16

Ese pequeño pueblo se veía justo como cuando había llegado, la oscuridad era tan pesada como para no ver sus propias pisadas. A lo lejos vislumbró la única luminaria encendida y su instinto le dijo que era ahí donde debía esperar el camión de regreso. Caminaba de hombros encogidos tratando de no sentir la impulsividad de regresarse, aun con el temor de arrepentirse después, y con una vaga esperanza de que ella fuera tras él, aunque se desvanecía conforme llegaba a la farola. Estando ahí volteó hacia los fantasmales edificios quedando con su vista fija en la única ventana encendida, esperando ver que se asomara, sin embargo, lo próximo que vio fue las cortinas correrse, con lo que sintió a su corazón entristecer preguntándose si acaso había sido un lunático, si había hecho algo que no pudiera reconocer dentro de su demencia; se agobiaba en el temor de haberla jaloneado del brazo en vez de abrazarla, de haberle querido morder la cabeza en vez de haberle besado la frente. Era así la vida que él llevaba en la que todo parecía confuso y caótico e, incluso, ni con eso se sentía listo para medicarse, siempre lo decía «mejor morir loco que vivir cuerdo y miserable». Pese a que Mateo parecía resignado, muy en el fondo odiaba su locura y a veces, como en esa ocasión bajo la farola, le recriminaba a su mamá con el pensamiento, le decía que había sido una muy mala idea haberlo tenido porque, además de haberle heredado el lunar del labio, le había heredado la demencia, pero «gracias al cielo —pensaba—, no heredé su esquizofrenia». Estuvo parado entre el sereno de la eterna madrugada, tallándose las manos frías, así un buen rato hasta que logró entrever a lo lejos las luces del camión aproximándose a él. El camión se detuvo sin necesidad de que le hubiera hecho la parada, las puertas se abrieron de par en par con un incómodo rechinido y Mateo subió notando que no había nadie más arriba, salvo el chofer malencarado y él. Tomó asiento recargando su cabeza en la ventana, partiendo de ahí sin querer pensar en cuándo la volvería a ver. Y ahí, en la pesadez de su realidad y el deseo del sueño, de nuevo la quimera fue haciéndose presente.

 

17

—Para mí, siento que hay solo migajas y, ¿sabes?, me he humillado ante ti para recibirlas con las manos extendidas, ¿es justo? Porque si me dices que esto es lo justo entonces me callo y me quedo contigo, juntito de ti hasta el final, aun si debo coserme una sonrisa mientras te veo casándote con Emma, aun si debo compartirte, pero, ¿qué hay de mí?, ¿dónde quedo yo?, dime dónde me depositaste que no me veo, antes me podía reconocer en ti, y ahora… ahora ni siquiera sé quién soy, no soy más que una extensión tuya y me doy lástima.

Desde que él le había negado el deseo de darle un hijo, casi todos los días habían sido de reclamos, de llanto y papeles de baño en el piso, y al lado de ellos la mujer sollozando con el rímel corrido, con la dignidad hasta los tobillos y el aliento insostenible. Él, como si fuera una pantomima ya ensayada, yacía mirándola angustiado esperando a que pudiera calmarse un poco para tratar de hablar, sin embargo, ninguna palabra que él pudiera sacar se completaba cuando ella expiraba con un reclamo más, y es que, en la inevitable atracción, ninguno de los dos podía dejarse pese a las consecuencias. Así era que él recordaba las palabras de su mamá cuando de niño le había dicho que la vida era tan frágil como el hilo de seda, y no lo había comprendido sino hasta encontrarse ahí, frente a la mujer que amaba y con la cobardía que siempre lo había caracterizado. No estaba dispuesto a perder, él no se veía como un perdedor, no era el mismo de hacía unos años ni de que cuando, de niño, tenía que trabajar junto con su papá, cuando llegaba a casa con yagas en los dedos, cuando su mamá apenas y tenía con qué alimentarlo, cuando vendía periódico, cuando su mamá abandonó a su marido hasta que, en un golpe de suerte, su papá logró conseguir un mejor empleo y crecer poco a poco. A sus nueve años se prometió que jamás volvería a pasar por eso, que nunca tendría que trabajar con yagas en los dedos, y cuando conoció a Emma, esa promesa se arraigó en un deseo hecho realidad al momento en que su suegro le pidió que se asociaran con la cadena hotelera para asegurar al futuro de su hija.

