12
«Mi locura me ha alcanzado, soy una presa de mi propia mente y no sé si un suicidio simple pueda resultar conveniente recordando mis últimos intentos de un gran pendejo; fallidos. Volarme la cabeza puede ser muy poético, casi un cliché, me gustan esas muertes inesperadas y tormentosas que quitan la elegancia al caballero entre los sesos esparcidos, pero, tener que limpiarlos de las paredes, de los muebles y del piso es indigno, aunque igual y yo no merezco la dignidad… la perdí entre miados de borracheras. Aventarme al mar como una Alfonsina, pero terminaría nadando, estoy seguro. Podría llenarme las bolsas del pantalón y del abrigo con piedras, sin embargo, yo sí quiero que encuentren mi cuerpo, pese a que estaría tan hinchado, tan gordo, tan amorfo… no, mejor ahogado no, ¿qué tal cortando mis venas? Eso sí me gustaría, es una muerte serena, pero ¿y si me dan ganas de escribir a última hora?, como Séneca. Si no es un suicidio simple entonces puedo optar por el suicidio mental y dejarme morir en la locura. No tengo a nadie, solo a ella, y ella no me conoce y, aunque pienso en mis perros, ¡Dios!, ¿quién cuidaría de ellos?, creo que puedo hacerlo, digo, perros maullando, sacando plumas etéreas, me aterra imaginar que algún día, en medio de una fiebre de demencia, los mate. Soy el esclavo de una masa encefálica que, si tan solo pudiera extraerla y reemplazarla por otra menos dañada, ¡ah, qué felicidad!, a estas alturas tal vez no me importaría un cerebro hueco, sin el gusto por el cine y la literatura, me da lo mismo, yo solo quiero estar bien, cercenarme el hígado y los riñones, la garganta y el estómago que ya se me están despedazando de tanto alcohol, triturarme lo insano, volver a nacer de una madre sin demencia y de un padre sin alcoholismo porque, sí, debo aceptarlo, vengo de una familia de locos, literalmente locos, salirse del camino producto de la embriaguez de mi padre al volante y de una esquizofrénica que ese día quiso salir de casa porque las voces le pedían mi asesinato. Madre, de haber obedecido a esas voces, de haberme matado aquel día, me hubieras hecho demasiado feliz y menos cobarde, en cambio me quedé anhelando a una familia llena de un falaz amor y echado a la suerte en otra casa no menos mala, sino peor. Quiero perdonarte de tus errores conmigo, te quiero perdonar por no haber hecho lo que me hubiera, de verdad, salvado, es más, quiero perdonar que me concibieran en tu vientre pútrido y del semen nefasto de mi padre, te quiero perdonar, pero no puedo.
Provengo, creo, de algún tipo de maldición. Nacer maldito y escribir maldito, ahora entiendo eso de Baudelaire, pero no, yo preferiría ser el esqueleto de un niño de dos años antes que haberme convertido en esto, y ella me insiste en ir al psicólogo, en ir al psiquiatra, sin embargo, yo vi, porque lo recuerdo, que las pastillas no son una solución y quedaré para siempre sedado y a mí ni las drogas me gustan.
Dios, si es que es tu nombre y no eres un invento, te hablo como hijo tuyo, ¿por qué me has abandonado?, ¿acaso eres clasista, jerárquico o racista? Bueno, eso último sí me queda claro, igual y si pagara tu diezmo en vez de mis botellas habría conocido tu reino, no sé, me aterras. Y con el diablo, ¿qué sucede? Ése es más como un compa, te dice ‹bebe, putas, sexo, placer›, te otorga satisfacción sin remordimiento, pero es un hijo de puta, me hundió la daga hasta atravesar la carne contra la pared… ¿qué debo hacer? Quisiera despertar lo antes posible o quedarme dormido para siempre en una tumba», escribía Mateo pensando en un epitafio, hundido en un miedo escalofriante que le hacía tener taquicardias constantes y sin ganas ya de hablar con Lennon. Pensó que lo mejor para olvidar lo que le pasaba era ver a Jimena, aun temiendo alguna alucinación en el camino.
