El hombre recorría su piel con el mismo cuidado con el que se acaricia a un colibrí, como si esa piel fuera el ala rota de una mariposa. Podía sentirla temblar y ello provocaba en él cierta ternura pensando en cómo una mujer así estaba nerviosa con el tacto entorpecido de un hombre tan brusco como él, quien entre sus amantes era poderoso, mas nunca delicado, solía tomarlas lo mismo que tomaba la botella de ginebra, con fuerza. Pero esa mujer le provocaba sensaciones de una vieja adolescencia olvidada, el tacto le recordaba a los pétalos aterciopelados de las rosas y al aroma de los jazmines frescos de la casa de su abuela, le recordaba a los jardines espesos y frondosos de la casa de su madre y a los barcos que de niño miraba desde el muelle sosteniendo la mano de su padre. Él, en su frágil pensamiento, no entendía cómo todo ese mundo de crisálidas tornasoles cabía en un instante tan efímero, pero ahí estaba, colgado de los labios de aquella mujer que sabía, claramente, podía destruirlo con solo mirarlo. Ella se acercaba a su pecho, trataba de encajar en él, de acurrucarse, de sumergirse, de esconderse en ese pecho blanco lleno de constelaciones por lunares, y luego, al verlo, sus ojos se perdían en la inmensidad de esas pupilas color anís, en las alargadas pestañas tan oscuras color infinito y en la profundidad del olor a alcohol que salía de sus alientos chocando, golpeándose en espirales para evitar al beso que era inevitable. Saboreaba la carnosidad de fresas, de cerezas, de esa boca con labios tan rojos como su sangre misma que hervía en ese momento tratando de prolongarlo, que hervía entre el placer, el deseo y la culpa, queriendo no castigarse por sentir lo que sentía, por repeler al enemigo, por fallar en sus planes.

Las palmas de sus manos se unieron y la línea de la vida coincidía exactamente con la del otro, parecido eso a una maldición. Ella lo tomó entre sus manos arrojándolo en la cama y, al despojarlo por completo de la camisa, contempló anonadada que la piel traslúcida de él le semejaba un mapa de estrellas, toda, del pecho a la cadera y del estómago a la espalda, en toda esa piel las tenía salpicadas, desde Andrómeda hasta Orón y pasando por Casiopea, mismas que fue uniendo beso a beso hasta toparse de nuevo con sus labios. No evitaban mirarse sabiendo que no podía ser ésa la única vez, y si alguno paraba, el otro seguía.

El reloj de la pared se detuvo, cesó el tiempo en aquella habitación de hotel y las partículas de la luz quedaron suspendidas al igual que la gota del lavamanos y que las sábanas revueltas de la cama, era solo el momento entre ellos lo que existía, la tibieza del sudor, la carne arañada, las caderas rítmicas y un tenue gemido que rompió con la atemporalidad para volver, con un grito, al presente. Terminaron y, exhaustos, mirándose fijamente a los ojos para reconocerse el uno en el otro, quedaron mudos, entonces él reclinó su cabeza hacia el pecho de ella, quien lo acurrucó sin titubear pasando los dedos entre su cabello, acariciándolo mientras pensaba qué acababa de hacer. Las cosas no habían salido del todo como ella esperaba, pues la venganza no implicaba ritmos extraños entre latido y latido, solo el placer de ser ahora la amante, sin embargo, se sabía acogiendo la cabeza de quien debía ser su presa y, además, no deseaba soltarlo. Pasaron así unos minutos más hasta que él se despabiló enderezándose, cogió su ropa y entró en la regadera, ella se inmutó permaneciendo en la cama, aunque quería levantarse y acompañarlo, así que, mientras él se bañaba, decidió salir lo más rápido que pudo tomando entre los brazos su bolsa y, en un arrebato, las mancuernas, como souvenir, que estaban en el buró.

La puerta se cerró con delicadeza, pese a que él pudo escucharla entre el agua de la regadera. Por un momento pensó en detenerla, pero nunca había frenado a ninguna mujer y una amante más no sería la excepción, salvo que sentía que tras ella una parte suya también se había ido. Enjuagó su cara y cerró la llave, el abrir de la puerta y una luz cegadora hicieron que Mateo despertara.