Él, antes de haber hecho aquella promesa, sabía que su pasión era el cine y la literatura, no había más, sin embargo, cuando fue creciendo empezó a notar que nada de eso estaría a su alcance, los libros eran costosos y una carrera cinematográfica, inalcanzable. Resignado y dolido, escribía por pasar el tiempo, pero Emma, la arrogante, consentida y caprichosa Emma, nunca habría aceptado tener a un marido que fuera escritor, claro que aquello era más por el padre de su hijo que por un repudio personal. «Tú no lograrás ser ningún escritor, mejor dedícate a lo que nos deje dinero y ve tu sueño de escribir como un pasatiempo», le decía a veces sin lograr convencerlo, y luego, teniendo a la mujer del vestido en su vida apostando todo a que él era un buen escritor, había hallado la paz que durante tanto tiempo estuvo buscando. Tener que decidir entre la avaricia y el deseo había provocado insomnio y con ello el deseo de calmar su ansiedad con un poco de alcohol al despertar, luego por la tarde, por la noche y casi siempre, aumentando su irritabilidad.

Poco a poco fue dejando de ser él para no reconocerse, justo como le sucedía a la mujer del vestido, su ahora compañera. Esa mujer lo acompañaba en sus pesadillas, secaba el sudor de su frente y soportaba las humillaciones, los malos humores, los comentarios sobre el pronto alumbramiento de Emma y, con tal de no perderlo, soportaba estar en los preparativos de la boda como la madrina. Era quizá el pensar que no tenía ya nada que perder lo que la hacía estar ahí, esperanzada en que algún día él abriría los ojos y se irían juntos para Argentina, México o algún otro lugar en el que pudiera verlo escribir, en el que pudieran leerse sus poemas más tontos sin ser juzgados, libres del fracaso de ser adultos. Pero con ese sueño habían transcurrido los meses, la penumbra no disminuía sino que la abrazaba por las noches entre su llanto recordándole que solo era la amante de un hombre que pronto tendría una familia completa, ella pensaba que si él no se iba era porque la necesitaba como un ancla para la estabilidad y que, cuando el bebé naciera, cuando él se casara y cuando ya no la necesitara, la desecharía como basura.

Era más fácil atarse a una ilusión que entender la crudeza de las circunstancias, y algunas veces, en secreto, ambos pensaban que conocerse había sido un error, los dos fingían ser fuertes siendo que, por dentro, la fragilidad se desplomaba cual grácil pluma por el aire. Cuando dormían separados, los dos, distantemente juntos, se pensaban preguntándose si así era el amor, si acaso ese sentimiento de imposibilidad, de repulsión y atracción, si ese sentimiento de impotencia era amar porque, por mucho que se desearan, en el fondo, tratando día a día de disimularlo, estaban seguros de que no iban a lograrlo. La congoja de ella por perderlo la hacía pensar en que debería reencarnar una y mil vidas más para encontrarlo, creyendo que, en alguna de tantas, por fin podrían estar juntos aun teniendo la opción de decirse adiós en esa vida. Ella no quería despedirse antes de tiempo, para esa mujer, el adiós era el momento de la muerte.

Una vez, en uno de esos días, entre la pasión y el llanto, ella le pidió que le prometiera que, pese a separarse y no volver a verse, seguiría amándola y, además, le hizo prometer que le escribiría un cuento, dos poemas y un guion, «quiero saber qué pensarás en mí de vez en cuando. Si no te vuelvo a ver pero encuentro un poema que hable de mí, sabré que me amaste». Muy pocas veces él lloraba, empero, tratándose de ella y de lo imposible, había llorado más que cuando de niño atropellaron a su perro, más que cuando una Navidad no hubo regalos; lloró más que cuando dio el sí en el altar a Emma, ese día, cuando lloró en el altar, todos se conmovieron creyendo que aquel hombre de fuerte semblante estaba nostálgico mirando a la mujer que amaba, y en cierto modo así fue, pues esos ojos estaban puestos sobre la mujer del vestido de lentejuela, quien miraba cómo el hombre a quien amaba estaba casándose.