No podía prestar atención a esa tarde ni a las calles ni a la gente, apenas y cruzaba la acera esperando el semáforo en rojo con ganas de cruzar en semáforo verde, aunque solo era una divagación que se esfumaba con el claxon. Codeaba sin querer a las personas que a veces le ofendían con una palabra que él no escuchaba, estaba sin estar con una impotencia de quien se encuentra en una pesadilla sin despertarse, el alivio no fue menos al ver la tienda ni a Jimena, al contrario, quería contárselo, gritarle que se estaba volviendo, ahora sí, loco. Al menos daba gracias de haber permanecido tanto tiempo sobrio.
Las pruebas cuando él estaba estable eran fuertes, sentía que la vida llegaba a golpearlo cada vez más feo hasta tumbarlo y esta vez no sería la excepción, yacía parado del otro lado del mostrador platicándole todo eso a Jimena cuando, por la puerta, apareció el mayor de sus fantasmas. Tenía sin saber de ella lo mismo que el tiempo de estar con la mujer del sombrero, pero cuando la miró, su piel palideció un poco más, estaba tan hermosa como siempre, ahí, parada con un vestido rojo sin estar él preparado para verla embarazada y no de él. Pese a que ni siquiera era una panza visible, Mateo la conocía tan, tan bien que sabía que ahí dentro había un bebé. Eran cinco meses los que habían pasado sin verse, por tanto, esa vaga esperanza de que fuese suyo se desvaneció, entonces, todo lo que había luchado por evitar en esos meses, todo su trabajo y esfuerzo se desvanecieron en minutos. Ella entró sonriendo, con esa sonrisa bella y cínica vio a Mateo de pies a cabeza y se dirigió únicamente a Jimena, quien la miró con repudio.
—Vengo por el DVD de yoga, por favor.
Jimena tragó grueso y se dio media vuelta para buscar tras la cortina azul dejando a Mateo solo, con la boca abierta, esperando que Valentina le dijera algo, sin embargo, parecía como si ella estuviera sola; esa sonrisa continuaba en su cara, era tan humillante que por un instante él se olvidó en absoluto de la mujer del sombrero para sentir cómo se estaba rompiendo por dentro y, por si acaso a esa pequeña pancita no la hubiera notado, Valentina la empezó a acariciar.
—Ten —Jimena puso el DVD sobre el mostrador. El ambiente estaba tenso, eso era como una victoria para Valentina. Tomó su DVD, pagó, se despidió solo de Jimena y a Mateo lo ignoró.
La tienda se quedó en absoluto silencio luego de que Valentina saliera, los dos se echaban miradas sin decir palabra alguna, era un momento incómodo y Jimena sabía lo que iba a pasar después. Dicho y hecho, Mateo se puso como loco, gruñía y se jalaba los cabellos hasta decir lo que era obvio, un «vamos a la cantina», entonces guardó sus cosas y salieron del local. Él no tenía cabeza para pensar en nada, solo en la panza de Valentina, en la panza que pudo haber tenido a un hijo suyo, eso lo torturaba, esa idea de haber sido él el padre de ese bebé lo desquiciaba y no existía más la mujer del sombrero, esa Alondra a quien decía amar tanto había desaparecido de sus pensamientos.
Era posible que no amara a Valentina sino al caos, al desorden que lo incitaba a beber con ese pretexto de malestar, así que llegaron a la cantina, no les sirvieron comida, él quiso pasar enseguida al wiski y Jimena se lo advirtió, «es muy pronto para que hagas tus pendejadas con ella». Hizo caso omiso y se dedicó a beber vaso tras vaso sin parar, su piel blanca comenzó a ponerse roja, chapuda, igual que sus ojos adormilados. Sus palabras se arrastraban con apenas una hora de haber llegado, Jimena no podía beber más porque nunca había visto a Mateo tan mal como en ese día y, pese a que le pedía que no pidiera más, él se le soltaba del brazo y con un torpe tambaleo pedía otro wiski. Las cosas empeoraron cuando su teléfono sonó, Jimena lo revisó y era la del sombrero, «Alondra», decía.
