—¿No se enoja su esposa de que baile conmigo?

—No creo. Ella quería que la conociera, me habla mucho de usted y me comentó que no le fue muy bien en su matrimonio.

—¿Ella le dijo eso? Pues claro que no me fue bien, ¿cómo iba a irme bien con otra mujer en la cama de mi marido y mía?

Las lentejuelas brillaban en cada vuelta, él estaba embelesado sin poderlo ocultar frente a su mujer.

—¿Cómo un hombre puede engañarla? Es usted, si me lo permite, muy hermosa.

—¿Cómo una mujer puede engañarlo? —Preguntó con saña.

—¿A mí? No, no creo que hayan engañado, ¿o a qué se refiere?

La mujer sonrió para sí misma sin brindarle alguna respuesta, siguió tan mona bailando de la mano de él, sintiendo la mirada colérica de su amiga. Emma fruncía el ceño retorciendo los dientes desde su lugar mientras que acariciaba su panza.

—Me comentó su mujer que estuvo un tiempo fuera de la ciudad, ¿dónde estaba?

—Bueno, fui a Road Island, abrimos otro hotel ahí.

—En ese tiempo Emma no estaba embarazada, ¿o sí?

—No, no —dijo pensativo—, creo que no. No sé, ¿para qué le miento?, eso de contar los días de embarazo no es muy lo mío.

—Pues debería —la saña no dejaba de verse en esos labios rojos—, en ese tiempo yo seguía casada y mi marido salió de viaje también, como usted. Se fue durante dos semanas, vino justamente aquí, a esta misma ciudad, ¡él amaba venir!, yo no entendía muy bien por qué, los hombres son un misterio, pero me imaginé que quedó enamorado… digo, de la ciudad, cuando conoció a Emma en Argentina, mucho antes de que Emma se casara con usted, desde entonces mi marido no dejaba de planear viajes de trabajo, o sea, sin mí.

Quedó extrañado, al momento no entendía a lo que se refería esa mujer, luego, cuando su cabeza empezó a funcionar, sus ojos se desorbitaron y su mano, que sostenía a la mano de ella, comenzó a sudar frío y a temblar. La jaló con fuerza hacia su pecho mirándola con frivolidad.

—Si sabe algo le pido que sea clara. No me gustan los jueguitos de intrigas entre dos mujeres que actúan como niñas envidiándose.

—Se equivoca, yo a Emma no tengo nada que envidiarle, pero si quiere saber la verdad y por qué vine, lo veo mañana a las nueve de la noche, no nueve uno ni ocho cincuenta y nueve, a las nueve en el restaurante del hotel.

Aun en lo más plácido de su sueño, Mateo sentía la pesadez de la realidad, entre que despertaba y no, pudo saber que había vuelto al alcohol. Su cabeza todavía giraba al tratar de abrir los ojos, pero al vislumbrar su teléfono recordó, de manera borrosa, que la mujer del sombrero estaba buscándolo. Como pudo se levantó tambaleando, el estómago se revolvía con cada paso, hasta que pudo tomar el celular y llamarle. Marcó una, dos, tres y hasta siete veces sin obtener respuesta, su torpe cabeza no lograba comprender si acaso ella estaba enojada.

Se echó al piso, bocarriba, sintiendo el frío del suelo en la espalda sin tan solo poderse girar, estaba inválido. Se le pasaron algunas horas más dormido sin haber soñado, el alcohol ya se le estaba bajando y casi podía razonar, aunque no del todo, que la mujer del sombrero debía odiarlo. Por fin se giró dolorido de la espalda y con movimientos burdos volvió a marcarle, esta vez ella respondió con voz trémula, como si hubiera llorado mucho. No tenía palabras, las podía pensar, mas no sacarlas. Claro que quería saber qué le pasaba a ella, y en su modo de hablar, en esa forma tan cínica que tenía cuando tomaba, exclamó «¿y ora?, ¿qué te pasa o qué?», parecido una mofa hacia ella, quien lo había tolerado en sus depresiones, en sus absurdos anhelos de suicidio, quien lo escuchaba cada vez que él se sentía vulnerable y ahora que lo necesitaba estaba borracho, hablaba como un pendejo y ese tono, ese tonito de vulgaridad le calaba.

Intentaba explicarle lo que ella tenía, y es que desde que había despertado en aquel día de fantasmas, su cabeza no dejaba de pensar en su bebé fallecido, en Yuyu y en la distancia, siempre la distancia. Se sentía frustrada, sola e impotente, Mateo era una pequeña luz que había llegado luego de tanta lluvia mental, y esa luz, que hasta antes de que contestara era cálida, la mantenía feliz, salvo por la distancia que deseaba romper a la brevedad. No sabía qué responder ante ese «¿y ora?», tan solo pensaba en comenzar, como dicen, por el principio.

—¿Estás borracho?

—¿Yooo? —se carcajeaba— ¡Ora!, ya, a ver, ¿qué tienes o qué?

—Te necesité todo el día.

—Ajá, por eso, ¿qué tienes?

Ella estaba asombrada, ¿era ése el verdadero Mateo?, porque no sentía en ninguna parte al Mateo que ella conocía, era obvio, la gente cambia, sin embargo, consideraba que con él era honesta y sin máscaras.

—Hablemos luego.

—No, no, no, no. Ya, dime, o bueno, mejor te cuento mi día ¿va?

—No tengo ganas de escuchar sobre ti.

