Los amantes no habían planeado amarse, jamás pensaron en aquella posibilidad cuando se rodeaban de sus propias carnes en cada noche, noche tras noche poseyéndose en los rincones de los hoteles mientras que Emma, en casa y mirando las horas transcurrir, pensaba que de seguro él estaba con cualquier otra amante, cualquiera menos esa mujer a quien consideraba tan estúpida y poco valiosa. Quizá para Emma estar embarazada del exmarido de su amiga no era algo malo dentro de su poca moral, y es que ese amorío había comenzado años antes de que conociera a Mateo.

La mujer del vestido de lentejuelas tenía apenas dos años de haberse casado cuando decidió invitar a Emma para presentarle a su marido. Para Emma, viajar hasta Argentina había sido todo un reto, pues su padre no era de esas personas confiadas, sin embargo, tratándose de ir a ver a su amiga no podía haber impedimento. La mujer del vestido de lentejuelas jamás iba a dejar a Emma sola en una habitación de hotel, por lo que brindarle hospedaje en su casa, junto con su esposo, no le representó inconveniente, a excepción de la atracción inminente que sintieron Emma y él. La mujer del vestido de lentejuelas, en aquel entonces, carecía del ingenio para pensar mal de las personas, razón por la cual no se percató de la coquetería que empezó dentro de su propia casa, a cualquier cosa extraña, por más obvia que pareciera, había tratado de darle otro sentido menos drástico. Aquella ingenuidad se debía, tal vez, al matrimonio estable de sus padres, a su familia pequeña, pero firme, a sus idealizaciones sentimentales leyendo en noches solitarias a Bécquer, a Carpentier, a las novelas esperanzadoras de Dickens y a Fitzgerald, mientras yacía acurrucada junto a la chimenea de su sala soñando con conocer a aquel hombre de quien se enamoraría a primera vista, y sí, algo así sucedió para ella en Otoño de 1934, cuando los socios argentinos de su papá fueron a cenar a su casa. En esa noche conoció a Ricardo, quien quedó embelesado con su belleza a primera vista sin dejar de cortejarla, empero, no fue lo mismo para ella, hasta que, después de varios intentos, cartas, regalos y poemas logró conseguir su atención. Ella no quedó enamorada a primera ni a segunda y menos a tercera vista, quedó enamorada al leer, entre tantísimas cartas, un poema que hablaba sobre el olor del cempasúchil y del copal, además de sentir la presión de su papá por cerrar tratos con aquella familia.

Para un escritor como Ricardo, escribir las palabras exactas no era complicado, incluso con el tiempo que le había tomado encaprichado para tenerla.

La nana de esa mujer, bruja hierbera, le contaba historias fantásticas sobre los cementerios y los fuegos fatuos, le había enseñado una tarde de miércoles a limpiar el mal de ojo con un huevo y a que barrer siempre debía hacerse de noche poniendo la escoba recargada tras la puerta. Le enseñó que cada hierba tenía un poder de sanación, cómo tratarlas y cómo hablarles, pues, según ella, la naturaleza podía escucharla; «solo tienes que rezarle bien, mi niña. Y cuando sientas que hay un ambiente como amarillo, que se vea sepia la luz, prende ruda con copal y pon bajo las puertas un vasito con agua y sal. Dile a los muertitos que se vayan a descansar porque luego vienen a atormentarnos, se les olvida que ya no están entre los vivos y los debes regresar al Mictlán», le decía con toda la verdad en su boca. En una ocasión, nana le leyó el café, era una de esas tardes de aguacero, cerca de julio. Los ojos de nana se abrieron más de lo normal dando un salto para atrás y luego persignándose.

—Mi niña, muñequita mía, andas trayendo muchas muertes en tu espalda.

—¿Cómo, nana? No me espantes.

—Corazón, tu alma es un alma peregrina, pero no va sola, tienes una alma compañera que va de vida en vida contigo, mi amor, siempre se pierden —decía con angustia—. No dejes que te rompan tus sueños, encuéntrate con tu alma compañera, pero —suspiró hondo, hondo, inflando su robusto pecho— no olvides que las almas no siempre se encuentran para estar juntas, también se buscan para despedirse, para darse la paz como debe ser y no volver a encontrarse en otra vida.

—No te entiendo —le tomó de las manos.