 

18

Después de la boda no hubo una luna de miel, todo fue más frío de lo que Emma pudo creer que sería. Ella siempre había estado consciente de que Mateo no la quería, al menos no como esposa, pero jamás iba a permitirse que la sociedad la mirara como una madre sin esposo.

Los días estuvieron llenos de crudeza pues el alcohol se había convertido en un hábito para él, tratando de cubrir así su soledad, ya que la mujer del vestido yacía ausente, no tenía alguna noticia de ella y en cierta forma se arrepentía de no haberle dado al hijo que tanto le pedía, al menos, sentía, un hijo con ella habría sido el puente sacramental como prueba de que su amor era lo único cierto entre tanta mentira. Mateo había descuidado a los hoteles, a su esposa y a sí mismo, esperando solo el momento de que el hijo de Emma, ya que así se refería a él, naciera. A veces, en sus soledades le escribía cartas a la mujer del vestido que acumulaba en un cajón seguro de que algún día se las entregaría en persona, pero pasaron los meses sin tener noticias suyas, enloqueciendo cada vez más y queriendo vivir cada día menos, hasta que el 22 de octubre, cerca del día del parto, apareció tocando la puerta. Enseguida que escuchó al timbre supo que era ella, pero paralizó en el sillón de la sala esperando con incertidumbre que Emma abriera. La voz, esa voz resonaba en él haciéndole escurrir la lágrima, tragado grueso, temblado de las piernas y de las manos sintiendo a su corazón rebotar en su pecho. Primero escuchó el saludo, un efusivo «¡qué hermosa!, ¿cuándo nace?» y supo que acariciaba la panza de Emma, después oyó los pasos firmes, la misma seguridad que había conocido en ella la primera vez que la vio, y por último, como una visión, la miró parada frente a él con una fingida sonrisa entre sus ojos cristalinos.

—Amor, mira quién vino a visitarnos.

Él deseaba con todo su ser poder fingir que no moría por besarla, pero tanto las lágrimas como sus ojos lo delataban. En cambio, ella parecía más indiferente, como si de verdad fuera tan solo la amiga de la familia, como si todo ese amor que había derrochado en el cuarto del hotel nunca hubiera existido, como si él le fuera indistinto. Le extendió la mano sonriendo, «mírate, la barba te sienta bien», dijo. Mateo, aún con la mano trémula, respondió al saludo sin poder cerrar la boca, su semblante era lo próximo a estar mirando a un fantasma que había vuelto de la muerte tras casi medio año de cruel ausencia.

—¿Quieres algo de tomar?, ¿ron?

—Sí, por favor —y tomó asiento frente a Mateo esperando a que Emma se fuera por los tragos.

Ya a solas, con él pareciendo que desmayaría, su mirada se tornó aún más fría, cosa que él no podía explicarse.

—¿Por qué me dejaste?

—¿Yo?, ¿estás seguro que fui yo quien te dejó?

Mateo limpió sus ojos intentando recobrar la postura.

—Te fuiste y regresas así, como si nada. Dime que volviste para quedarte.

Ella se echó a reír.

—No, querido, no te equivoques. No vine por ti, vine por Emma —respondió altiva.

Mateo no lograba comprender la pesadilla que estaba viviendo, tal parecía que ella no lo amaba, pero se rehusaba a creerlo. No podía desaparecer tan rápido algo que parecía haberles quemado los huesos. Y antes de poder seguir con sus interrogaciones, Emma volvió con el ron en la mano.

—¿De qué tanto hablaban?

—De nada, de lo mal que se ve —volvió a reír con sarcasmo, era exactamente tan cínica como la primera vez que la había visto.

—¿Ya le contaste a Mateo por qué viniste?

—No, no, apenas iba a decírselo.

Mateo empezaba a sentir ansiedad y paranoia.

