Abrió los ojos súbitamente dando un suspiro profundo al verse en el camión. Habría sido quizá porque hace unos días pensaba en Anna Karenina o por la sensación del movimiento en carretera, quería encontrarle cualquier explicación a esa pesadilla, todo menos que era causa de su locura. Con su mano temblando corrió las cortinas para ver el paisaje, sin duda, estaba ya en la ciudad gris, pues los edificios y las personas, los autos y los semáforos se lo anunciaban. Echó su cabeza hacia el respaldo, la imagen del cuerpo bajo el tren continuaba en su mente, pero era un sueño, se decía, no más. Pensaba que pronto tocaría fondo y, por primera vez en su vida, la idea de ir a un psiquiatra cobraba sentido, lo mismo que atender su alcoholismo y vislumbrar una posible salida, salvo la muerte. No dejaba de sentir que él ya conocía a la mujer del sombreo, un deja vu lo presagiaba, como si la hubiera visto tiempo antes en otro lugar que no lograba recordar, y era esa familiaridad la que le hacía sentirse cómodo con ella, sin embargo, se reconocía torpe e inexperto en materia de amores.

Cuando la miró por primera vez en la tienda de películas, se prometió a sí mismo que si ella llegaba a mirarlo siquiera, a regalarle la dicha de una sonrisa, no haría lo que había hecho con otras, se prometió que a ella la cuidaría, que a ella no la iba a herir, pero los hechos decían otra cosa, y qué más quería que ser una persona normal sin sentir cólera de la nada, sin esos arranques de ira y sin la adicción por el alcohol, qué más deseaba no ser un egoísta al quererla solo para él, necesitando que la soledad de esa mujer se hiciera tan inmensa que únicamente con él se sintiera a salvo para no necesitar a nadie más.

Contrario a sus deseos instintivos, haber mirado el mundo de la mujer del sombrero le producía una sensación de añoranza al rememorar cada rincón de su espacio, cada detalle, cada color salpicado en las paredes y en el suelo, al recordarla desnuda, enredada en el sudor de esa noche infinita. Nunca nadie lo había dejado entrar tanto como ella, él en sus brazos había existido como un ser renovado. Aunque creía que ese sueño recurrente era el aviso de lo que él podía hacerle, no deseaba parar, y «¿cómo se conservan las promesas?», se preguntaba. El camión se detuvo sin darle mucho tiempo para responderse, era momento de bajar y dejar a la mujer y a esa noche transmutar en un recuerdo. Si la volvería a ver era una incógnita tan misteriosa como casi todo desde que la había encontrado, era esa la magia que ella tenía. Esa incertidumbre que lo perturbaba también era una pizca de paz al sentirse, en cierto modo, vivo.

Bajó del autobús resignado a que su aventura había terminado ahí, no le llamó a Jimena ni se sentía acongojado por sus perros, solo deseaba caminar un rato, dejar que sus pasos se llevaran las migajas que quedaban de los besos para retomar su vida rutinaria hasta volver a saber de ella. Estaba tan seguro de haberla asustado que una parte suya temía alejarla. Él no entendía la mecánica del amor y mucho menos tenía la capacidad para comprender cómo dos personas separadas por varios kilómetros podrían funcionar, contrario a lo que le había dicho estando en la regadera. Apenas había postrado el pie en el suelo de la ciudad, sus ideas cambiaron.

