Qué año tan catastrófico, hasta el veintiuno de diciembre —día en el que escribo esta columna— la cifra mundial de contagios supera los setenta y siete millones de casos —más de un millón trescientos mil en México— y el número de defunciones se aproxima al millón setecientos mil, más de ciento dieciocho mil de ellas, han ocurrido en nuestro país.

Esas son las cifras oficiales pero sabemos que hay muchos más casos que no han podido registrarse porque la magnitud del fenómeno supera incluso a los sistemas de medición de los países más avanzados. Lo peor es que mientras escribo, los casos se incrementan y aunque diera datos precisos en este momento, al terminar mi texto ya serían obsoletos, cada minuto alguien se contagia o alguien muere en algún lugar del mundo. La pandemia será incontrolable mientras no haya sido vacunado un alto porcentaje de la población mundial, en tanto sucede, solo nos queda extremar las precauciones que conocemos de memoria porque nos las repiten a cada rato. Hay que seguir las recomendaciones sin resistencia alguna, en nada ayuda lamentarse, frustrarse, enojarse, buscar culpables, este barco pertenece a todos y de todos depende que permanezca a flote.

Llegamos al último tramo del año pletóricos de lastimaduras, de parches, de vacíos; no puede haber mayor anhelo, por supuesto, que el año por venir la pandemia se vaya controlando paulatina pero irrefrenablemente y que al fin de él solo queden casos aislados y ya podamos vernos y abrazarnos y besarnos y ejercer una libertad sin restricciones. Así sea, pero el proceso no tiene por qué ser desdichado, pese a la reclusión o la soledad, pese a las heridas, tenemos a nuestra disposición un vasto catálogo de pequeñas formas de la dicha: la siembra de una planta que florecerá en la primavera, la exitosa ejecución de una nueva receta, los pequeños avances en la habilidad que nos propusimos desarrollar, los hallazgos bibliográficos, melómanos, cinematográficos, en fin, estamos rodeados de modestas pero luminosas promesas de buenaventura, de pequeños paraísos que no solicitan pasaporte, visa ni documento alguno para desplantar en ellos una hogar cobijador, nacionalicémonos en ellos y busquemos con denuedo la fruición porque, cito a Almudena Grandes, «la felicidad es la mejor manera de resistir».

Esta es la última entrega del año del cubrebocas y el desasosiego, reencontrémonos aquí en los primeros días del año de la vacuna y la esperanza. Hoy, con más razón que nunca alzo mi copa y digo a todos ¡salud!

 

 

 

CONTACTO EN FACEBOOK        CONTACTO EN INSTAGRAM        CONTACTO EN TWITTER