 

 

14

Mateo dio un profundo bostezo tallando sus ojos aún adormilados, luego se puso sus lentes y volteó hacia la ventana mirando también al niño que lo acompañaba, dormido. A través de la ventana el paisaje dejaba de ser montañoso para empezar a vislumbrarse casas, lo que le hizo saber que estaba finalmente entrando al pueblo en el que la mujer del sombrero vivía. Su corazón se fue acelerando conforme pasaron los minutos hasta que el autobús empezó a estacionarse, ahí los nervios le regresaron haciéndolo mirar una y otra vez su teléfono, pero de la mujer del sombrero no encontraba nada, solo mensajes de Jimena preguntándole si ya había llegado.

Los pocos pasajeros que iban comenzaron a bajar mientras que Mateo esperó sentado, hasta que vio al último señor bajando con un morral café, así que tomó una profunda bocanada de aire y se dispuso a avanzar. En cuanto puso el primer pie en el piso de aquel pueblo de cielos morados, notó que todo yacía en completa oscuridad, si acaso las estrellas se veían esparcidas y eran ellas la única luz que percibía, todos los pasajeros que acababan de bajar ya no se encontraban, estaba solamente él en un lugar desconocido. En medio de la calle, si pudiera saber que era una calle y no la carretera, revisó su celular en donde traía anotada la dirección de la mujer del sombrero y comenzó a caminar, a la par que avanzaba, las farolas amarillas se encendían una a una en tanto que, las que quedaban atrás, iban apagándose de nuevo. La soledad de esas calles era demasiado pesada, más todavía de lo que él acostumbraba, esa soledad le hacía sentirse en una película de David Lynch en donde, en cualquier momento, algún ser extraño aparecería cantando desafinadamente, pero por suerte eso no estaba sucediendo, eran solamente banquetas sumergidas en la penumbra hasta que, bajo la luminaria de un poste, pudo ver un alto edificio rosado de puertas y ventanas azules, así que lo supo, en seguida supo que era en ese edifico donde ella vivía. Vislumbró desde ahí a todas las ventas y solo una estaba abierta de par en par, de donde la luz del departamento salía. No tenía duda, era ella. Ella debía ser la única luz que salía de todas las casas invisibles en la penumbra de una pesada oscuridad, y ahí estaba él iluminado por la farola, las dos luces; una frente a otra. Guardó su teléfono y dio el primer paso hacia adelante, entonces la luz de la luminaria lo siguió, con extrañeza dio un paso hacia la izquierda y el mismo movimiento de la luz se presentó, pensó en su locura, pero para ese momento ya nada de eso importaba, estaba ahí, al fin estaba cerca de ella. Se dirigió al edifico buscando alguna entrada, sin embargo, todas las paredes eran ventanas, ni una puerta había en él. Dio vueltas pensando cómo llegar hasta esa ventana, y entonces lo recordó, pero incluso subir era imposible, y en un último intento por ser leído le envió un mensaje diciéndole «la ventana está muy alta». Tallaba sus manos, pues el frío comenzaba a sentirse, y miraba una y otra vez a la ventana sin que ella se asomara, hasta que, luego de un buen rato, la silueta de una mujer recorrió las cortinas, y aun sin sombrero la reconoció. Su corazón parecía haberse detenido súbitamente para luego volver a latir con más fuerza cuando ella le arrojó una llave.

—¿Por dónde subo? —le gritó tembloroso.

—Por la puerta —dijo ella señalándole una puerta que, juraba él, antes no estaba.

Entorpecido por los nervios trataba de abrir una y otra vez hasta lograrlo, entrando de golpe y subiendo las escaleras lo más rápido que sus piernas podían avanzar. Sentía que aquellas escaleras eran infinitas, escalón tras escalón en ese edificio rosado con una y otra y otra puerta azul en penumbra y, al fin, en una de esas tantas puertas pudo detener sus pies cuando miró a la mujer del sombrero frente a él. Lo contemplaba asombrada, de sus mejillas rodaban algunas lágrimas y no podía más que recibirlo abriéndole los brazos. Mateo se abalanzó de inmediato a ella dando gracias por al fin sentirla en su cuerpo, por estar en ese instante en el que, por primera vez en su vida, creía en algún dios. Esa mujer se sentía tan cálida como las flores de mayo, su cabello perfumaba un néctar a miel y a lavanda, y si algo era parecido a un hogar para Mateo, debía serlo ella, quien lo apretaba con fuerza sollozando sobre su pecho, apenas y podía despegarse de él para respirar. Ninguno se soltaba, se tenían aprisionados entre sus brazos.