—Ah, ¿sí?, ¿sí? —seguía diciendo como estúpido, seguía riéndose como estúpido, todo él era un estúpido arrogante—, bueno, de todos modos te voy a contar de mi día, ¿va? Pues hoy estaba bien feliz, bla, bla, bla, me fui a ver a mi amiga la de las películas, ¿sabes cuál?, bueno, a ella, y estaba bien feliz, ¿ya te dije que estaba bien feliz? Y cuando llegué entró una mujer, una muuuuujer que no, no, no, tú no sabes, pero cualquiera se queda pendeja con ella, hasta el pinche diablo porque esa vieja es un desmadre, yo la amo, pero ella no me ama ¡y llegó embarazada!

No esperó a que terminara de hablar cuando colgó el teléfono. Ella estaba asqueada. Ni la música ni los libros ni las películas eran él; él, por lo que había visto, era eso, esa cosa amorfa que se reía como idiota, sin embargo, también pensaba que era su culpa estar involucrada en eso, que su psicólogo se lo había advertido al igual que Mateo y que nadie la había obligado a seguir pese a las advertencias. Irse era una opción de dos caras, tanto podía ser una manera de salvarse, como podía ser una traición. No era el alcoholismo lo que la hacía dudar, sino saber que él amaba a otra mujer de la que ella no sabía nada, pero en su remolino de pensamientos se atravesó uno que la caló de los pies a la cabeza, y ése era recordar la trama de la novela con la protagonista Alondra porque claramente recordaba una parte que decía exactamente algo como «Ni el diablo le gana a la belleza y a la perversión de Alondra», ahí fue que, en medio de un caos, con desesperación por conocer la verdad, reabrió la caja donde tenía los libros de Rinaldi buscando como loca la novela, aventando libro tras libro hasta tener en sus manos el que buscaba. Hurgaba las páginas con rapidez, iba leyendo lo que podía y volvió a marcarle a él,

—Cuéntame de ella, quiero saberlo todo.

—Ah, caray. Sí, capitán. Qué mandona. A ver, ¿qué quieres saber?

—¿Estás sordo? Mateo, quiero saber todo de esa mujer que amas.

—Bueeeno, pues, a ver, ahí te va. Llevo años, años enamorado de ella, bueno, enamorado no, o sea, sí la amo, pero no me ama, ya sabes, pinche vieja que se cree bien buenota, nada más me usa porque está casada pero el pendejo ése se ve que la deja, pues ya sabes, ¿no?, insatisfecha, porque lo que sea de cada quien, dicen, dicen que yo… ¡huy!, para qué te cuento.

Ella iba leyendo las partes de la novela que hablaban, con otras palabras, de eso mismo, y en su pecho y estómago sentía un hervor que debía tragarse para no discutir con un borracho. En la novela, Alondra estaba casada, tenía un amante al que usaba cuando se sentía fea, porque ese personaje tenía problemas mentales igual que Mateo.

—¿Ella se parece a ti?

—¿Cómo? ¡No!, cómo se va a parecer a mí si yo estoy bien feo.

—¿Ella tiene problemas de alcohol o algo así?

—Pues no, no. Ella tiene mal la cabeza, a veces se siente fea y le da por quererse cortar, pero así que digas borracha como yo, no.

—Eres un pendejo, Mateo, un pendejo.

—Ah, ok, sí —se reía.

—¿Crees que no iba a darme cuenta por qué mierda me llamas Alondra?

Mateo sintió cómo volvía a la sobriedad por el susto, pero era demasiado tarde, la mujer del sombrero no sólo había colgado, también acababa de bloquearlo, de desaparecerse de su vida en un jodido instante.

Él quedó al teléfono como si esperara a que ella volviera a responderle algo, y cuando cayó en cuenta de lo que acababa de pasar, poco a poco bajó el celular dejándose caer al piso. Volteó a ver a sus perros, escuchó el silencio de la madrugada y se encontró solo nuevamente.

Los fantasmas comenzaron a salir de los cuartos de su departamento, un escalofrío le recorría la espalda y el nudo en la garganta, con impotencia, se hacía más y más grande al punto de dolerle estallando en un llanto profundo que lo ahogaba. Apenas y recordaba lo que había contado sobre Valentina sin entender por qué, por qué arruinaba una y otra vez su vida, por qué alejaba a todo lo bueno que llegaba, por qué se flagelaba así. Él sabía lo que iba a pasar después de eso y no quería, sabía que volvería a bañarse en las madrugadas, a platicar con sus perros, a llorarle a Lennon, a embriagarse escuchando a Billie, a soñar con su mamá, y no quería, no quería sumergirse de nuevo en su propia miseria. Volvió a llamarle, esa vez el teléfono mandaba a buzón, quiso escribirle, pero no la hallaba en ninguna red social, en menos de diez minutos había echado a perder lo que durante meses había forjado y nutrido. Permaneció en el suelo, sus perros iban a verlo y volvían a irse, una y otra vez hasta que el sol comenzó a vislumbrarse en la ventana, y Mateo inmóvil, petrificado. En su mente regresaba la idea del suicidio, pero sus perros, sus pobres perros estarían con alguien que tal vez no los amaría igual, porque él los amaba pese a sus lapsos caóticos, él sabía perfecto lo que a cada uno le gustaba, cuáles croquetas comprar o no, cuál juguete, cuáles galletas, eran ellos como sus bebés, sus únicas compañías en tantísimos años que no le habían abandonado. Entendía que, una vez levantándose del suelo, debería empezar desde cero, o no.

 

(CONTINUARÁ)

 

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