12

El hombre que vivía en una ciudad gris y de altos edificios estaba condenado a la soledad de un departamento frío, sucio y desordenado, con olor a alcohol viejo y a cigarro; el hombre que vivía en una ciudad gris y de altos edificios estaba condenado a vivir platicando con sus perros poodle, a dejar enfriar la sopa, a desayunar, si acaso, en la madrugada junto con el silencio, el mismo silencio que lo orillaba a tomar clonazepam de vez en cuando para soñar con su mamá, la loca, quien en su onirismo era una mujer cuerda y sabia diciendo las palabras que él siempre había querido escuchar.

Los días para ese hombre, desde que aquella mujer con sombreros rojos había desaparecido, eran cotidianos, todos iguales, no había nueva música que escuchar ni películas que ver, nada nuevo por escribir, no había nada. El nihilismo a veces era tan fuerte que todo carecía de sentido, se pudría sin morir, pero no se mataba por la pizca de dignidad que le quedaba. Cuando el alcohol iba perdiendo efecto y llegaba a recordarla, jalar sus cabellos o azotar su cabeza contra la pared parecía una buena solución para calmar la ansiedad, sin embargo, lo más sensato que había pensado en un lapso de sobriedad había sido ir a buscarla, pues tenía la dirección, pero ese miedo al cambio, a caminar calles no conocidas, lo detenía, en cambio optó por escribirle cartas, tantas cartas como le era posible; apenas y pensaba en decirle algo, tomaba la hoja para sentarse frente a su máquina y escribir, le escribía cartas ebrio y no, de día, de noche, llorando o no, era ésa la manera menos peligrosa de estar con ella.

—¿Cómo ves? Eché a perder las cosas.

El perro lo miraba moviéndole la cola y sacando la lengua. Mateo lo miraba por encima de sus lentes con sus manos frenadas sobre la máquina de escribir, esperando que su perro aprobara la carta que él estaba escribiendo o, al menos, que lo detuviera, en cambio, el perro se acercó sin dejar de tambalear su cola, se sentó mirándolo fijo y, aclarando su ronca voz, habló.

—Basta, Mateo. Esto no tiene sentido.

Mateo desorbitó sus ojos exasperado dando un salto de la silla. Estaba confundido, sabía que estaba loco, pero eso, eso que él estaba viendo, era el acta de defunción de su poca elocuencia.

—¿Por qué te espantas, Mateo?, ¿no era esto lo que querías que pasara? Bueno, pues aquí estoy para decirte basta. Esas cartas, esas estúpidas cartas que escribes tomado y entre lágrimas son un sinsentido porque lo más correcto es que tomes tus malditas maletas y vayas a buscarla.

El poodle tenía una voz aguda, pero serena. Sus ojos eran expresivos por cada palabra y acompañaba sus palabras con un extraño ademán en su pata derecha. Mateo permanecía mudo y sumamente espantado, boquiabierto y de pie, su cabeza no le daba tregua para entender lo que estaba sucediendo, simplemente escuchaba a su perro sin saber si debía golpearlo y salir corriendo o mantener la calma, dejar que ese episodio de demencia terminara y volver a tomar clonazepam.

—Tú y yo sabemos muy bien que una persona en tu condición no estará mucho tiempo con vida, ¿y qué has hecho?, flagelarte entre tu cobardía, pretextarte en tu conmiseración y mentir, mientes todo el tiempo. Cuántas mentiras le dijiste, Mateo, y lo sé porque tanto Ricardo como yo te escuchamos.

—¿Ricardo? —interrumpió extrañado.

—Sí, Ricardo. Qué, ¿tú crees que nosotros no tenemos nombres propios? Él es Ricardo y yo soy Ernesto, ¡por Dios! Detestamos los nombres que nos pusiste, pero esto no se trata de nosotros sino de ti, de lo que has estado haciendo con tu vida. Te agradecemos el amor que nos has brindado, eres un buen ser humano, nos rescataste y has cuidado de nosotros con paciencia y constancia, y lamentamos mucho habernos cagado en tu casa, sé que es muy descortés, pero nos dejas encerrados todo el día mientras te pierdes en tu ebriedad. Es un milagro que no te hayas cagado a ti mismo.

—Esto no es cierto…

—¡No!, esto es muy cierto. Qué tan dañado debes estar para que tu perro te regañe.