—Viniste.

—Sí, aquí estoy, aquí estoy —y más se escabullía en su regazo—. ¿Por qué todo es tan raro aquí?

—No hagas caso, no pienses en nada, estás aquí, conmigo y somos tú y yo, tú y yo. Ven, vamos dentro, aquí hace frío.

La mujer lo tomó entre sus manos para conducirlo a su departamento donde todo era un poco más normal, en él había luz, calor a hogar y de las ventanas podía verse la calle iluminada y transitada por autos y personas cerca del anochecer. Miraba todo el lugar, las paredes blancas salpicadas de óleos de colores, las mantas en los bastidores, algunos cuadros a medio terminar, estaba enamorado de ese olor a linaza, de la planta junto a la ventana que le daba todavía más vida a ese departamento, de las cortinas diáfanas, del jazz que sonaba desde la cocina, de ella poniendo el agua para té en la estufa, ya que el alcohol no era buena opción.

—¿Cuánto de azúcar?

—Solo dos cucharaditas, por favor.

—Ni siquiera te pregunté si tomas té, pero es eso o agua, el café, de un tiempo para acá, me causaba insomnio, así que tuve que dejarlo. Perdóname si no parezco muy efusiva, es que… ¡Dios!, no puedo creer que estés aquí, te esperé tanto, tanto, todos los días despertaba pensando que te vería, que al no saber de mí vendrías a buscarme, siempre pensando que podrías dejar tu alcohol y venir a mí, y ahora —extendió sus manos hacia él—, ahora aquí estás y no quiero pensar en tu regreso a casa, quiero que estés conmigo siempre —su voz se entrecortaba por el llanto.

—No, no pensemos en que voy a regresar, estoy aquí y es lo importante, y quiero que hagamos las cosas que dijimos que haríamos al vernos, quiero que nos echemos en el piso a escuchar nuestras canciones, a que me cuentes tus miedos, de tu pasado, que me cuentes sobre tus sueños extraños y sobre los fantasmas que veías, quiero escucharte.

—¿Por qué no me escuchaste antes si tantas ganas tenías?, ¿de verdad debías perderme para encontrarme?

—Sí, casi todo lo valoro luego de perderlo, pero nunca había luchado por recuperar nada, ni a mi cordura.

Mateo se echó al piso alfombrado poniendo sus brazos tras la cabeza, miraba el techo de tejas y las a lámparas colgar de él, y pensaba que estaba en un lugar seguro. Escuchaba a Nina Simone y creía en los ángeles, más todavía cuando miró los pies blanquecinos y descalzos de ella, quien se sentó a un lado suyo dándole la taza con té.

—Es jengibre y canela, te hará bien.

Soplaba el té viendo que el humo que desprendía era verde, no lo comprendía y tampoco quería intentar hacerlo, no deseaba espantarla porque pensaba que lo que pudiera estar viendo quizá no era la realidad, solo su demencia torpe y de barata creatividad.

—Está muy sabroso, gracias,

—¿No trajiste maletas o ropa?

Mateo negó con la cabeza.

—¿Me veo mal o algo así?

—No, no. Lo preguntaba por si querías guardar algo en el ropero. No te ves mal, Mateo, así estuvieras vestido como mono de circo, no te verías mal.

Él sonrió sorbiendo de su té, la verdad era que odiaba el té, le parecía una bebida con poca gracia, pero ahora que lo tomaba al lado de ella, parecía no ser tan malo.

—¿Y si pones el casete que te grabé?

La mujer del sombrero no lo pensó dos veces, enseguida se levantó yendo a buscarlo entre los libros apilados en el suelo.

—¡Lo tengo!, lo había escondido porque escucharlo me hace llorar mucho —sacó el pequeño reproductor dándole a él uno de los audífonos.