—Mateo, ya vámonos, esta mujer no deja de llamarte y mírate, ¿cómo carajo piensas que te voy a llevar?
El teléfono seguía insistente y Jimena no pudo con la curiosidad, en el estado etílico en que se encontraba su amigo, no le dio importancia a nada, por lo que tomó el celular y revisó los mensajes, todos decían casi lo mismo, «estoy muy mal, quiero desaparecer un rato. Te necesito».
—Mateo, carnalito, vámonos. Te voy a llevar a tu casa —pidió la cuenta y entre el mesero y ella se echaron a los hombros a Mateo, quien iba arrastrando los pies perdido en alcohol.
Salieron de la cantina y tomaron un taxi, fue el segundo que pasó porque el primero no quiso llevarlos al ver cómo Mateo vomitaba. Como pudo, lo subió e intentaba explicarle que la mujer del sombrero lo necesitaba, pero era inútil, no tenía consciencia, iba ahí tirado en el asiento entre balbuceando y roncando, el aliento le apestaba a vómito y a wiski, creía que seguían en la cantina. Llegaron a su casa, Jimena pagó al taxi pidiendo que la esperara, pero el chofer apagó el coche para ayudarla a cargarlo y llevarlo hasta su puerta, ahí tuvieron que hurgar su abrigo para hallar las llaves, desde afuera se escuchaban sus perros ladrando, durante todo el día no habían comido y de seguro la casa tenía orines y demás. Abrió la puerta dejándolo botado en la entrada, cerró y se largó de ahí. El celular no dejaba de sonar entre llamadas y mensajes, y Mateo ni a sus perros podía atender.
Regresó la visión a él entre una duermevela alcohólica, la mujer tenía una bebé, los ojos de esa niña eran los ojos de Mateo, pero, entre la ternura de esa escena apareció Valentina con un vestido similar al de Alondra. Esa vez no era como las anteriores porque ahí él era partícipe como en un sueño, podía sentir todo vívidamente y saber, además, que Valentina lo llevaría a la perdición hasta en ese plano onírico. Su sueño se tornó más raro al saber que la mujer del sombrero y Valentina eran conocidas, y entre más profundo dormitaba, más claro iba soñando. La bebé ya no estaba, eran solo las dos mujeres en la mesa del mismo bar con el que ya había tenido una epifanía, algo de Duke Ellington sonaba al fondo, ellas llevaban vestidos de lentejuelas, claramente veía a Alondra con una diadema en la frente y un corte que le recordaba a Louise Brooks, mientras que Valentina adornaba su largo cabello con ondas de agua. Sabía que se tenía que dirigir a Valentina, quien ya lo esperaba sonriéndole, pero había algo en ella que le incomodaba, en la realidad hubiera corrido a sus brazos, sin embargo, en su sueño no se le quería acercar.
—¡Amor!, ven, ven —decía a él con entusiasmo extendiéndole los brazos con apuro—, pensé que no llegarías —se abalanzó a él abrazándole con fuerza del cuello.
—Sí… Emma, Emma me estás ahorcando —sutilmente le quitó los brazos de su cuello y pudo respirar.
—Ay, andas otra vez de malas.
—No, es que… eres demasiado efusiva —acomodó su camisa y dirigió la mirada a su amiga, quien parecía tratar de esquivarlos plantando sus ojos en las demás personas del bar con indiferencia, a la par que le daba pequeños sorbos a su copa de vino blanco. —¿Tu dama? —preguntó a Valentina sin despegarle la vista.
—¡Sí!
Mateo le extendió con galanura la mano a Alondra, quien primero lo vio de reojo de forma despectiva, pero, al verlo mejor y mirar sus ojos cambió su semblante y dejó un poco esa caradura para ofrecerle su mano.
—Entonces, usted es el afortunado prometido. Emma me ha contado mucho de usted, puras cosas buenas, eh. Está enamoradísima —su forma de hablar denotaba cierta coquetería natural mezclada con sutileza y elegancia.
—Disculpe —dijo dudoso—, ¿acaso la conozco? Perdone, es que —se sonrió incrédulo—, se me hace muy familiar.
