No es tan fácil sacar de la cabeza a alguien. No es como un día acostarte y despertar desconociéndolo, no es como Eterno resplandor de una mente sin recuerdos y tampoco es como el olvido, pues el olvido tarda el tiempo, y el tiempo puede ser infinito. No es fácil sacarte de mi cabeza, de mis pensamientos, Mariana.

Me despierto sumergido en ti y me duermo acostado en la almohada de tu memoria, te escabulles en la oficina, en el café al que tanto te gustaba ir, entre los libros y los documentales aburridos que vi a la fuerza por ti y que ahora miro con tal de tener un pedazo tuyo. Aquí me encuentro hoy, errante, sufrido y decidido. Y no creas que fue fácil esta decisión, hoy es sábado y lo vengo meditando desde el miércoles, digo, no fue como sentarme y decir «sí», no, claro que no. Decidirme a sacarte de mi cabeza ha implicado mucho valor, más valor del que tuve al conocerte y dar los primeros pasos hacia ti en esa noche de San Valentín, tú tan linda con tu vestido entallado. Esto me ha tomado más valor que cualquier otra cosa en la puta vida, incluso, mucho más que cuando te besé por primera vez todo tembloroso como el cobarde que siempre he sido. Tú, Mariana, me diste las agallas de tener valor tanto para besarte como para quitarte la ropa, y ahora, para sacarte de mi cabeza.

Verás, ya estoy sentado, me terminé de un trago el vaso de wiski, hablé con mi mamá hace unos minutos, pero me dijo que puede venir hasta el martes, luego eché croquetas al gato, sí, suficientes para que le duren estos días.

Respiré hondo unas tres veces antes de tomar el mango del martillo, ahora estoy apuntándolo directo a mi cabeza y tú, como la niebla, vas desapareciendo.

 

 

 

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