Mateo entró en tanto terror que no lo pensó dos veces, apenas y tomó de su escritorio las llaves y se echó a correr escuchando a su perro preguntarle a dónde creía que iba, pero por nada del mundo detuvo su paso, corrió y corrió lo más rápido que sus piernas daban, no sabía hacia dónde, sólo quería escapar de su casa. Cruzó la calle sin mirar si venían coches, no le importó el claxon ni la carriola con la que chocó, mucho menos la mamá gritándole a mentadas, no le importó nada, él sólo corrió como nunca en su vida, hasta que, sin poder más, detuvo sus pasos poco a poco mirando hacia atrás, como para estar seguro de que su perro no iba tras él. Su corazón estaba latiendo tan aprisa que se podía ver el latido desde su playera, el sudor le estorbaba entre sus ojos y sus lentes, sin embargo, sintió más calma estando en la calle que encerrado, y eso era muy extraño. Cuando miró al frente, por azares o hados, en sus narices estaba la caseta para comprar boletos de viaje, no creía mucho en las coincidencias, así que eso, para él, era una señal clara. Con la voz temblorosa le pidió a la encargada un boleto para el pueblito donde la mujer del sombrero vivía, la señorita lo miró con rareza preguntándole si estaba bien, él asintió tomando al boleto y yéndose antes de arrepentirse.

Tomó asiento en una de las bancas del parque, la tarde estaba por caer y pudo, al fin, tomar un profundo respiro parecido a los que tomaba cuando hablaba con la mujer del sombrero. Miró a su alrededor a las parejas caminar tomadas de la mano, a mujeres haciendo ejercicio, a ancianos sentados mientras comían un helado y ahí, por un instante, se sintió parte de ese mundo. Echando su cabeza para atrás vio las copas de los árboles anidar a los pájaros que, entre esas hojas, tenían un hogar, y sintió la necesidad de estar mirándolos con ella a su lado, de acogerla entre sus manos para después llegar a casa y preparar la cena juntos, de sentir lo que era no necesitar del alcohol, como ya lo había sentido, pero esta vez quería que esa sensación fuera para siempre. En su alma existía la impotencia de no poder ser un hombre normal. Esa cárcel que tenía por cuerpo limitaba todo su espíritu porque él, de niño, había tenido anhelos, incluso luego de romperse la nariz él seguía anhelando tener una madre amorosa que en vez de golpearle mientras lo reprendía por la sangre en la regadera, se preocupara por él, por su nariz, y que la sangre por limpiar fuera lo menos importante. Su mamá, cuando no tenía episodios de demencia, era amorosa, jugaba con él y le platicaba muchas, muchísimas historias que alimentaban una pequeña imaginación, aquella que, al crecer Mateo, se haría la mente de un escritor. Él, de niño, anhelaba como cualquier otro la llegada de la Navidad, aun después de sus dos años, después de la muerte de sus papás y de su abuelo, en esa casa de locos en la que le había tocado crecer, anhelaba la Navidad, al menos una, sólo una, sin golpes. Mateo a veces se preguntaba qué hubiera sentido su mamá si lo hubiera visto crecer, ser un hombre que persiguió el anhelo de escribir, también se preguntaba qué sería de él si no hubiera sido alcohólico, si no estuviera volviéndose loco. Envidiaba, porque lo hacía, a la gente normal, a los niños con una mamá y un papá, a la normalidad.

Poco a poco los pájaros que en los árboles revoloteaban dejaban de verse, la noche, al fin, había caído y Mateo tenía que volver a casa, pese a no querer. Su mano no dejaba de jugar con el boleto de camión que estaba en la bolsa de su abrigo, era sentirlo lo que mantenía la seguridad de haber vivido un episodio de demencia que le había conducido a él. Pensaba que, a lo mejor, su subconsciente, al querer encontrar de nuevo a la mujer del sombrero, lo había impulsado, a través de esa alucinación, a correr para comprar su boleto, por lo tanto, no tenía nada que temer. Recobró la fuerza para levantarse e ir a casa listo para enfrentarse de nuevo con su mente.

Abrió la puerta con su mano trémula, primero asomó sus ojos sin ver nada raro, luego pasó con cautela y el corazón le dio un vuelvo cuando sus perros aparecieron moviendo sus colas, babeando y ladrando, como siempre, ahí. Mateo finalmente pudo volver a respirar. Encendió las luces y vio que de nuevo sus perros habían ensuciado los pisos con popó, mas no le molestó, ya que eso era mejor que ser reprendido por su perro. Dejó las llaves botadas en el escritorio y de él sacó la botella de wiski, en un intento más por recuperar su vida, la aventó al bote de basura pretendiendo que no volvería a tomar nunca, ora sí, jamás, al menos quería ir, diría él, limpio para verla.

Su cabeza se hallaba aturdida aún, las ideas no estaban del todo claras, lo único que sabía era que tenía un boleto de ochocientos pesos para ir a una ciudad desconocida, con una mujer desconocida y con un miedo terrible, sin embargo, no daría vuelta atrás. Mateo estaba más que dispuesto a ir, no sabía cómo, no tenía idea de lo que le diría en su encuentro, al contrario, estaba lleno de inseguridades, desde pensar si su prominente nariz le disgustaría a ella o si acaso sería su estatura un impedimento, aunque, ni la inseguridad más relevante en él lo iba a detener.

 

 

(CONTINUARÁ)

 

 

 

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