—Hay almas destinadas a estar juntas pero no aquí, sino allá —dijo señalando al techo—, entonces, es aquí donde deben despedirse prometiéndose que, al morir, se irán en paz para poder reencontrarse y no encontrarse aquí, en este plano, vida tras vida, forzando algo que aquí no puede ser. Hay almas que están destinadas a encontrarse solamente para dejarse ir en paz.

—Pero, entonces ¿por qué deben reencontrarse?, ¿no es mejor nunca conocerse?

—Son los tratos que se hacen antes de nacer, mi amor. Si en la primera oportunidad fallan, ¿para qué volver a fallarse en otras vidas?, mejor encontrarse para despedirse, cerrar lo que tenían pendiente y verse del otro lado.

—Pues si yo me encuentro con mi alma compañera no me quiero ir de aquí sin él.

Era ese entorno místico lo que había hecho a esa mujer crecer creyendo en que la magia existía al igual que en la bondad de las personas, casi sin creer que la muerte fuera algo real, sin conocer la deslealtad hasta esa tarde en la que miró a Emma durmiendo con su esposo entre la desnudez y las sábanas. Prefirió callar, fingir que no pasaba nada hasta que en verdad no pasara nada, y en el momento en el que supo que Emma ya estaba con alguien más, lo creyó; nada pasaba. Sin embargo, los viajes de su esposo comenzaron a ser cada vez más frecuentes y, aunque él juraba que era por trabajo, los caracoles decían lo contrario y el café gritaba «Emma, Emma», hasta que la catástrofe real apareció. Ella había preferido callar, no decir nada ni a uno ni a otra para ver si volvía a creer que nada pasaba, pero la noche de un 22 de noviembre, cuando le dijo a su esposo lo mucho que deseaba tener un bebé, el mundo de aquella mujer se desmoronó. A partir de esa ocasión, cada vez que pedía tener un hijo, su esposo malhumoraba, azotaba puertas, aventaba cosas; así se pasaron unas cuantas semanas hasta pasar un mes entero lleno de enojos, ya sin ser tocada por él, cada vez sintiéndose más y más mundana, hasta que, sin previo aviso, él se fue, la abandonó para ir tras Emma, la mujer a quien amaba y que, además, llevaba a un bebé suyo.

En ese instante dejó de creer en todo lo que su nana le había enseñado, al verse sola, rota y abandonada por la gente a la que más había adorado supo que era el momento de querer algo suyo, algo que nadie nunca pudiera arrebatarle, porque el bebé que Emma llevaba en su vientre debía haber sido de ella, era ella quien merecía los afectos de su esposo, la atención y los mimos, no Emma, pues Emma ya tenía a su prometido.

Esperó y esperó mucho a que su marido volviera a casa, cuando vio que eso no iba a suceder esperó a que Emma le dijera algo, al menos una burla, y pronto comprendió todo. Su marido jamás se había ido de Argentina y nunca le mencionó a Emma que su esposa sabía la verdad, por lo que Emma, tan ingenua y torpe, decidió quedarse con Mateo e inventar que había conocido al marido de su amiga en su ciudad, no en Argentina, mentira que su papá aprobaría sin saber la verdadera razón.

Emma había rechazado la propuesta de Ricardo acerca de casarse y tener una familia, por tanto, él nunca partió al recibir una pronta respuesta a su carta matrimonial, pero tampoco iba a volver con su esposa, pues ya no la amaba y menos deseaba darle un hijo, tan solo pensar en tocarla le causaba repulsión. Para Emma todas las cosas se acomodaron a su favor, haber dicho que se habían conocido en la breve luna de miel hacía parecer que todo había sido más casual y no que había estado en la casa de ellos la primera vez, después Mateo, al enterarse de que tendría un bebé, decidió pasar mucho más tiempo lejos de ella. La mujer del vestido se había dado cuenta de que Emma seguía agarrándola de su tonta, entonces no le quedó más que fingir demencia, que jamás tocar el tema de haberlos visto desnudos a su marido y a ella, y así, con Ricardo fuera de su vida sin decirle sus verdaderos motivos y con Emma incrédula pudo planear mejor su venganza, la cual pareció funcionar cuando fue invitada para ser la madrina en la boda.

Haberlos encontrado en aquella ocasión en la cama era la única prueba fidedigna de que Ricardo y Emma eran amantes, lo demás habían sido las palabras de los caracoles y del café.

