Por: Jorge Vázquez Sangabriel

Son de historias

La casa de los abuelos paternos de cuando en cuando se impregnaba de un olorcillo que penetraba por las fosas nasales e irritaba la garganta; al poco fuimos descubriendo que por unos días, la tía Úrsula, era quien despedía ese irritante olor a azufre, ya que acudía periódicamente a una “sala de belleza”, ubicado en la calle cinco de Mayo, que atendía con diligencia la joven propietaria Zoila Galicia, haciendo lo posible por modificar el aspecto de algunas de las mujeres del pueblo que acudían con ella por sus servicios. Úrsula, fue en su tiempo una asidua asistente con talante alegre, con facilidad para socializar, sonriente y avispada. Desde joven ingresó como telefonista desempeñando funciones en el conmutador en donde la empresa contaba en el pueblo con dos cabinas para la comunicación. Una de esas tantas tardes de intenso calor, acudí como de costumbre a visitar la casa de mis abuelos, me sentaba en el quicio de la puerta, ese lugar me permitía mirar hacia el interior de la casa, pero al mismo tiempo divisaba hacia el edificio del Calvario, disfrutando la tranquilidad de la calle adosada con piedra de río. Al llegar, me llamó la atención un mueble que no estaba el día anterior, colocado del lado de la pared del baño; un mueble extraño, oscuro, y, como en mi pueblo, los muebles por lo general estaban elaborados con madera de cedro, éste, destacaba entre las modestas sillas de madera y de una mesa rectangular en donde se colocaba debajo de la fruta que mi abuelo llevaba de su pequeño rancho, entre ellas, zapote cabello; fijé la mirada en el oscuro mueble; una puertecilla arriba del lado izquierdo, cajones largos más abajo; a un lado de la puertecilla, un extraño espejo, debajo de este sobre la madera de los cajones, una serie de frascos pequeños, entre los cuales destacaba la figura de un recipiente de hule color azul, que en su parte superior tenía un rociador; observé con atención el mueble; la puertecilla con cerradura para llave, las jaladeras eran de metal dorado, me levanté del quicio, el mueble estaba cerca, me dirigí hacia él para observarlo con detenimiento, alcance a visualizar un cepillo ancho para peinar el cabello, de ahí, emanaba también el olor irritante, que se intensificaba; en uno de los primeros cajones ligeramente abierto, alcance a ver unos extraños plásticos color azul y verde en forma de túbulos pequeños, cuando de pronto me sobresalto un fuerte grito, ¡No te acerques ahí!, voltee la vista hacia dónde provenía el estruendo y, en el umbral de la puerta que permitía el acceso a la amplia cocina, que contaba con un escalón, parada con el rostro adusto, estaba la tía Úrsula; el irritante olor, el extraño y oscuro mueble, el cuadrado espejo, los frasquitos, el recipiente azul de hule y los tubos de plástico parecían al mismo tiempo estremecerse con aquel fuerte grito; me detuve a medio camino desconcertado, desistiendo de mi curiosidad exploradora; retrocedí hacia el quicio, me senté, en tanto, Úrsula, se dirigía al mueble empujando cajones para asegurarse de que quedaban cerrados, al tiempo que me decía, ¡no te acerques al mueble! Así sucedió con demás parentela, no se nos permitía acercarnos, mucho menos tocarlo; la curiosidad y la duda se hizo aún mayor; al tiempo, apareció sobre el mueble un teléfono negro, con disco marcador, al cual estaba estrictamente prohibido acercarse. Durante muchos días se fueron construyendo preguntas sobre el mueble oscuro, curiosidad que provocó la asistencia de otros familiares y de algunos vecinos que al paso volteaban con miradas furtivas tratando de adivinar el origen del mueble.

Al poco, otro raro enser apareció en la casa de los abuelos, apenas nos estábamos acostumbrando a la presencia del mueble oscuro, cuando, sentado desde mi observatorio, el quicio, alcance a ver del otro lado del umbral de la puerta que daba acceso al amplio espacio de la cocina en donde se encontraba el bracero de leña, el molendero con el metate, la olla en donde mi abuela guardaba la ceniza que se acumulaba después de que la leña ardía, para utilizarla en el lavado de los trastes; una mesa de cubierta rosada tenue marmoleada con soportes de latón había aparecido, en torno a ella, seis sillas de metal, tapizadas en el respaldo y asiento con tela plástica color rosado con relieves en forma de espirales; estuve observando mesa y sillas, la base metálica de las patas o soportes tenían un protector de plástico, les observé detenidamente, la cubierta brillante, los bordes de la resplandecían a la luz del día; miraba por momentos mesa y sillas, en otro, el oscuro mueble; mi abuelo leía en silencio sentado en una silla de madera el periódico, doblaba el papel para hacer más fácil la lectura, sosteniendo con su mano derecha los arillos de los lentes color rojizo de plástico imitación carey, ya que por el uso habían perdido los soportes para las orejas; vi la figura espigada de mi abuelo, atenta a la lectura, ligeramente encorvado hacia delante, con la pierna cruzada; no hice ninguna pregunta, permanecí en silencio mirando de cuando en cuando a mi abuelo, el mueble oscuro, la mesa con las sillas volteando apacible por momentos, hacia la agradable y tranquila calle; al fondo el antiguo edificio el Calvario, majestuoso, construido sobre un montículo que se dice debajo de él, se encuentra una pirámide.