Ya en la ciudad gris de altos edificios, las ideas de romances y destino se iban junto con el viento, para Mateo, nadie iba a poder amarlo, se sentía incapacitado, no merecedor del amor, entonces, conforme iba avanzando y dejaba atrás lo vivido, la idea psicótica de que algo malo le tenía —por decreto divino— que suceder, recobraba fuerza. Pensaba en todos los finales maravillosos que para serlo debieron tener una tragedia, un amor no concluso, recordaba a Plath y a su perfecto final, a Pizarnik, a Storni; Woolf, Quiroga, Hemingway, todos iconos con los finales trágicamente perfectos. «¿Sería acaso ese mi destino?», divagaba con las manos en los bolsillos perdiendo la razón entre el horizonte de una tarde cayendo entre rascacielos, mórbida. Mateo no creía que un dios pudiera escucharlo, pero, por primera vez, estaba dispuesto a hablarle para pedir su ayuda, ayuda para comprender por qué de repente, luego de tanta felicidad, luego de parecer que todo tenía un ritmo en calma, su mente buscaba a fuerza el caos, y si no lo hallaba, lo provocaba. Estaba harto de ponerse el pie, de sabotear todo lo bueno que tenía, sin embargo y a la par de esa frustración, emprendía pensamientos de todo lo malo que podría suceder, como que ella lo engañaría, como que ella se iría con otro, con otros; que ella solo estuviera jugando, que nunca se volvieran a ver, que la distancia los rompiera, que la idea de estar siempre juntos fuera más una metáfora, que el tiempo se los carcomiera antes de tomarse de nuevo las manos. Eso, justo eso era lo que a Mateo lo conducía directo a la primera tienda tomando del anaquel la primera botella de wiski que encontrara, fuera o no corriente. Ese jodido impulso era lo que encaminaba a Mateo a pagar la botella, a ir más a prisa, casi al llanto, casi al grito, a su casa, entrando en la inagotable soledad, cerrando la puerta de un golpe, destapando su botella, valiéndole madres todo, incluyendo la autodestrucción inminente de una mente retorcida y de un corazón frágil, roto. Ahí, en el sillón, echado sin pensar, empinaba la botella lo más rápido que podía para pronto perder conciencia.

Un limbo era todo lo que veía. No había ningún sueño, ni con su mamá ni con la mujer del vestido de lentejuelas. El vacío era eso, un absoluto negro que le hacía dudar de quién era él. Entre esa penumbra y a fugaces destellos de conciencia recordaba que sus perros estaban con Jimena, pero no podía mantenerse en pie para ir por su teléfono, todo era una espiral infinita por la que sentía ir cayendo sin retorno, «el wiski, quizá sea eso», medio pensaba, aunque nunca en sus años de alcoholismo un wiski le había caído tan pesado. Perdía la realidad en el sillón, su casa daba vueltas llenas de vértigo y un terror se hacía presente en él, creía que podía ser un ataque de pánico porque era exacto el mismo miedo de morir, mas trataba de controlarse diciéndose a sí mismo que todo eso era producto del alcohol, sin embargo, no estaba muy seguro. Aquello no se sentía como embriaguez, era más irreal que cualquier sensación antes vivida, incluso, al sentir ese temor quería pensar en su mamá sin lograr recordar su cara ni su nombre, así que, con las pocas fuerzas y el escaso buen pulso intentaba alcanzar el teléfono, sentía la necesidad de llamar a emergencias sin poder saber cuál era el número, entonces pensó en la mujer del sombrero sin recordar tampoco su número y, peor aún, sin recordar quién era esa tal mujer. Todo daba vueltas, el estómago se le revolvía y su vista se nublaba, no tenía más remedio que dejarse caer.

«¿Cómo me llamo?», se preguntaba en los breves momentos de escasa lucidez, nada tenía sentido, no podía saber dónde estaba, su nombre ni su cara, «¿quién soy?». Sentía impotencia, aunque no conocía de sentimientos, era una nada absurda; al igual, no recordaba por qué estaba así, y es que, si le ponían la botella de wiski de frente, reconocerla le sería imposible. Cada recuerdo suyo de cada vivencia de cada día se empezaba a desvanecer, en su mente no se hallaba registro de sus padres, de su infancia, de sus miedos ni de sus pasiones, todo iba desapareciendo, pero en un intento por consolidar su realidad vislumbró una silueta delante de él.

—Tú estás dentro de Cummings, donde quiera que yo vaya, vas tú conmigo, me acompañas en tu recuerdo lejano como aquel sueño que se va desvaneciendo al despertar. Estás en las páginas de los libros, te leo de vez en cuando como ese fantasma que eres, aún te beso en el aire de mi imaginación y te escucho decir mi nombre mientras dormías como una canción que se repite.

—¿Quién eres? —yacía extrañado y casi desvanecido en el sillón.

—Tú estás dentro de Cummings, a veces en algo de Cassian, pero, sobre todo, tú estás dentro de mí, ahí donde nadie te puede sacar y de donde tú no te puedes ir. Estás en mi lágrima y en la poesía, entre las letras de mi puño y mis sueños, te siento todavía correr en mis venas y puedo llegarte a beber como el vino. Estás aquí, tan cerca de los latidos y junto al nudo de una garganta que no deja de gritar tu nombre, pese a que has ensordecido para mí.

