«Soy este cansancio, esta maldición, estas hojas donde estamos vivos, estas palabras que son eternidad, estos seres que son humanos, estas estrellas contra la noche, estos trazos a nuestra imagen, estas ganas de vivir contra toda la muerte, este grito de ser», declaró Sandro Cohen en Flor de piel, su último poemario. Sobre el poema, Guillermo Vega Zaragoza ha escrito: «es uno de los poemas más bellos y descarnados que he leído recientemente sobre la condición humana, en estos tiempos de confusión y zozobra, de fake news e individualismo exacerbado».

Sobre el título, Flor de piel, el autor le dijo a Raúl Armenta Asencio en 2018, cuando se publicó:

«Se trata, evidentemente, de un juego de palabras, que me gusta por supuesto. Puede pensarse en algo que está muy cerca de la superficie, a punto de salir, que está a flor de piel. Y también puede pensarse en una flor, hecha de piel, o que nuestra piel puede ser como una flor, con toda su belleza, delicadeza y vulnerabilidad».

Acaso cuando lo escribió, Sandro Cohen era Flor de piel, hoy, ante la ausencia física del poeta, Flor de piel es Sandro Cohen, es el continente de las reflexiones, las preocupaciones, los deseos; es lo cotidiano transfigurado en trascendente por el soplo vital de cada verso; es, continúo citando a Vega Zaragoza, «un libro múltiple y complejo, como es la vida misma, como lo es el propio ser humano, como lo debe ser el verdadero arte y la verdadera poesía».

En la entrevista citada, confesó a Armenta Asencio:

«Cuando uno llega a cierta edad y ve que los amigos empiezan a morirse, uno escucha pasos en la azotea. Además, mi madre acababa de morir en 2016. Yo me esmero por estar bien de salud. A los 34 años y medio me volví deportista. Ahora estoy a punto de cumplir los 65. He corrido y terminado cuatro maratones y una infinidad de carreras de 5, 10, 12, 15 y 21 kilómetros. En 2012 empecé a usar la bicicleta como instrumento de ejercicio diario porque mi problema de fascitis plantar empezó a volverse problemático. Corro, sí, pero la fascitis no me permite hacerlo con la intensidad necesaria para competir en carreras largas. Sin embargo, no me afecta en lo más mínimo para andar en bicicleta…

«En resumen, pues: soy consciente de mi mortalidad, pero amo la vida, amo estar sano, amo que mi cuerpo posea excelente condición física porque amo ejercer mi cuerpo, como amo ejercer mi mente y mi espíritu. Es el conjunto el que me importa, y que todo funcione como debe, como una maquinaria bien afinada».

Flor de piel contiene una declaración demoledora: Esto, en esencia, se acabó. Pero Sandro Cohen no se ha acabado, sucumbió a los embates del virus depredador que ha asolado, y desolado, al mundo entero, pero seguirá diciendo:

La vida es buena, pues me ha dado tanto
que a veces de creerlo soy incapaz.
He sembrado, apuntado unas palabras
que luego olvido, pero engendran hijos
y lo recuerdo todo, con un peso
que resulta difícil de cargar.

No se ha acabado porque nos dejó sus versos, sean ellos quienes atestigüen mis palabras y sirvan para que esta columna, aunque humildemente, honre su vida.

Esto, en esencia, se acabó…

Esto, en esencia, se acabó.
Hace mucho empezó, lo sé,
pero desde hace rato no me siento
inmortal. Y cuando yo ya no esté,
las servilletas seguirán
en su mismo lugar sobre la mesa,
los mismos autos se estacionarán
en los mismos lugares, más o menos,
con los mismos niveles de esa angustia
tan mexicana y entrañable,
pero yo ya no los veré
desde esta mesa verde con mantel,
sentado en esta silla
de plástico innegable
que me permite estar tranquilo,
leyendo las noticias de las cuales
ya no voy a enterarme, a medio metro
de la banqueta donde se pasean
señoras con sus perros y sus hijos,
donde colocan, con cuidado, bolsas
de basura en espera del camión
que ya no tarda con su campanita
insoportable, pero yo
ya no pienso quejarme,
ni me taparé los oídos:
simple y sencillamente, no estaré.

Y es difícil hacerme
a la sólida idea de mi ausencia,
pero es palpable, tan palpable como
los pechos de una joven, o sus labios,
o su manera de pedirme
que le haga caso, ¿pero cómo,
si ya no voy a estar?

Y no he estado desde hace muchos años.

