Valentina ya no era su presente, en ese tiempo ni llamadas ni mensajes entre ellos dos. Mateo limpiaba diariamente sus pensamientos intentando que no regresara su necesidad de alcohol, aunque también vivía con ese temor constante y Jimena lo sabía, aconsejándole que era momento de visitar a un psicólogo si es que quería que su relación con la mujer del sombrero funcionara. Primero decía que sí y al final nunca iba, no le agradaba la idea de llegar con un extraño a contarle toda la porquería que traía dentro, eso sólo lo había hecho con Alondra, con nadie más.

Todo se mantenía en constante calma, las epifanías de Mateo llegaban y él las tomaba como parte de su cotidianidad, era siempre esa misma imagen hasta que, una noche, mientras leía apareció delante suyo esa mujer no en la mecedora, sino en un bar. La mujer llevaba puesto un vestido de corte al bies, como los de Madeleine Vionnet, lleno de lentejuelas negras y con un largo escote por la espalda, ella lo miraba mientras tomba lo que parecía una copa de vino blanco, y al fondo, lo que se escuchaba era a Louis Armstrong. La imagen poco a poco se difuminó dejándolo inquieto. Era posible que ese tipo de visiones fueran no sólo por su demencia sino por su necesidad de ella, en algún momento quería romper la barrera limitante de la distancia y tenerla con él nuevamente.

Trataba de no darle mucha importancia a ese tipo de epifanías, pero a veces el tema salía con Jimena, quien no dejaba de preocuparse.

—¿No le has dicho sobre tu trastorno?

—No —respondió cabizbajo jugando con el hilo de su manga—, no sé cómo decírselo. Tampoco le he contado de las visiones que tengo, al principio pensé que era por la abstinencia, pero no, Jime, ahora sí me estoy volviendo loco y no sé qué voy a hacer.

—¿Por qué no le has dicho? Es tu responsabilidad cuidar de ella y de sus emociones, va a ser peor enterarse cuando te vea mal.

—Es que —suspiró tallando su cabeza—, ella también tiene sus demonios, a veces se pone mal cuando se acuerda de su aborto, de sus abusos o cuando su mamá le llama, eso la pone loca y todavía que llegue yo con esto que me pasa… no, no sería sensato.

—Y esas cosas que imaginas, ¿siguen?

Eso de «las cosas», ¿por qué decirle así a algo que no debía ser despectivo? Era su problema, sus alucinaciones, sus ideas, su batalla y no la cosa o las cosas, repudiaba los adjetivos banales para cuestiones serias, pero callaba si tenía un arranque de ira contra Jimena, él se quedaría sin nadie en esa ciudad ajena, así que sólo optó por asentir con la cabeza.

—Pero ya no sueño con mi mamá, ella ya no me visita.

—Pues sí, cabrón, ¿para qué va a querer visitarte si ya hay alguien que llena ese vacío maternal? Está bien, me da gusto que te estés liberando así.

—Ella no es mi mamá, nadie es mi mamá. Mi mamá, Jime, mi mamá no es reemplazable, ¿entiendes? Las personas no somos reemplazo de otras ni los animales, o qué, ¿a poco cuando se te murió el Bonky buscaste a Dingo para reemplazarlo?

Jimena frunció la boca entendiendo que Mateo era una persona demasiado sensible, casi tan sensible como cabrón, y era difícil, muy difícil lidiar a veces con él, no siempre se podían decir las palabras correctas, pues si él no escuchaba las palabras que esperaba, entonces se ofendía, pero para ese punto la mujer del sombrero aún no llegaba, él yacía en el estado de descubrimiento en el que los demonios y fantasmas todavía no salían realmente a la luz, ése era el miedo constante de Mateo, pues sabía quién era, mas no cómo dejar de ser o controlar a ese Mr. Hyde. Las veces anteriores, en las muy pocas relaciones «estables», siempre terminaba auto saboteándose, la estrategia consistía en primero desearlas, luego tenerlas, herirlas y dejarlas para regresar a su estado de conmiseración y egoísmo teniendo al fin un pretexto para tirarse al alcohol, al menos, eso parecía, y con ella no quería ser así; él, con todo su ser, deseaba una relación normal en la que pudieran convivir más de seis meses, más de un año, en la que juntaran sus libros y películas en un mueble, alguien con quien pasar sus noches, alguien que le escuchara, aconsejara, diera un mimo o simplemente con quien dormir o estarse una, dos horas bajo el agua tibia de una regadera bebiendo una botella de vino y no más. Fantaseaba casi todas las noches, desde que había conocido a la mujer del sombrero, con estar a su lado escuchando Pink Moon, revolviendo los acetatos en el suelo, eligiendo canciones, haciendo las cosas que las parejas hacen: pedir una pizza, aventarse a los besos, verla bailar descalza por los sillones, por la mesa, ahí, escabullida entre los libros como un fuego fatuo, como un fuego fatuo en sus noches de hadas. Sabía que no aguantaría mucho, en algún momento tomaría su maleta y saldría de esa ciudad de bullicios para buscarla en aquel pueblo al que se había ido, solamente le faltaban agallas para salir de su confort derribando el miedo al movimiento.