—Yo te conozco, ¿te conozco? Por favor, dime quién eres.

Y con el último esfuerzo de su mano extendida por sujetar a la silueta, cayó en un abismo de penumbra.

No había tiempo, no existían los días ni el espacio, no había nada. Quizá habían transcurrido unas horas o a lo mejor ya años. Cuando Mateo abrió los ojos, aturdido y sin saber qué había pasado, miró la casa y la sintió ajena, no reconocía nada de lo que en ella había, ni siquiera podía reconocer a sus libros ni a él mismo. Con dificultad y poco razonamiento se enderezó del sillón, su cabeza seguía dando vueltas como quien ha tenido una fiebre por más de dos días. Ahí sentado pudo saber que tenía dos perros porque miró las correas en el piso, pero no podía recordarlos, eran solo una vaga idea. Sabía que estaban con una tal Jimena sin reconocer quién era ella, así como no reconocía a sus propias manos al verlas. Tambaleándose se puso de pie yendo hacia la ventana, pero antes de llegar a ésta un olor fétido lo asqueó mirando en la mesa un plato de sopa echada a perder, las moscas y algunas larvas la asechaban. Todo era desconcertante por lo que quiso recorrer cada rincón de la sala creyendo que, de ese modo, algo podría reconocer. Miraba los libros, uno a uno, sin saber quiénes eran esos autores, quién era Plath, quién era Hart Crane o ese tal Rinaldi, tampoco entendía por qué había una repisa especial para sus únicos tres libros. Fue al anaquel donde tenía cientos de películas, sin ser metafórica la cantidad, pero ningún título se le hacía familiar, entonces caminó hacia el tocadiscos estando confuso por los botones hasta lograr encenderlo por casualidad. «Oh My Love» de Lennon sonaba en toda la sala, pero le era indiferente, no significaba nada junto con todo su entorno. La misma indiferencia sucedió al mirar la máquina de escribir sobre el escritorio, nada sentía que fuera suyo, y aunque necesitaba respuestas no hallaba ningún sentido entre esas cosas.

Ese intervalo de incertidumbre, rareza e inexistencia fue interrumpido al sonar la puerta. Se preguntaba quién sería temiendo lo peor. «¿Qué voy a decir? ¿Y si no conozco a nadie?», se cuestionaba acercándose cauteloso a la puerta. Lleno de temor se aproximó a abrir trémulo de nervios, y grande fue su sorpresa al mirar de frente a una mujer sin cara. Una visión de pesadilla.

—¡Estás vivo! —aquella mujer se abalanzó hacia él abrazándolo con fuerza—. ¿Dónde estabas?, ¿por qué te desapareciste? Te llevaste todo, ¡todo! —sonaba desesperada, pero él permanecía inmutable tratando de quitársela de encima, pálido de terror, petrificado.

—Perdón, es que ¿quién eres? —preguntó extrañado al lograr sacar la voz quitándole con sigilo las manos de sus hombros.

Él sabía que la mujer, sin verle la expresión, estaba llorando. La escuchaba sollozar mirándola desvanecerse en el suelo con ese llanto agudo y dolorido.

—¿No me recuerdas?

—Disculpa. De verdad quisiera, pero no sé quién eres.

La mujer recobró la fuerza para ponerse en pie, entonces, llevándose las manos al vientre le miró fijo, él podía sentir que lo miraba.

—Tres meses sin saber de ti, ¿sabes lo que ha sido esto?, me costó tanto llegar hasta aquí… no me reconoces. Ven, toca —la mujer le tomó la mano temblorosa llevándola hacia su vientre— es tu hijo —el terror se apoderaba de él, y por más que deseaba salir corriendo no podía, pues sus piernas estaban paralizadas junto con su voz—. ¿No quieres tocar?, te he pensado tanto… te he llorado tanto, tanto. Y ahora que te tengo frente a mí —soltó de nuevo en llanto— no me quieres, ¿no quieres a nuestro bebé? ¡Tres meses!, han pasado tres meses y lo retuve, ¡retuve al bebé en mi vientre!

Él no podía más, poco a poco, con el miedo reflejado en sus ojos, fue haciéndose para atrás, lo más lejos que podía de aquella mujer, quien se esforzaba porque la reconociera hasta que, de tanto dolor al verlo perdido en su locura, la sangre comenzó a escurrirle por sus piernas. Mirando el charco rojo bajo sus pies, con el dolor agudizando en su útero, solo pudo exhalar un ahogado «Mateo». Al instante en que él escuchó su nombre pudo tener un poco de conciencia de quién era, pero el rostro de la mujer seguía inexistente.