Estas palabras, que se escriben solas,
serán mi testimonio, darán fe
de que por fin lo he comprendido:
solo un poco estaremos en la tierra,
pero es de todos, como he sido todos,
y entre todos escribiremos
las palabras que urgen,
aquellas que se escapan
y que hemos dicho desde siempre.

 

Hasta la orilla

Los años caen hasta lo azul del fondo.

Me gusta el hecho de que no te cuelgues
de mi deseo deshilachado y simple.

Me ves como animal, lento y curioso,
el mono ciego que ejecuta duetos
de piano solo y cuello de botella,
cual debe ser en meses de calor.

Estos días muy poco hay por delante,
y todo se me cuelga por atrás,
flácida piel y un hueso al aire puro:
se secará muy pronto desde dentro.

Me da placer sentir tus ojos, ávidos
y lejanos, tan cerca de mi piélago.

El horizonte está a muchos kilómetros.

 

De todos los temblores terremotos

Cuando se tienen quince años pesa
más el trino de pájaros que bombas
que devuelven los cuerpos guerrilleros
a la húmeda tierra y selvas vastas
del sudeste de Asia, de Vietnam.

Importan más colores ocres, verdes;
los olores tan frescos de aquel bosque
donde soñamos dar el primer beso
a la novia que aún no se enteraba
de nuestra corta vida adolescente.

Importan más los tiernos balbuceos
en verso, la poesía inglesa, el cine,
que gases lacrimógenos, o balas
incrustadas en cuerpos de estudiantes
mexicanos al grito de una guerra

en un lugar extraño que se llama
Tlatelolco, una plaza de culturas
iluminadas por la luz bengala
y el fuego de los rifles militares,
cuyos ecos percuten la inconsciencia.

Pero después de cincuenta años, tras
medio siglo de guerras y mentiras,
más cerca del final que del principio,
me detengo a observar la calle, el sol
que la baña en el canto de las aves.

He elegido mi tierra, y he llorado
en Tlatelolco el trueno más terrible
de este país que ahora es mío, poema
puro que sube de entre ruinas, gritos
de todos los temblores terremotos.

Y estoy feliz, entiendo la amargura.
He cantado el dolor de mis dos hijas.
Hemos sembrado y cosechado juntos
el goce de vivir y de perder
el tiempo, el mundo, el choque más hermoso.

 

Las cosas que me rodean…

Las cosas que me rodean
—la taza de café, plumas
viejas, alguna inservible—
me dan la seguridad
de saber que aún estoy vivo.

Me gustan mis libros, aunque
sé que jamás los leeré
todos, tal vez unos cuantos.

Los pasaré a mis amigos
jóvenes que no conocen
la dicha de columbrar
los indicios de la meta
tras cuarenta y dos kilómetros,
varios hijos, dos esposas,
corazones incontables
que jamás quise romper.

Decir que soy imperfecto
es poco. Mucho me falta
por hacer, por dar, vivir,
aunque sean veinte minutos.

Esta taza de café
me permite estar en paz
con la idea, por demás
sencilla, de que la vida
es algo que por derecho
—sin excepción— pertenece
a cada ser que respira;
de que las cosas sagradas
nos rodean en todas partes.

Se rompen y se reparan,
tal como nosotros mismos,
por conservar el placer
tan simple, el enorme gusto
de inducir una sonrisa,
el brillo intenso en los ojos
de quienes han comprendido,
por fin, que el dolor no es todo,
que la mejor medicina
es saber que estamos todos
—y que siempre hemos estado—
cual carne de nuestro ser
desde el principio del viaje.

 

Por si lo quieres

Alguna vez me descubrí pensando
—ya sabes que pensar es peligroso—
e imaginé tus labios en mis labios,
tus manos donde siempre las deseo
cuando cierro los ojos y me pongo
a olvidar el desastre que he creado.

Pero es, después de todo, un buen desastre,
esta maraña dulce en la cabeza,
a la cual vuelvo al menor descuido
solo para buscar a aquel que alguna
vez se creyó inmortal, tan bello y joven,
aunque haya sido en sueños y poesía.

La vida es buena, pues me ha dado tanto
que a veces de creerlo soy incapaz.
He sembrado, apuntado unas palabras
que luego olvido, pero engendran hijos
y lo recuerdo todo, con un peso
que resulta difícil de cargar.

E imaginé tus labios en mi cuerpo,
en todas partes de mi cuerpo laso,
en los trazos profundos del desastre
que reúno con celo y con amor.
Después de todo es un desastre bueno.
Y ahora es tuyo también, por si lo quieres.

 

 

 

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