La mujer solo quería un bebé, y si su marido se había negado en dárselo, el prometido de Emma, de quien sabía su fama de mujeriego, no podría negársele mucho y así, pensaba, podría devolverle a Emma exactamente todo lo que le había hecho, ya que su nana decía que la brujería y el karma se quitaba con un espejo y sal, sin jamás advertirle que los planes no siempre funcionaban. Los caracoles ni el café le dijeron a esa mujer que atesoraría las mancuernas de su amante, que lo miraría dormir cada noche pensando que podría ser la última, que ese caos se convertiría en su refugio y él en una especie de hogar, no le advirtieron que más que desear un hijo suyo por venganza lo desearía por tratarse del hombre al que amaba. Su infantilismo, que había quedado pausado en un limbo junto con su ensoñación, regresó a ser cuando lo conoció, cuando lo miró por primera vez y sintió justo lo que siempre había querido sentir, aunque todo eso, ese mundo iba desmoronándose poco a poco al saber que la fecha para la boda se acercaba, y más aún, cuando el parto de Emma estaba próximo.

—Vámonos de aquí tú y yo, vámonos a Argentina, dejemos esto, por favor. Insistía todavía sin poder sostenerse siendo abrazada por Mateo, quien la recostó en la cama.

—No puedo, no me pidas eso, ya te lo dije. Lo perdería todo, todo por lo que he trabajado se iría a la mierda, no puedo dejar a Emma y menos embarazada, su papá se encargaría de destruirme, ¿y qué tengo? —decía con impotencia—, mira, no tengo nada, nada de esto es mío, esta fantasía de ser el empresario, de tener hoteles, todo esto no es mío, me lo dio su papá. Dejar a Emma implicaría dejar mi vida y quisiera, por Dios que quisiera decirte que me arriesgo, desearía, sí, dejarlo todo e irme contigo, pero qué puedo darte si no tendría nada.

—Lo resolveríamos. Por favor, dime si esto que hemos vivido es verdad.

La mujer no podía parar su llanto, el solo pensarlo yéndosele de sus manos, siendo su amante mientras que Emma sería la esposa, teniendo un hijo y a la familia que le tocaba a ella, la hacían sentir inmune, poco capaz y sin coherencia.

—En qué te metí. Si tan solo hubiera pensado que estaríamos así, no te hubiera involucrado —le tomó las manos—. Eres mía, no me perteneces, pero eres tú, no tengo duda. No sé por qué las cosas deben ser de un modo, no sé por qué debo elegir y, además, debo elegir lo correcto, pero no puedo dejar a Emma sola y embarazada. Cariño —pasó de las manos a tomarla de la cara—, eres una mujer libre, hermosa como solo tú, no debes desperdiciar ni tu tiempo ni tu vida conmigo, yo soy demasiado cobarde para arriesgarme. He preferido ser infeliz pero teniendo confort. Tú, vida, tienes alas, úsalas.

La mujer volteó a verlo con recelo quitándole las manos de su cara.

—Deja de hablar como un idiota —dijo firme—, a ti no te quedan los sentimentalismos.

—No, no estoy fingiendo y tienes razones para no creer en mí.

Desde que estaba con esa mujer había dejado de lado a sus demás amantes, a quienes ni por Emma había quitado de su vida, solo, el único inconveniente, era no poder romper su compromiso. La mujer claro que lo sabía, pero no le cabía ni en la cabeza ni en su orgullo seguir siendo su amante sin tenerlo para ella sola.

Estaba ofendida, destrozada y con el rímel escurrido junto con las lágrimas. Debía tomar una decisión antes de que se hiciera la boda y naciera el bebé, sus opciones, por desgracia, no eran muchas. Se había maldecido una y varias veces por no haber cumplido con su plan, por sentirse tan vulnerable al lado de él y tan inmensa, siendo esa inmensidad lo que más le dolía, pues junto a Mateo podía jurar, como hacía años, que la muerte no existía. Pero el dolor, el dolor enervante que le apretujaba el estómago ahogando su voz, quitándole la respiración, le decía que hablara desde él, que explotara porque era su derecho amando tanto a un hombre que no se arriesgaba a amarla por completo, le susurraba que fuera egoísta.

—Si no vas a quedarte conmigo solo quiero pedirte una cosa —dijo entre dientes—, solo una jodida cosa y no puedes negarme nada después de que me dejarás para irte con Emma.

Él tragó grueso quedándose quieto, viéndola fijamente.

—Lo que quieras —respondió sin titubeos.

—Un hijo. Quiero que me des un hijo.

 

 

(CONTINUARÁ)

 

 

 

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