—Mamá, esto no está bien.

—Ya sé, pero tú no puedes hacer nada, hijo. Has tomado las decisiones que te llevaron hasta donde estás hoy, debes entender que nosotros somos simples consecuencias de nuestras acciones, y tú has sido claro ejemplo de que, cuando no sabes qué hacer, lo mejor es no hacer nada; mientras no elijas ninguna opción, no generas consecuencias, pero decidiste no ayudarte a tiempo, hundirte cada vez más y más en ese océano profundo que tienes por mente y salir a flote ya no te es tan fácil.

—Me extraño, mamá. Sé que hubo algún tiempo de mi vida en el que las cosas no eran tan malas, en que yo no lloraba tanto, en el que el dolor se podía soportar. Me duele existir, pero soy demasiado orgulloso para matarme.

—Podríamos hacerlo juntos.

—¿Eh?

—Sí, Mateo, podrías estar aquí conmigo, sólo necesitas respirar muy hondo —el semblante de ella era el mismo que él recordaba cuando dejó de tomar sus pastillas, los ojos dilatados y profundos cesaron de pestañear—, acá no hay más llanto por Lennon ni por mí, por ahí está también tu papá con tu abuelo, pero necesitas, cariño, ser valiente.

—Mamá —su voz temblante derrochaba miedo—… esto no es lo que quiero soñar.

—Pues despierta, ¡despierta, Mateo!

Y de un brinco, Mateo abrió los ojos; se hallaba un tanto confundido, sudoroso y asimilando si seguía despierto o no. La oscuridad todavía asechaba la madrugada, sus perros le hacían compañía entre bostezos, habiendo despertado por el grito de él, y el silencio, que acongojaba su corazón, se adueñaba del instante. Quedó fijando sus ojos al techo, mamá no estaba para soñarse ni estaba la mujer del sombrero para contarle su sueño como solía hacerlo cada que la nostalgia le inundaba. Así fue que el vacío se hizo más grande, lo único que le devolvía la calma era imaginarse tocando a su puerta, cualquiera que fuera el color de ésta, y verla en su mente parada frente a él como la primera vez que se cruzaron hacia a su corazón calmar.

Tomó el teléfono y de nuevo lo revisó para ver si de casualidad ella había reaparecido, pero nada, todo seguía igual, sin redes sociales, sin llamadas, sin mensajes.

Sentía que aquello debía ser lo más parecido a un limbo, pese a no compartir ese tipo de creencias. Tenía una pérdida de existencia en la que salir implicaba asesinar una parte suya, pero Alcohólicos Anónimos no era una opción, sabía, por un conocido, que muchas veces, quienes entraba a rehabilitación, salían para recaer y que el método para quitarles el vicio, entre comillas, era la tortura, como si de animales se tratara, y Mateo para nada se consideraba un animal, al menos no en ese aspecto, quizá animal con bajos instintos, mas no para ser sometido, no más sometido que el sometimiento que él mismo se causaba. Alguna vez la mujer del sombrero le pasó un contacto, era una psicóloga que prometía no sólo tratar, sino mejorar su trastorno, empero, al saberle alcohólico, rotundamente le pidió que no continuaran la conversación al no tratar a personas con adicciones, eso para él fue un rechazo, mismo que casi toda su vida había sufrido. En la secundaria para varones a la que había asistido, él era rechazado por casi todos sus compañeros porque no gustaba del futbol, así que, como la mujer del sombrero, los recesos eran momentos de soledad, e ingresar a las aulas no cambiaba mucho ese pronóstico. A Mateo, a sus quince años, le costaba comprender por qué no era aceptado sólo por no jugar fútbol o por no conocer ciertos temas que, con facilidad, estaba dispuesto a aprender, jamás le brindaron aquella oportunidad.

El rechazo en él era una de las cosas que más lo podían sumergir en el alcohol porque su estima quedaba muy por debajo de su trastorno, el cual consumía cada parte de esperanza que le quedaba, y así era como se formaba ese círculo sin hallar un punto de partida ni una salida.

El refugio de los sueños era el más plácido hasta esa madrugada, él podía controlar sus sueños como no podía controlar su realidad, pero ahora ni siquiera en sueños había logrado calmar su decadente realidad. En esa ciudad gris, los colores palidecieron más cuando la mujer del sombrero se alejó, incluso el cine perdió algo de magia, la música era monótona y nunca esa desdicha había colmado tanto a su alma, si es que acaso creía tenerla, como en esos días. La vagancia ya no era opción, ir con Jimena era recordar también a esa mujer, y la ansiedad aumentaba constantemente acelerando su ya cansado corazón.

Esa madrugada dolía como muchas otras no le dolieron, esperaba, incluso, que sus perros pudieran volver a hablar desde su demencia. Quería, como el anhelo más grande, perder la razón después de haber tocado a la mujer del sombrero, entonces sí podría descansar de su realidad y ser un loco, un loco feliz. Entre la penumbra pensaba lo increíble que llegaría a ser platicar con sus perros, aunque fuera producto de su locura, hablar con ellos quizá lo haría feliz, recordaba esa frase de no hay mal que por bien no venga y sentía menos miedo tomando las cosas con ese sentido, que más daba morir loco y feliz que cuerdo y desgraciado. Miró a su perro acostado y empezó a hacerle plática con la esperanza de que éste pudiera decirle algo.