Esa noche, como todas, llegaría a casa para platicar con ella. Quería llamarle no sin antes ir directo a buscar imágenes del pueblo en donde ahora vivía, quería sentirse un poco más cerca de ella. El lugar era de ensueño; montañas altas y azules se pintaban de fondo, las farolas amarillas en calles estrechas, cafeterías acogedoras y buganvilias se asomaban de las fotografías y él pensaba «ahí está ella», soltaba un suspiro y se iba a la página de autobuses para saber costos, horarios, tiempo de recorrido, y a sí mismo se decía que no era mucho, que podía extender su mano, coger la cartera, sacar su tarjeta y pagar un boleto, prácticamente podría derribar la distancia de un día para otro si tan sólo tuviera la valentía necesaria para hacerlo. Apartó del cursor la opción de comprar y ora sí, tomó el teléfono para llamarla.

—A veces siento que no eres real —fue lo primero que ella dijo al contestarle—, ¿eres real?

—¿Real? Sí, creo… ¿estás bien?

—No.

—Bueno, ¿quieres hablar? —Él estaba desconcertado al oírla extraña.

—Sí, pero no de esto. Cántame, cántame una canción bonita como esas que me pasaste, Mateo.

—¿Que te cante? Pero si yo no sé cantar… aunque, bueno, sí, si quieres puedo intentarlo, ¿te tarareo?

—Sí. La vie en rose.

Así que comenzó un tarareo muy quedo, casi inaudible, y ella reía. Él reía y las cosas eran no tan extrañas ahora.

—A ver, ya te canté, ahora cántame tú.

—No, no porque te enamoras y yo no quiero que te enamores de mí.

Se hizo un breve silencio y en Mateo surgió un poco de temor cuando escuchó eso.

—¿No quieres que me enamore de ti? —Volvió la pregunta con nerviosismo y miedo.

—No. Yo quiero que ames.

A Mateo se le enchinó la piel y tragó grueso, se quedó pensando en cuáles palabras usar.

—¿Recuerdas las canciones que te mandé?

—¿Qué? Sí, sí.

—Ah, pues ¿escuchaste la 7, la de Lennon?

—Sí…

—Bueno, te la dedico.

—Es raro, Mateo, digo, ¿quiénes somos?, ¿me conoces?, ¿te conozco? Es como si fuéramos adolescentes.

—Sí, ya sé, eso pensé, pero, sé que debo conocerte de alguna parte porque yo lo siento, y no pienses que creo en supercherías, es que… ay, Alondra, yo te siento.

—No me llamo Alondra.

—¿Nunca me vas a decir tu nombre? ¿Sabías que yo puedo investigarlo?

—¿Sí? Pues hazlo.

—No, cómo crees, si tú no me lo quieres decir yo lo respeto, pero, si no te digo Alondra ¿cómo te digo?

—Tú eres el que escribe, puedes llamarme personaje 1 o personaje 2, me gusta el 14, o invéntame cualquier otro nombre, menos Alondra. No sé, Valeria…

—¡No! No, no, Valeria no… ¿por qué no te gusta Alondra?

—Pues, Rinaldi tiene un libro en el que una tal Alondra es una perra con el protagonista, lo usa, lo humilla, y él es un pendejo que la ama, no tiene amor propio, no tiene convicción, no puede ponerle un alto. Ese libro lo detesto.

—Oye, si te confesara algo casi increíble, ¿tú sí me creerías?

—Tan increíble como qué…

—Como que soy Rinaldi, el escritor de esa mierda que acabas de decir.

Ella se echó a reír a carcajadas.

—Te creo, Mateo, yo sé que eres Rinaldi, pero no te iba a decir nada hasta que tú me lo dijeras. Es un código entre tú y yo, tú no vas a buscar mi nombre, aunque puedes, y yo no te diría que sé quién eres hasta me lo dijeras.

—¿Lo sabes? ¿Desde cuándo lo sabías?

—No, no creas que lo supe desde siempre, lo sospeché con eso de los personajes. No te enojes, por favor.

—No, contigo no. Eres una persona muy extraña, gracias por no habérmelo dicho. Mira, soy ideático, a lo mejor pude pensar que querías andar conmigo sólo porque era Rinaldi o algo así, fue bueno que no me lo dijeras, ¿o quieres andar conmigo por eso?

—Ni siquiera me has pedido que salgamos, es más, vivo cinco horas lejos de ti ¿Cómo podríamos salir? Mateo, esto es raro, yo no quiero una relación así, no quiero esto de distancias y juegos tontos, cosas infantiles. Somos adultos.

—Sí, yo tampoco lo quiero, por eso iré a verte.

—¿Cuándo?

—Pronto.

 

 

(CONTINUARÁ)

 

 

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