—¡Yo soy Mateo!, eres tú, eres tú, ¿verdad?, ¡es nuestro bebé!

Recobrar el conocimiento sobre quién era resultaba inútil porque el bebé ya no estaba, y muy en el fondo no lo quería, no podía tener un hijo en tan terribles condiciones mentales, aun si eso iba contra el anhelo de la mujer.

—Te odio, ¡te odio!

—No podíamos tenerlo, ¡mírate!, ni siquiera existes, tú no eres real —Mateo soltó en llanto con un aire de resignación.

—¿Crees que no existo? Te perdiste tres meses, nadie sabía de ti. ¿Te acuerdas de nuestra noche? —Mateo asintió pudiendo al fin recordar—, bueno, pues después de esa noche no volví a saber de ti. ¿Por qué no respondías mis mensajes, no contestabas el teléfono? —decía exaltada—, no tenía con quién buscarte y no podía salir de casa embarazada, debía esperar al menos cuatro meses para poder venir, pero no pude más, necesitaba saber de ti, pensé lo peor.

—¿Y la sangre? —ignorando por completo lo que ella decía miró incomprensible al suelo limpio en donde hacía unos minutos había un charco rojo. De nuevo todo dejaba de ser real.

—Si no te hubiera conocido, si tan solo no te hubiera conocido…

Él quería hacer algo, deseaba con su alma poder hacer algo, sin embargo, la mujer sin cara ahora se empezaba a desvanecer de los pies como incienso. Al mirarla transparentarse vio también que todo su entorno se esfumaba como humo dejando un olor a lavanda y a jazmines. Con desespero trataba de sujetarle la mano y ésta al tacto se desmoronaba como porcelana rota.

—No te vayas, por favor, no me dejes —lloraba—. ¡Eres real! ¡No estoy loco, no estoy loco! —se repetía intentando creerlo. Toda ella iba fragmentándose, todo dejaba de ser; las paredes, los muebles, los libros se derrumbaban en polvo, y Mateo, con terror, miraba su entorno deshacerse esperando también su incomprensible final. —¿Cómo te llamas? —preguntó desesperanzado.

El llanto lo ahogaba y la culpa lo atormentaba como si todo eso hubiera estado en sus manos, como si el tren volviera a arrebatársela sin que él la pudiera salvar. ¿Cómo salvarla?

Sin respuestas, solo aguardaba el deceso, alicaído, mudo y añorando poder regresar a su demencia para estar con ella un poco más. Veía cómo las manos de la mujer dejaban de ser al igual que sus brazos y sus hombros, lo mismo que las partes del piso que todavía quedaban. La canción de Lennon en su cabeza recobraba sentido y la susurraba cual marcha fúnebre viendo finar todo lo que había amado, la única dicha de la locura.

Por fin la mujer dejó de ser y todo quedó hecho cenizas.

 

 

18

La luz de una nueva mañana pegaba en los párpados cerrados sin querer despertar, el cansancio estaba acumulado en el cuerpo, pero el sol empezaba a ser más claro hasta ahuyentar por completo el sueño. Tallando los ojos, bostezo tras bostezo, se despojó de las sábanas y aún sin querer se enderezó estirando los brazos y tronando el cuello.

 

 

 

19

—Tuve un sueño, todavía puedo sentirme en él. Había un hombre, un tiempo… Debo dejarlo, necesito despejarme de todo lo que soñé porque hoy es un día importante, quiero verme bien, creo que me pondré mi vestido azul o el negro de lentejuelas. Hoy Emma me presentará a su prometido y, si todo sale bien, lograré ser su amante. No es mucho lo que pido, mi nana siempre me dijo que el karma es como un espejo, esta vez solo vengo por lo que es mío.

Alondra se decidió por el vestido negro de lentejuelas, pensaba que luciría mejor si acaso ponían un jazz o un swing, y luego se perfumó de jazmín y lavanda. Habiendo tomado su bolso y su boquilla salió de su departamento todavía aturdida por aquel sueño, la sensación la perseguía, una parte suya sentía un amor irreconocible por alguien inexistente, la otra, una rareza de lugares desconocidos, de autos diferentes, de cine dentro de unas cajitas y de música extraña. Pero en ese día no podía darse el lujo de la distracción, pasaría a desayunar algo en el restaurante del centro para luego ir al parque y matar el tiempo hasta que llegara la hora de encontrarse con Emma, a quien no veía desde Argentina.