—¿Cómo ves?, ya casi me voy a buscarla. No tengo idea de cómo llegar ni de qué le diré, pero me voy a ir. Necesito saber dónde los voy a dejar, no tardaré mucho, será sólo una cuestión de dos días. No creas que no me preocupo por ustedes, ustedes son mi familia y no quisiera dejarlos solos, aunque ya muchas veces se han quedado aquí por días enteros cuando yo me pierdo en mi borrachera y todo ha salido bien, igual y pueda dejarlos estos días acá, en la casa, con comida y agua —y el perrito seguía sin entender palabra alguna.

Mateo se resignó a que no hablaría y dejó de intentar platicar con él. Puso su brazo bajo la cabeza y recordó su infancia tan desgraciada, las veces que había orado a un dios sordo, mudo que nunca le otorgó una respuesta ni salida, pensaba qué habría sido de su hermanastra, quién habría sido su segundo hombre después de él, y también en el ropero, en las camas, en esa casa a la que nunca regresó.

«Si la gente fuera empática podría entender al vago de la esquina que vende chicles, quien antes tuvo una casa y una familia, pero prefirió la calle; podrían entender a las mujeres que abortan porque fueron violadas y se dejarían de las pendejadas religiosas, de sacerdotes egoístas, de instituciones que lucran con la fe, la fe de doblemoralistas que también cogen antes del matrimonio, que sabrosean mujeres ajenas en la calle, que han maltratado algún animal, pero llegan cada domingo persignándose a las puertas de un palacio con esculturas huecas en las que depositan monedas en vez de dárselas a los niños descalzos, al que bolea zapatos en el parque, a la anciana de las flores o bien, metérselo por el culo antes de arrojarlo a la iglesia, esa misma que me dio la espalda cuando le dije al padre que por favor me sacaran de esa casa, que me lastimaban, y el cabrón sólo se hizo el pendejo y me dejó hablando solo para después regalarme la putiza de mi vida por ir de bocón con el gordo asqueroso y decirle lo que yo acababa de comentarle. Si la gente fuera más empática podría entender que no es que yo sea malo, sino que a veces mi cabeza cree que me atacan cuando intentan ayudarme. En cambio, ¿a dónde nos mandan?, a los manicomios, porque en este mundo no hay lugar para los locos. Si no piensas como todos entonces no encajas y te desechan como basura, te avientan al matadero. Mediocres».

En toda esa locura de monólogo había algo de verdad, Mateo había pedido varias veces ayuda a la iglesia que estaba en la esquina donde vivía de niño, pidió ayuda a las monjas y a sacerdotes, pidió que rescataran a su hermanastra de las violaciones y que los llevaran a algún convento, pero si no lo ignoraban, lo acusaban por difamador. Muchas personas que habían llegado, en su adultez, a platicarle de Dios, no comprendían por qué Mateo las rechazaba de la forma en que lo hacía: con una sonrisa irónica y luego jactándose de no ser creyente de esa religiosidad. Alguna vez, cuando el alcohol no lo había alcanzado tanto, compró ropa y la repartió a quienes vio vivir en la calle, pero eso poco a poco había quedado enterrado bajo su ego, locura y soberbia.

Sentía que continuamente estaba pagando algún karma que no recordaba haber merecido, pues no se consideraba un ser malvado que mereciera el castigo de su trastorno. La soledad, como un gusto, podría ser satisfactoria, pero eso ya no era lo que él sentía sino el constante castigo de la divinidad, un ensañamiento por un crimen nunca cometido, a lo mejor, pensaba, era haberse acostado con una niña en el ropero, quizá era por haber robado la botella de alcohol del gordo o por agarrarse a golpes con fulano o sutano a la salida de la secundaria. En noches como ésa, se empezaba a cuestionar todo lo que en su vida había pasado, buscaba entender por qué la vida le pagaba de esa manera o por qué, en caso de existir un dios, lo torturaba de tal manera que desde niño lo había agarrado a golpes. Pensaba en que, tras esa coraza de valemadrista innato, había un hombre débil y miedoso, con tantísimo miedo que era incapaz de quitarse la vida, no sabía si por el simple hecho de jalar el gatillo y volarse la cabeza o por darse cuenta de que, en efecto, existiera otra vida y encontrarse con el castigo por el suicido fuera, para él, el colmo de su existencia. Deseaba entonces desconectar su cerebro, dejar de pensar por un instante o pensar en cosas menos desagradables, en los ojos de la mujer del sombrero, en la escena de Bogart frente a Bergman, en el mar infinito y en el sonido de la lluvia, en los sueños amables con su mamá, pero su cerebro era necio, tan terco o más terco que él mismo, y lo único que lograba sedarlo un poco era el alcohol, sin embargo, se había prometido no beber ni una gota para poder viajar y conocerla al fin.

La madrugada pronto tendría que terminar y con ella se irían algunos fantasmas; al vislumbrarse la luz por las ventanas, los espectros dejarían de serlo para ser simples sombras de objetos.

 

 

(CONTINUARÁ)

 

 

 

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