—Pues —tomó de la mano a la mujer—, ella vino para acompañarme en mi parto, solo estará aquí en lo que nace la bebé y se irá para Argentina.

Sin duda, la mujer del vestido se estaba enterando que sería una niña, y por su mente pasaba que esa niña podría tener la cara de su ex marido.

—¿Dónde se quedará? —se apresuró a preguntar Mateo.

—Pues en uno de los hoteles, mi amor, ¿o qué, pensabas que aquí?

—Sí, se quedará aquí.

La sonrisa de Emma se desvaneció de tajo tratando de disimular su sorpresa.

—¿Aquí? Pero…

—Sí, aquí. Yo, la verdad, me sentiré más seguro que esté aquí por si tu bebé nace y yo no estoy. Tu papá no podría atenderte, yo, puede que no esté, mejor que se quede aquí, pediré que le preparen una cama.

—¿Puede que tú no estés aquí?, pero si te la vives encerrado, Mateo. ¡Por Dios!

Ya era evidente el disgusto de Emma, sin embargo, ni la mujer del vestido ni Mateo decían lo contrario. La sonrisa disimulada de la mujer del sombrero le hacía ver a Mateo que ella todavía lo amaba. De inmediato le mandaron a preparar una habitación, después, Mateo corrió al baño para rasurar su barba, peinar su cabello y perfumarse, poco le importaba lo que Emma pensara de él, su único deseo era volver a estar con la mujer del vestido, escabulléndose esa noche en su cuarto, dejando a Emma dormida y a unos minutos de comenzar a parir.

—¿Qué haces aquí?

La mujer lo miró sorprendida cuando entró sin avisar.

—Quiero que me digas por qué viniste, y no me mientas.

Ella se puso de pie yendo a mirarlo de frente, con su semblante frío.

—Vine por ti, vámonos.

—Mujer, ¿qué hago contigo? Sabes que no puedo irme.

—Entonces, dame un hijo —su altivez la hacía ser aún más imponente.

—Basta, por favor, deja de torturarme.

—Vengo por lo que es mío.

Antes de poder continuar con su plática, los gritos de Emma retumbaron en toda la casa haciéndolos correr hacia su cuarto. Nadie, ni Emma, se preguntaba por qué Mateo y la mujer estaban juntos, lo único que importaba era la escena dantesca de las sábanas llenas de sangre y de Emma desgarrándose la garganta por el grito que ya no podía salir más. Mateo paralizó, el momento había llegado, siendo la mujer del vestido quien socorrió a la parturienta, pidiéndole a él que saliera.

Mateo solo escuchaba gritos, pero ninguno de bebé, pensando que era inútil continuar afuera del cuarto y prefiriendo ir por un trago al estudio, ahí, donde la molestia de los berridos era menos. Reposó su cabeza en el sillón esperando a que el bebé naciera, pensaba muchas cosas en ese instante, entre ellas que nunca podría irse de ahí, y no porque no quisiera, sino porque deseaba dejar de ser malo. Ya varios errores había cometido, ahora tendría a un bebé entre sus brazos, podía pedir la redención a través de él, pues temía al infierno. Pero la mujer… ¿cómo iba a dejar de nuevo a la mujer que amaba?, tanto le había sufrido esperándola llegar y ahora, que como un regalo ella estaba junto a él, no podía tenerla. Entre esos pensamientos pudo notar que ya era tarde, entonces apareció la preocupación que se volvió más grande cuando escuchó a Emma gritar su nombre.

Los pasos parecían cortos hasta llegar al cuarto, en donde se encontró con Emma histérica sin ver a la bebé ni a la mujer en la habitación.

—¡Se la llevó!

—¿Quién?, ¿y la bebé?

—¡Se la llevó, se llevó a mi hija!

