con altos niveles de alcoholismo dentro de su población joven. Para combatirlo recurrió a un ambicioso plan que más que dar información, se enfocó en ofrecer más actividades extracurriculares en espacios públicos y centros comunitarios. En uno de estos centros, se ofrecen hasta 100 actividades, la mayoría de ellas, sin costo. El resultado ha sido muy positivo y alentador.

Existen ya muchos métodos probados por la ciencia del comportamiento para poder cambiar ciertas dinámicas sociales. Antes de aplicarlos, por supuesto, será necesario cambiar la visión de las cosas; necesitamos evolucionar de una perspectiva individualista del mundo y la sociedad, a una colectiva; requerimos de una visión integral que vea más a los individuos como parte de grupos interdependientes entre sí y, que estos, a su vez, son el resultado de estructuras e instituciones, de una cultura. Necesitamos construir nuevas narrativas que pongan en el centro de todo a la sociedad en su conjunto, con una visión comunitaria cuyo propósito sea el bien común. Las historias del futuro deben contarle a la gente sobre el enorme esfuerzo colectivo que se hace día con día y que logra que la sociedad moderna se sostenga.

Por ello será de gran relevancia salir a votar este 6 de junio. Debemos exigir que los cambios vengan desde las políticas públicas y las instituciones. Podemos admirar a la gente que cambia su estilo de vida y pone su granito de arena para combatir las problemáticas del siglo XXI, porque es gente que vive con integridad, una de las virtudes más maravillosas, pero no debemos olvidar que los cambios más profundos y duraderos vendrán cuando alteremos las estructuras. Una vez logrado eso, podemos ejercer ese poder que tanto nos ha vendido la narrativa individualista, pero en esta ocasión, será mediante una vida cívica más rica, sumándonos a organizaciones de la sociedad civil y haciendo más activismo en el mundo físico. Es momento de levantarse del sillón y emprender acción. Si queremos seguir gozando de los derechos que poseemos y que nos fueron otorgados gracias a la acción y el sacrificio de cientos de miles de personas que vivieron antes que nosotros, tenemos el deber moral de involucrarnos más allá de nosotros mismos y participar en la democracia. “Sé el cambio que quieres ver en el mundo” es cosa del pasado. “Genera el cambio para el mundo que quieres ver” debe ser el lema del presente. Necesitamos vencer a la indefensión y a la indiferencia. Sí se puede.