Verse… hablar de verse la hacía sentir vulnerable, pocas veces tenía miedo, pero, el tan solo imaginar el día en que se vería con él, la ponía temerosa porque parte de su mente creía que Mateo no iba a llegar jamás, era una sensación nunca sentida con anterioridad, como si su cabeza le jugara con pensamientos catastróficos: un accidente en carretera, un boleto roto, un despertador no encendido, las no ganas de verla, un juego, una mentira, el arrepentimiento al llegar a la central de autobuses, un sueño. Apagar su mente cuando pensaba en verlo era la mejor manera de sentirse a salvo, el bote salvavidas de la evasión era su secreto, mientras duraran distantes —creía— en esa relación lejana, todo era ficcional, sin embargo, existía un vínculo que generaba responsabilidad, no una adjuntada a la fuerza, sino la responsabilidad nacida del querer.

Una mujer solitaria que contaba sus pasos en la calle, que olvidaba siempre ver si venían los coches; la mujer con uñas sucias de colores de óleo seco, la de los sombreros extravagantes, la de ojos felinos y pestañas rizadas, esa mujer era ella, quien evitaba mirar a las personas a los ojos cuando se topaba con una en la calle porque tenía paranoias, a veces, solo a veces, también tenía visiones que le revelaban su siguiente pintura, alguna vez juró haber visto a San Agustín pedirle que pintara un camino largo rodeado de un valle, sin embargo, no era creyente católica, por el contrario, pensaba que la religión era un método de control para las almas libres por naturaleza y que la verdadera obra milagrosa provenía de la mente, de esa magia situada en una tal glándula pineal, también creía que los nombres son fuente poderosa de energía, que por eso, en la creencia cristiana, un demonio nunca dice su verdadero nombre en un exorcismo, pues otorga control a otros sobre él, era por esa absurda razón que no le decía su nombre a Mateo, y es que estaba tan, pero tan segura de que, si él una noche la invocaba llamándola por su verdadero nombre, ella iría como un fantasma hasta su puerta sin hallar paz alguna a menos que fuera a su lado, siempre atada a él. En las noches donde la ansiedad aparecía, el sueño lo evadía entre esas películas que tenía amontonadas, eran noches largas que la asediaban en silencio; ése, su secreto, era su cabeza también trastornada y rota . Podía imaginar la hora de su muerte y lo que podría sentir cuando el aire comenzara a terminarse, así que se aguantaba la respiración lo más que podía, incluso, algunas ocasiones, llegaba a colocarse una almohada encima solo por curiosidad, apretando más fuerte, más fuerte, tensando sus músculos hasta que por instinto saltaba sofocada. Ella también tenía demonios que intentaba esconder bajo el disfraz de la serenidad. De niña había matado a una golondrina que herida cayó en el patio de su casa, el día y la hora en que la pobre llegó a ese lugar coincidió con el día y la hora en la que fue abusada por primera vez la mujer del sombreo, entonces tomó a la pequeña golondrina entre sus frágiles manos y, con una primera intención de sanarla, un impulso catatónico le hizo apretar y apretar y apretar cada vez más y más… pareció tronar, dejó de inflar su pecho hasta morir. Las pinturas de esa mujer solían tener aves, a lo mejor en su inconsciencia era la manera de pedirle perdón a esa golondrina asesinada, y en las noches de insomnio y ansiedad, parecía que esas alas volaban sobre su cabeza torturándola. Además de un bebé no nacido y del abandono de su mamá, ciertos recuerdos la deprimían, como el de Yuyu, pero la llegada de Mateo a su vida había sido un estado paradisíaco en el que, por un momento, tan solo un momento, sus pensamientos se callaban. Así de importarte era él.

Dos personas jamás conocidas con anterioridad compartiendo la coincidencia de los demonios en silencio, solo entre su compañía, era el imán que los estaba uniendo, a veces ella se preguntaba cómo estaba Mateo, mientras que él pensaba en ella. A la hora de comer, cuando él salía a pasear a sus perros, entre la música y las películas, en el sueño se pensaban.

Llegada la tarde, después de que Mateo, en sobriedad, volvía de haber paseado a sus perros, ella ya lo esperaba porque era el momento del día en que podían sentirse más cerca, las llamadas a veces duraban una hora o un poco más, otras, menos, pero siempre, siempre existía un «buenos días» y un «buenas noches», un «¿cómo estás?», esos mensajes se volvieron el «¿ya comiste?», «dormiste bien?», todo llevaba un ritmo que, según sentían, era un ritmo antes ya vivido.

—¿Alguna vez has sentido que nada de lo que tú eres te pertenece? —preguntó ella.
—Muchas. Como cuando miro mis manos y me desconozco.

—Sí, algo así.

—A veces también… bueno, esto tampoco lo he contado porque puede dar miedo, pero a veces, cuando pienso en mi sangre, la siento ajena a mí, como si fuera otra sangre de otro cuerpo. Después del trasplante, cuando me accidenté, dejé de sentir a mi sangre, mía.