Luego de tomar café, fumar un poco y caminar, había llegado el momento de ir al encuentro con su amiga, el lugar era un bar conocido en la ciudad, se decía que Bassie Smith lo había frecuentado un par de veces. Entusiasmada y con todo el glamour que solo en ella existía, entró al bar buscando a Emma, quien yacía sentada en una de las mesas. El saludo entre ellas era efusivo, aunque Alondra no soportaba tocarla pensando en que también había sido tocada por su exmarido. Tomaron asiento, ella había pedido al mesero un coñac, deseaba quitarse un poco los nervios sin que la bebida le fuera suficiente, por lo que decidió encender otro cigarro. La música retumbaba en todo el lugar provocándole unas ansiosas ganas de bailar, pero debía no moverse hasta que el prometido de Emma llegara. No pasó mucho rato cuando Emma, con una exagerada efusividad, se puso de pie yendo hacia él, su prometido, colgándosele del cuello con infantilismo. Enseguida que Alondra lo miró quedó paralizada, un escalofrío la invadió de la nuca sin comprender la razón, era cierta familiaridad en él, una sensación de emoción y miedo. La impresión inexplicable al verlo ahí, parado tratando de quitarse de encima a Emma, la embriagaba y su corazón parecía haberse detenido sin lograr recordar de dónde lo conocía.

—Mira, te presento a Alondra.

Cuando Mateo miró a Alondra, su rostro se desencajó al instante, quería creer que no era la misma mujer a quien llevaba soñando tantos años, pero en aquella mañana, su corazón había despertado acelerado cuando vislumbró en su mano un manchón de óleo sabiendo así que sus sueños no eran del todo parte de lo onírico. En el bar, por unos segundos había congelado el tiempo solo para mirarle los ojos y guardar para siempre esa mirada. Ambos se veían, era el momento en el que las decisiones crearían una consecuencia y él lo sabía. Miraba su vestido negro grabándoselo en la memoria al igual que su cabello y su cuello largo, miraba su mano sosteniendo la boquilla y pudo, fugazmente, oler su perfume a jazmín y lavanda. La quería retener en su reminiscencia para toda la vida, sabiendo que así sería porque esa vez pretendía hacer las cosas bien. En su mente se hallaba el recuerdo de una vida jamás vivida aún, y en la de ella, un sueño no recordado. Él, tratando de recobrar el aliento y con sus manos llenas de imposibilidad, quiso nunca tener que dañarla otra vez, salvarla aun si eso significaba perderla de nuevo, mientras que Alondra, con los ojos exaltados, se llenaba de una nostalgia incomprensible contemplándolo y tratando de recordar dónde lo había visto, preguntándose por qué le era tan familiar, prestando atención a las mancuernas que adornaban las manos nerviosas e inquietas, viendo en el rostro de él un frágil fragmento de luz, algo parecido a la esperanza.

Mateo podía tomar la misma decisión que los llevaría a las vías del tren, a reencontrarse vida tras vida para volver a fracasar, condenándola a vidas interminables de dolor, de vientre vacío y de corazón doloso para, egoístamente, tenerla solo unos cuántos días en cada vida, siendo ésa la primera de todas.

—¿No vas a saludarla, amor? —Emma esperaba que se acercara a la mesa para poderlos presentar, pero Mateo, negando con su cabeza y vislumbrándose en sus ojos una lágrima indecisa, se disculpó, «No. Consíguete otra dama menos vulgar. Parece estúpida», dijo, y con la boca seca, con los ojos cristalinos y el corazón tambaleándose en su pecho, salió del bar con firmeza sin mirar atrás.

FIN

 

 

PRIMERA ENTREGA         DÉCIMA PRIMERA ENTREGA
SEGUNDA ENTREGA         DÉCIMA SEGUNDA ENTREGA
TERCERA ENTREGA         DÉCIMA TERCERA ENTREGA
CUARTA ENTREGA         DÉCIMA CUARTA ENTREGA
QUINTA ENTREGA         DÉCIMA QUINTA ENTREGA
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OCTAVA ENTREGA         DÉCIMA OCTAVA ENTREGA
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