—El tren…

El corazón de Mateo parecía haberse detenido con el terror invadiéndolo del cuello hasta los pies, así que entendió la gravedad de las consecuencias saliendo de ahí lo más rápido posible, sabiendo exactamente en dónde hallar a la mujer y a la niña. Pensaba que ella no podía irse para Argentina, ahí Emma conocía su casa, así que supo que iría a México, rogando por llegar a tiempo a la estación del tren. No podía, sentía sus pasos ralentizarse, el aire le comenzaba a faltar y pensar en manejar o en tomar un taxi no era opción, eso sería perder tiempo, así que prefirió seguir porque la mujer no le llevaba mucha ventaja, así fuera en auto, el tren más próximo todavía no iba a salir. Esperaba no errar y hallarla ahí, en su mente yacía la imagen de Emma desgarrada en llanto y, conociéndola, iría tras él pese a su convalecencia.

Poco faltaba ya para la estación, la gente no era mucha pues las horas eran altas. Fácilmente la reconocería, y un alivio apareció cuando miró su cabello negro brillante y su cuello largo que sobresalían en el pasillo, ahí, a la orilla esperando el tren. Mateo, sintiendo que la volvería a perder, logró llegar a ella mirando que en sus brazos tenía a la bebé.

—No te vayas, por favor. No te vayas.

La mujer volteó a verlo, su semblante estaba empapado en lágrimas.

—Tiene tus ojos, Mateo —la mirada de ella estaba perdida, parecía fuera de sí.

—Mira, vámonos. Deja a la bebé aquí, Emma viene por ella, tú y yo vámonos, por favor. —suplicaba angustiado.

—¿Me crees tonta? Sé que me mientes —decía quebrándose—, en cuanto deje a la bebé te irás con ella y me volveré a quedar sin nada.

—No te vayas. Te esperé tanto, tanto. Me dejaste —Mateo sollozaba, pero en ella veía una firme decisión. El tren se escuchaba cerca, sabía que ya no le quedaba tiempo.

Perderla, perderla una vez más era el mayor de sus miedos, una pesadilla que volvía a vivir, pero antes de poder detenerla miró a Emma abalanzarse con dificultad contra ella tratando de arrebatarle a la bebé, a quien apenas y había podido mirarle la manita. La mujer logró empujar a Emma, quien se encontraba débil, mas no pudo sostenerse. Mientras que la mujer caía a las vías el tren llegaba y Mateo, en un intento desesperado y fallido, sin pensarlo, quiso salvarla sin hacer intento alguno por tomar a la bebé.

El tiempo se congeló, todo quedó impávido como si ese momento jamás hubiera existido. Los ojos de él quedaron petrificados en el tren, intentaba entender lo que acaba de pasar queriendo pensar que no era cierto, pero los gritos de la poca gente que había en la estación lo hicieron reaccionar. Con miedo asimilaba la escena, escuchaba que pedían mover el tren, pero otros decían que no era buena idea, que ya no había mucho que rescatar. Miraba a Emma ensangrentada postrada en el piso, veía a las personas, observaba sus bocas moverse pero no escuchaba qué le decían, en su cabeza solo estaba la imagen de la mujer. Un hombre le pidió que se sentara diciéndole que pronto llegarían más familiares, eso significaba que el papá de Emma estaba por llegar. Miró de reojo la placa de policía pensado que no tenía sentido su presencia en el lugar, pero le insistía en que tomara asiento. Mateo le hizo caso buscando con la mirada a Emma, a quien ya habían recogido los paramédicos, así que solo quedaba él tratando de no perder la poca cordura que le quedaba. El policía palmeaba su espalda, «cuando esté listo, puede declarar», y se marchó a tomar notas viéndolo asomarse bajo el tren y llevando su mano a la cabeza con repulsión.

—Lamento su pérdida —un policía más se había sentado a su lado ofreciéndole un cigarro—. Mire, yo no soy bueno para estas cosas, pero qué desgracia —se quitó el sombrero tallando su cabeza.

—Tolstói… Esto fue mi culpa.

—No, no creo que haya sido su culpa. Su esposa ya nos contó un poco de lo que pasó aquí, y nos dijo que esa mujer estaba loca. Eso no fue su culpa.

—Si yo no nunca la hubiera conocido, ella seguiría viva.

—¿Su bebé?

—Alondra.

 

 

(CONTINUARÁ)

 

 

 

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