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—Es su rareza, sigue siendo maravillosa para mí, pero sé, y lo sé muy bien, que no es normal y que en el fondo él debe ser infeliz. No quiero que se convierta en un recuerdo, por eso vine, porque entre tanto caos veo una luz resplandeciente y cálida y quiero sentirla. Es esperanzador cuando llora por la muerte de John Lennon, ¿sabes por qué?, porque en un mundo tan podrido hay quien les llora a los que nadie les lloramos, eso a mí me habla de la empatía. No es hipócrita, él no oculta que habla con sus perros, que le llora a Lennon, que está enamorado de Ofelia, sí, la de Shakespeare, y que se ha masturbado pensando en Plath, a él no le da vergüenza contarme eso, no finge ser quien no es, viene y me dice «soy una basura, soy alcohólico. Tengo mal mi cabeza», él no miente cuando habla de sus miedos y no miente cuando ama, él ve al mundo sin retoques; lo que es amargo, es amargo. No vengo para que me digas cómo cambiarlo, vengo para que me enseñes cómo ser yo con él, no me refiero a ser otra persona, me refiero a que me expliques cómo se lidia con ese trastorno. No quiero dejarlo varado ni quedarme sin él.

El psicólogo dio un suspiro despojándose de sus lentes, talló sus ojos como si estuviera acomodando las palabras para poderle explicar las cosas sin quitarle la fe de poder ayudar a Mateo.

—Mira, un trastorno no puede romantizarse. Es una enfermedad. Si tu amigo no se atiende, no va a tener mucha mejoría, y ni tú ni su alcohol ni las películas lo van a rescatar. Si quieres estar con él debes saber que es una enorme responsabilidad y desgaste para ti, siendo egoístas. Y no es ético esto que estoy haciendo, pero también me pones en una situación en la que te lo tengo que advertir: ataques de pánico, ansiedad, arranques de ira, episodios psicóticos, depresión, abuso de sustancias y tendencia suicidas son algunos de los problemas con los que vas a enfrentarte, sin hablar de su baja autoestima, que conlleva a los celos y a la dislexia mental.

Ella no iba a quedarse de brazos cruzados dándose cuenta de que él vivía en sufrimiento y que ahí estaba la razón de su llanto por Lennon, de algún modo ese río debía desbordarse con cualquier pretexto. Ella lo pensaba, y lo pensaba tanto como si su piel estuviera unida a la de él, pero no lo sentía con esa piel, sino dentro, donde se forma la mecánica del aliento, donde los sueños se anidan y acurrucaban su voz impalpable, ahí lo sentía con ella, como si una epifanía fuera en sus noches de duermevela, y era quizá esa sincronía que había entre ellos la forma onírica en que juntos podían estar. Lo miraba escondido entre la pestaña y el parpadeo, en medio de su almohada con estrellas por vigías, lo creaba con sus dedos al aire dibujando sus ojos, sus pestañas rizadas, su lunar bajo el labio, y cuando pensaba en Lennon, pensaba en él, y cuando pensaba en la canción Mother su corazón se encogía cuando imaginaba a Mateo escuchándola, y se preguntaba qué haría, si acaso evitaba esa canción o si podía en su memoria tener un pedazo del recuerdo de su mamá. Ella creía que la mamá de Mateo habría tenido sus mismas pestañas y el lunar del labio, que a lo mejor la nariz era la de su papá igual que sus cejas, y que ambos debían tener la piel tan blanca como la de él. Repasaba en su cabeza cada rasgo de Mateo como redibujándolo con el miedo de un día perder ese recuerdo, lo tenía dibujado, pero no era lo mismo que cuando lo pensaba. Cuando lo pensaba, cada vello de cada poro revivía, venía a ella la melancolía y a veces, sólo a veces susurraba su nombre como si fuera a escucharla. Comprendía parte de lo que conllevaba estar con Mateo, como saber que habría días donde él se sintiera vacío, con gana de matarse, mientras que en otros tendría culpa por sentirse miserable, pero ella no tenía miedo a eso, sino a ser tan mala como para que un día él despertara en su podredumbre sin ella.

No era esperanzador llegar a su casa sin tener respuestas más claras, así que se tomaba el tiempo para buscar toda la información que pudiera acerca del problema de Mateo, incluso haciendo de lado a sus óleos y sin tomarle importancia a su propia ansiedad. La información también era ambigua, no pasaba de un «el tratamiento que brinde el psicólogo» o «no existe una solución real», esto provocaba en ella el tambaleo de sus manos y la fatiga, pero estaba segura de que debía existir alguna solución. Hablar con él calmaba su ansiedad además de la angustia, el sólo hecho de escucharlo contar el suicidio de Plath, la muerte de Poe o de la muerte de Mishima le daban calma, aun si ya le había platicado de eso interminables veces, y es que a Mateo la memoria le fallaba, mucho del alcohol repercutía en él, lo mismo la tos seca que le perseguía desde hacía dos años o el dolor de riñones que lo acongojaba por las noches. A la mujer del sombrero no le había tocado conocer al borracho grosero, al cínico, al atormentado, ese cliché de escritor decadente lo había visto sólo en las bibliografías y películas, por lo que estaba muy alejada de la cruda realidad de lidiar con un alcohólico trastornado y depresivo.

—¿Estás bien, Mateo?

—Sí, sólo, ¡ay! No sé, me puse a tirar unas botellas que tenía reservadas, no quiero que me hagan falta. Tú ¿cómo te sientes?, ¿comiste bien?

—Sí, unas albóndigas —se quedó escuchando el teléfono extrañada—, ¿estás con tus perros?

—Ah, sí, ¿por qué? ¿no te dejan escucharme bien?

—Sí, es que… ¿comieron? Los oigo muy alborotados.

—Quieren que los saque, pero la verdad tengo muchísima flojera de salir. Estaba pensando decirle a una vecina que también tiene unos perros que si puede pasear a estos diablos, obviamente le pagaría, es que mi riñón… yo me voy a morir pronto —aclaró su garganta varias veces—, ya estoy muy jodido.

—No, no digas eso, Mateo. Mira, mírate, no tienes cara de quien va a morirse pronto, a la muerte le das asco, no va a venir.

—Ojalá, porque a esa puta llevo esperándola desde hace años, a ver si me deja ver a mis papás.

—Mateo, me pone mal hablar sobre estos temas, le tengo mucho miedo a la muerte —los perros seguían sin callar haciéndola alzar la voz—… ¡Wow! No dejan de maullar, dales atún o algo.

Mateo se sonrió con rareza, «¿maullar?», pensó, pero no le dio mucha importancia, ella parecía no estar muy cuerda, qué más daba si los perros maullaban, mugían o graznaban. Les hizo con la mano una seña para callarlos, y de sus hocicos aventaron plumas blancas que suaves se desplazaron por el aire hasta caer en la alfombra gris. Él las siguió con los ojos, el teléfono dejó de importar y quedó más confundido de lo que ya estaba, por un momento se imaginó que habían devorado a una paloma, pero no había manera, las ventanas estaban siempre cerradas para evitar que los perros escaparan, aparte no había rastros de animal ni de sangre en la casa. Dejó, anonadado, el celular a un lado para ir cautelosamente a ver los hocicos, los perros, quietos y con miradas inocentes, teniendo a Mateo enfrente, soltaron un pequeño, pausado y tímido maullido.

 

 

(CONTINUARÁ)

 

 

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