—Eso debe sentirse ser un vampiro. Todo el tiempo con sangre que no es de uno, pero yo a tu sangre podría amarla, incluso, si no es tan de ti, es que está dentro de tu carne.

—¿No te da asco pensar eso? Que puedo ser un tipo de Frankenstein. —Él solía hacer comentarios de menosprecio hacia su propia persona.

—Un rompecabezas. No, no puedes darme asco, ni siquiera el día que te vi, ¿te acuerdas? Tu saliva. —Rieron.

—Fuchi, mi baba… oye, desde que te conocí ya no he vuelto a beber, tenía muchísimo tiempo sin sentirme sobrio todos los días, antes, esto me da pena, pero es que antes mi ropa siempre andaba sucia, a veces se me olvidaba darle de comer a mis perritos y son como mis hijos. Yo quiero ir a verte así, limpio, pero, hay cosas en mi cabeza. Ya no hablo con Lennon, aunque de repente viene todo eso, esa carga, y siento que me va a aplastar y no entiendo por qué me tenía que pasar todo eso a mí, por eso no creo en ese tal Dios. Muchas noches, en el ropero, le pedí que viniera a verme o que me llevara con mis papás.

—¿Aún sientes eso? Mateo, ¿nunca has ido a ver a un psicólogo?

—No… tú también vas a empezar. No quiero.

—¿Quién más te lo ha dicho?

—Jime, la de las películas, pero no sé, no quiero. Me da miedo todo lo que pueda desatar cuando empiece a hacerme recordar más cosas que me hacen daño.

—Mateo, debo ser honesta contigo, no creo poderte ver jamás si estás dañado. No es porque te juzgue, es que yo también tengo mis conflictos, y creo que dos personas tan dañadas como nosotros no pueden hacerse ningún bien.

—¿De qué hablas? —respondió exaltado— Si mira, ¡míranos qué bien nos hacemos!

—No, no ha pasado nada, Mateo. No ha pasado nada malo porque no nos hemos visto. Dos personas dañadas tal vez piensen que de esto se trata el amor, pero quizá creemos amarnos porque entendemos lo podrido el uno en el otro. Solo porque seamos un espejo, un alter ego, no significa que esto sea amor, y la verdad dar ese paso y verte me aterra. No te conozco, no me conoces.

—Yo puedo darte tiempo, Alondra. Si tú no te sientes segura, yo te espero hasta demostrarte que yo no me ando con jueguitos, tú solamente dime cuándo y yo voy.

—Soy Carmen, Carmina, Carina, Carminia, Carla, Carola, Carolina, Catalina, pero no Alondra.

—¿Uno de todos esos sí es tu nombre?

—Ajá, pero usa el que más te guste.

—Me gusta Carmina.

—Entonces soy Carmina. Carmina y Mateo, suena a pasaje bíblico: La epístola de San Mateo con Santa Carmina. Car y Ma. —Ella reía.

—Carma —añadió él sin querer. Silenciaron, algo en ello les incomodó, les erizó la piel, no supieron qué era ni por qué, pero los dos pudieron sentirlo y ninguno se lo dijo al otro, solo lo dejaron pasar hasta que ella preguntó:

—¿Crees en esas cosas?

—No, ni en eso ni en otras vidas, en nada, ¿tú?

—Claro, por supuesto que sí, más contigo. Contigo puedo creer en las vidas pasadas, yo sé que te conozco, de algún lugar te conozco.

—También lo siento… ¿podemos cambiar de tema? Acá está helado, ¿tienes frío allá?

—Sí, aquí es frío y húmedo, unas paredes lloran. Estoy tapada, tengo una cobija encima, tomo chocolate, ¿tú tienes chocolate?

—No, no tengo chocolate. Me hiciste recordar algo muy bonito de mi abuelo. No sé, hay recuerdos que se te quedan y que no se olvidan ni un poco. Mi abuelo me daba chocolate caliente, yo lo sé, era niño, muy niño, pero tengo un recuerdo de eso.

—Cuando te vea voy a prepararte chocolate. Beberemos juntos, dormiremos juntos, nos bañaremos juntos, como hace tiempo.

—¿Qué?

—Que beberemos juntos, dormiremos juntos, nos bañaremos juntos.

—No, sí, pero lo que dijiste después del bañaremos.

—¿Cómo? No dije nada.

Mateo se quedó pensando, ver a un psicólogo, a lo mejor, no era tan mala idea.

—¿No? Juro que clarito escuché otra cosa.

—¿Tienes dislexia mental?

—¿Qué es eso?

—Como una dislexia normal, solamente que, en vez de leer mal, piensas mal o tomas las cosas que se te dicen para mal. Es como si yo te dijera que hace mucho calor y tú te enojaras porque para ti eso es algo ofensivo. —Él recordó que algunas veces le pasaba exactamente eso, lo tomaba, como era ideático, aunque usualmente esas ideas eran las dichosas autozancadillas.

 

 

(CONTINUARÁ)

 

 

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