En vacaciones, cuando vivíamos en una lejana ciudad, volvíamos a nuestros orígenes a la casa de los abuelos, ahí nos brindaban hospedaje y alimentos que guisaba mí abuela; en una de esas ocasiones por sobrecupo, en la noche, me fue asignada una cama de campaña para dormir, la cual fue colocada a un lado de la mesa de cubierta brillante rosada tenue; agradable lecho éste; acostado miraba cerca de mí la mesa y las sillas, la mesa grande de madera de cedro pintada en su contorno y patas de color azul claro, el sencillo trastero y los platos con figuras de pajarillos color arcilla, las tablas ligeramente separadas que funcionaban de pared hacia el exterior, la puerta de dos hojas cerrada cercana al medio tambo en donde una llave que salía de un largo tubo vertía cuando era necesaria el agua, el lebrillo de metal blanco sobre un tripié de alambrón. Mi abuelo apagó la luz y me quedé sólo en la modesta y amplia cocina-comedor; pasado un rato, estaba empezando a dormitar, cuando de pronto, se encendió la luz, alcance a ver entre las sillas y la mesa, adormilado, ligeramente alucinado por el resplandor de la luz, una figura que se desplazaba sigilosamente con cierta cautela y prisa que intentaba ser silenciosa, vi la especie sin detectar de quien se trataba, para esto empecé a tener cierta duda, cubrí la cara con la sabana, intentando no hacer ruido, simulaba dormir; se contaban muchas historias de apariciones fantasmagóricas en ese mágico pueblo; la imagen que estaba viendo se untaba algo en la cara, tomó el lebrillo y vació en él agua que tomó del medio tanque circular de metal; cuando se inclinó para lavarse, por atrás acerté a ver que se trataba de la tía Úrsula, lo supe por el cabello ondulado para lo cual utilizaba los tubos de plástico, la sustancia de la sala de belleza era la del penetrante olorcillo que irritaba fosas nasales y garganta, el recipiente de hule azul contenía laca para estabilizar los pretendidos rizos; Úrsula lavaba varias veces la cara, en la cual se colocaba siempre gruesas capas de maquillaje, y en los párpados, negrísimas pestañas postizas, así estábamos acostumbrados a ver a la tía; de pronto, tomó una pequeña toalla y se la llevó a la cara con ambas manos para secarse, descubriéndose el rostro, volteó hacia la mesa… vi entonces una cara fantasmal, excesivamente blanca, pálida, casi transparente, de rostro siniestro, con cabello negro rizado que me aterrorizó; con rapidez cubrí del todo mi cabeza, imaginando que de las profundidades de la tierra, en donde habita lucifer, se había escapado la espectral imagen, que lavaba y secaba su rostro por la noche con sigilo para ser tal cual era.

Pero la tía Úrsula, tenía y tiene sus bondades, en el día, ya maquillada, con el pelo ondulado por las sustancias químicas, y las largas y negras pestañas postizas, acudía a sus labores de telefonista, desde ahí, un medio día, estando yo en la casa de mis padres desde donde se divisa la calle principal de la ciudad, y un edificio modernista de esos tiempos en el que se encontraba la oficina de teléfonos, salió la tía, agitando insistentemente su brazo, dando al mismo tiempo unos fuertes chiflidos, indicándome fuera hacia ella; vacilante, amparado en la luz del día, me precipite hacia el lugar en veloz carrera, al llegar aseveró: ¿sabes en dónde vive Juan Pérez Rodríguez?, sí contesté, y extendiéndome de prisa un papelillo con la leyenda de Teléfonos de México, me dijo: lleva este mensaje y regresas; fue así como salí precipitado hacia el domicilio, para entregar el mensaje de que a la persona le llamarían en una hora y que tenía que acudir; esto de los tiempos dependía de las distancias. Veloz regresé al punto de partida en donde me había improvisado como emergente mensajero. Úrsula, me entregó por ello una moneda de un peso, que para un niño de siete años de edad en ese contexto social era un enorme atributo poseerlo, aunque fuera otorgado el dinero por un espectro, que por las noches después de desmaquillarse asustara con su aspecto real…Aquí, como el Mefistófeles de Goethe, la parentela fuimos los Fausto, en que con apariciones, restricciones, limitantes, temores y dudas, pero también con condescendencias, la tía Úrsula, nos generaba rechazo y bondad, y en ese devenir de la vida alcanzó ella, logros no fáciles para el lugar en que habitábamos, algo le vio mi padre en sus inquietudes, porque también de joven fue Maestra; finalmente se decidió por la telefonía, trasladándose a la Ciudad de México, en dónde en el conmutador de allá, se escuchaba: ¡operadora!

Sintácticas

De Jevs:

¿Qué sordo rumor se propala cuando los hombres débiles oyen bien los mensajes pero les falta la fe…y las llamas de la duda les hacen extraviar la serenidad arrastrándoles al abismo de la nada?

Es quizá, que sostenidos por las débiles certezas no están dispuestos a cruzar la barrera del pensamiento que les limita y somete a la condición que les condiciona, porque están atados a los influjos de los códigos que les formaron; creencias de sentencia indeleble, manteniéndose y permaneciendo indisolubles en su inconsciente-consciente del ser, y, es así como los hombres, pierden la fe; fragmentándose en esta cavilación, en diversas creencias religiosas en la búsqueda angustiante de mitigar sus sufrimientos. Es por ello que el coro de los ángeles de Fausto en la obra de Goethe, clama: ¡Cristo ha resucitado! ¡Feliz aquel que ama, aquel que ha resistido la dolorosa, saludable y aleccionadora prueba!