—No, no lo creo. Apenas vengo llegando de Sudamérica con un divorcio en mi bolsa, créame, no lo conozco. —Cogió su boquilla y dejó de prestarle atención para seguir viendo a la gente del bar.
Mateo tomó asiento en la mesa, un brandi y otro cenicero fue lo que pidió. Emma, o sea Valentina, no quitaba esa sonrisa de estúpida, cosa que le incomodaba, en su sueño sabía que llevaban un año y medio de relación y que muchas veces había tenido las ganas de dejarla, sin embargo, nunca le haría eso con un bebé en camino. Tomó de su saco el porta cigarros y encendió uno para comenzar a hacerle plática a su prometida y a su acompañante, pero apenas soltó la primera palabra, Alondra se levantó de la mesa yendo a bailar al centro, dejándolo con la palabra en la boca.
—Así es ella, perdónala —dijo Valentina un poco apenada agarrándolo de la mano.
Él se sonrió mirando cómo esa mujer se retorcía en medio del salón bailando al ritmo del Fletcher Henderson, escarchando las lentejuelas de su vestido negro, provocando miradas y sosteniendo con una mano su boquilla y con la otra la cintura. Qué mona lucía pese a su semblante serio.
—Tu amiga, qué simpática. —Y bebía de su brandi saboreándose con la lengua sus labios delgados.
—Sí —respondió seca al notar que su prometido estaba embelesado—, es que le encanta lucirse, pero no es muy prometedora.
—¿Cómo?
—Sí, es un fracaso de mujer. Tenía a un buen hombre y mira, ya lo dejó.
—¿Tú lo conoces? Pensé que era de Sudamérica.
—Argentino. Sí, lo conocí hace dos años cuando vinieron de luna de miel. Todo un poeta, ése sí era un poeta de verdad. —Su mirada despectiva convenció a Mateo de que la relación de amistad con Alondra era mera hipocresía llena de envidia.
—¿Te gustó? —preguntó firme sembrándole fijamente los ojos. Ella pareció ahogarse un poco y desorbitó sus pupilas exaltada para después intentar disimular.
—No, claro que no. ¡Cómo puedes pensar cosas tan estúpidas! —él se sonrió airoso al oírla.
—Emma, no seas tonta, te conozco muy bien. Yo no seré un verdadero poeta, pero soy quien paga tus lujos. Mírala, esa mujer parece una fiera, ¿por qué dejó a su marido?
—Por infiel.
—¿Ella?
—No, él. Pero es obvio, ¿no crees? Él, el poeta argentino, no soportaría a alguien tan simple, tan torpe, mírala… ¡ah!, pobrecita, cree que con su cara tendrá todo, pero pregúntale quién es Thomas Wolfe, te dirá que algún músico.
—Emma, ¿quién es Thomas Wolfe?
Ella quedó en silencio poniéndose nerviosa y prefirió sorber y parecer que mantenía la boca ocupada a decir «no sé», y es que el poeta argentino hablaba mucho de un tal Thomas, pero ella no tenía la remota idea de quién era. Mateo se echó reír con elegancia, como si supiera que ahí la única estúpida era su prometida.
—¡Oye! —le gritó desde la mesa a la amiga de Emma, quien seguía en el centro del salón bailando—, ¿quién es Thomas Wolfe? —ella echó los ojos hacia atrás con una mueca recordando que su exesposo lo idolatraba, luego se sonrió.
—¿Por qué?, ¿no sabes? Es con quien me hubiera casado, pero me cambió por una tal Aline. ¡Le gustan viejas! —dijo con sarcasmo y siguió bailando.
—No parece tan torpe, ¿o sí, Emma?
—Me da lo mismo, la conozco. Thomas tampoco se hubiera fijado en alguien tan vulgar, ¿tú sí? —alzó la ceja cruzada de brazos.
—¿De verdad quieres que te conteste? Mejor quédate aquí, te invitaría a bailar pero el bebé puede sentirse incómodo, mejor descansa y espérame. —Se puso en pie yendo hacia la amiga de Emma y sin preguntarle la tomó de la mano para bailar.
(CONTINUARÁ)
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