Recostados en el suelo, con una mano persiguiendo a la otra desde la punta de los dedos, escuchaban la primera canción mirando a las tejas. Ella volteó para verlo, se quedó así por unos segundos poniéndolo nervioso.

—La música suena diferente contigo aquí, puedo verla, podría pintarla con colores vívidos, hermosos —y acercándose a él, lentamente le quitó los lentes—, y tus ojos son como ella.

Para Mateo, ninguna sensación se asemejaba con lo que sentía ahí, jamás había compartido sus canciones con alguien y menos se había tumbado en un suelo ajeno a escucharla, pues era demasiado celoso con su mundo, pero, aunque no se lo decía, él también podía ver a la música dibujarse entre las mejillas de esa mujer, los colores recorrían su cara y llegaban hasta la punta de su cabello, el cual, sin sombrero, se ondeaba.

—¿Por qué usas ese sombrero?

—Porque no sé peinarme —se echó a reír tapando su boca con la mano.

Los nervios en Mateo no se iban del todo, pese a estarlos controlando. La miraba una y otra vez intentando asimilar que estaban juntos.

—Hay un poema que me recuerda a ti —la tomó del cabello acariciándolo con sutileza—, pero soy muy malo para decir poemas.

—No importa, dímelo, por favor. Dímelo bajito, muy bajito aquí, en mi oído —inclinó su oído a él, quien dio un suspiro hondo agarrando el valor para recodar el poema sin tartamudear, ya que de los nervios había olvidado parte de él, y dijo a susurros:

Una vez fue un bote, bastante madera
y sin trabajo, sin agua salada debajo
y necesitando un poco de pintura. No había más
que un conjunto de tablas. Pero la elevaste, la encordaste.
Ella ha sido elegida.

Mis nervios están encendidos. Los oigo como
instrumentos musicales. Donde había silencio
los tambores, las cuerdas están tocando irremediablemente.

Tú hiciste esto.

—Es bellísimo, Mateo. ¿De quién es?

—Anne Sexton, ¿no la conoces?

—No, nunca había oído de ella.

—Y Sylvia Plath ¿te gusta?

Ella sonrió con cierta tristeza disimulada al notar que, de nuevo, él no recordaba que eso ya se lo había preguntado varias veces, cuando le contaba la historia del suicido de Plath, Mishima y la muerte de Hart Crane.

—No, no he leído mucho de ella —respondió esperando volverlo a escuchar hablar de ellos.

—Me gusta mucho, y si supieras cómo se mató por un tipo que se la pasó engañándola, pero es que ella tenía también problemas en su cabeza, como yo.

—Es lo que me gusta de ti, me gusta que sepas cosas que yo no sé y que me las enseñes, así siempre, siempre me voy a acordar de ti.

—Yo no quiero que me recuerdes, yo no quiero recordarte, quiero vivirnos, aunque, para ser honesto, a veces siento que no me queda mucho tiempo aquí, pero ahora que te he encontrado ya no quiero irme, quisiera estar más sano y más cuerdo solo para poder disfrutarnos.

Ella de nuevo se quedó mirando el lunar en su boca callándolo con su dedo.

—No hablemos de eso, no quiero escucharlo. Mejor cuéntame más sobre Plath.

—¿Quieres saber más de ella?, ¿no te aburro?, mejor te cuento sobre Hart Crane, ¿sabes cómo murió?

—No, ¿me cuentas su historia?

—Fue en un barco, Crane estaba de viaje y padecía alcoholismo y mucha represión por su homosexualidad, entonces, un día vino a México de vacaciones y en el barco se les insinuó a unos hombres, quienes obviamente lo tomaron muy mal, lo golpearon y humillaron tanto que Crane, en su ebriedad, se tiró al Golfo de México.

Ella podía escuchar sus historias una y otra vez sin jamás cansarse, pues siempre que las contaba había algo en él, una infinita pasión que no conocía en ningún otro hombre, y ahora que podía verlo hablar de música y de literatura, se daba cuenta de que sus ojos se exasperaban y dejaba de ser un hombre tímido. Ella amaba esa pasión que le demostraba que, en Mateo, muy en el fondo y tras esa soledad, había sangre ardiendo.

 

 

 

(CONTINUARÁ)

 

 

 

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