7

Esa tarde, Mateo tomó su regalo y llegó a casa, en todo su trayecto no cruzó una sola mirada con ninguna mujer, pese a que ellas lo veían; tampoco decidió ir por otra botella de wiski ni irse a la cantina más cercana a malgastar su dinero, no, esa noche fue directo a casa con una sonrisa que hacía tiempo no recordaba tener, ni cuando fue nominado al premio de novela corta. Iba sintiendo que su corazón era un tren sin frenos, desbocado, y sabía que no era un ataque de pánico sino otra cosa que lo envolvía como brazos invisibles haciéndolo cesar por un momento el dolor. Entró a casa siendo recibido por sus perros, les dio unas palmaditas dirigiéndose a la sala. En el sillón solitario aventó su bléiser y a punto de subir hacia su cuarto miró el plato sobre la mesa, el mismo que siempre se quedaba vacío, sólo que esta vez, Mateo tuvo una sensación similar al hambre, misma que le hizo atreverse a ir, medio calentar la sopa, coger el plato y sentarse a comerla en esa noche en la que no se sentía tan vacío. La sopa de tortillas sabía perfectamente a su niñez, tanto la sal como el recaudo parecían estar en su punto; no había recordado lo mucho que esa sopa le gustaba hasta ese momento en el que podía sentir todas las sensaciones, en el que su paladar, manos y ojos parecían haberse despertado de algún letargo y no necesitaba gota de alcohol para poder sonreír. Saboreaba a la sopa una y otra vez y a su mente venían mil canciones, recordaba aquella que decía «Beautiful stranger, don´t want to know your name/just take me by the hand» y movía sus pies al ritmo de ésta como si estuviera sonando, pero únicamente estaba en su cabeza. «¿Volveré a saber de ti? Bueno, dijiste que me ibas a llamar, ¿debo tomar eso como un tipo de voto o dejarte ir y quedarme con esto que me aprieta el pecho y me hace bien?». Cucharada tras cucharada, sin darse cuenta se había terminado su sopa.

Lleno, con la panza un poco más grande, subió a su cuarto junto con el regalo envuelto, se sentó en su cama y con calma fue abriéndolo tratando de no romper el papel azul. Cuando el papel fue abriéndose, antes de que viera la libreta, sus ojos quedaron prendidos de una pequeña trenza que olía a flores, a suave, a ella; la tomó con cuidado y por un momento pudo sentir a la mujer del sombrero, la olió recordando el roce de su dedo, después vio la libreta quedando anonadado, ella, sin querer, lo sabía, supo de manera insólita lo que a él podía serle útil. Miró la portada, repasó el acrílico sobre la tela y se imaginó a esa mujer tomándose el tiempo para hacerla, pintándosela a nadie más que a él. Se levantó de la cama para buscar un sobre en su buró y ahí guardó la trenza no sin antes volver a olerla, se cuestionó sobre su nombre, sus años, sus gustos, todo, pero de eso, lo que más le retumbaba era el nombre, rogaba que fuera cualquier otro que no empezara con uve. Se enderezó para poner música, se quitó la camisa y los zapatos echándose en la cama, bocarriba mirando al foco parpadear, esa luz tenue lo fue hipnotizando cada vez más, cada vez más hasta que cayó en un limbo, en una profunda oscuridad en la que nada lo atormentó y, por primera vez en muchos años, durmió sin soñar hasta que el sonido de su teléfono lo despertó en medio de la fría madrugada, él, aturdido y desorientado, buscó debajo de las sábanas, de su almohada, se cayó de la cama hallándolo en la silla junto a la ventana, no reconocía el número, pero quien fuera estaba insistiendo con dos llamadas anteriores, así que, con voz ronca, contesto escuchando un «¿Te desperté?», inmediatamente aclaró su garganta y talló sus ojos para despertar más rápido.

—No, no, para nada —se apresuró a decir—. Sí eres tú, ¿verdad?, la del sombrero.

—Sí, soy yo. Perdóname por llamar a estas horas, es que apenas pude medio terminar de desempacar y acabo de abrir la caja de películas.

Él no sabía qué decirle, podía sentir un poco más tangible el anhelo de conocer a esa mujer, aunque ella ya no estuviera pisando su misma tierra ni caminando por sus mismas calles ni tocando las mismas películas que él palpaba en la tienda.

—Ah, pensé que ya las habías abierto, bueno… ¿te gustaron? ¡ah! Qué estúpido —golpeó su frente con su mano—, cómo no te iban a gustar si tú las apartaste. —En ella se escuchó una disimulada risa.

—No te quito mucho tiempo, solamente quería darte las gracias. Estoy muy emocionada.

—Oye, no, no fue nada, al contrario, yo abrí hace un rato tu regalo y no sé qué decir, es hermoso, pero… eso que me diste, no la libreta sino lo otro, quiero que sepas que, aunque apenas y te conozca, la voy a conservar siempre.

—No te preocupes, no digas cosas que tal vez no puedas cumplir.

—¿Y por qué no lo cumpliría?

—La vida no es estática, en el transcurso, mientras que se va moviendo, van pasando muchas cosas de las que no somos dueños, ¿entiendes? Y a mí no me gustan las mentiras bondadosas, y no digo que me mientas, sólo digo que nunca creas en el «para siempre».

—Pero es bonito mantener la ilusión, ¿no? Sujetar este cabello —lo apretó con su puño—, mirarlo y decir para siempre.

—Entonces, en veinte años me lo muestras.

—¡Claro! Aquí va a estar —lo besó—. Así que te fuiste, ¿estás lejos?

—Sí, mucho.

—¿Y por qué te fuiste? Te vas justo cuando apareces, eres como una visión eclesiástica y es injusto.

—¿Injusto? No, para ti y desde tu egoísmo sí, pero lo justo para mí era largarme ¿Qué no te cansas de ver tatas personas yendo y viniendo todos los días sin que se detengan para platicar contigo un minuto? Tú y yo somos la gran excepción de esa ciudad, pero yo prefiero los lugares pequeños, acogedores, aquellos en los que sí sabes quién es tu vecino y puedes entonces tener confianza, salir a la calle y saludar a las personas sin que te miren como loco, ¿a ti te gusta eso?

Mateo se quedó pensando por un instante, era como estarse escuchando, como si ella interpretara lo que él muchas veces sentía; vacío.

—Sí, es que la ciudad es enorme, y de tanta gente, mira, de tantísima gente en la ciudad, en el país, en el mundo, te pusieron frente a mí —suspiró—… eres una serendipia, pero, de algún modo, todo lo bueno se me arrebata.

—¿Arrebatar? —repitió extrañada—. ¿Quieres decir que piensas que alguien me puso en tu camino adrede y después dijo quítate? Yo ya tenía mis planes mucho antes de que tú aparecieras y créeme que de haber sabido que iba a encontrarte hubiera postergado mi mudanza un poco, sólo el tiempo suficiente para conocerte más.

Él empezó a sentirse nervioso, cada que la escuchaba hablar con tanta firmeza temía que lo viera como a un estúpido por creer en los hados, sin embargo, ¿qué otra cosa podría ser sino eso?, ¿acaso un sueño?

—No, no te confundas, yo no creo en ningún dios —aclaró por si las dudas—, aunque, verte y que tú me hayas pasado… ¡a mí!, me hace pensar en la posibilidad de que exista.

Los nervios iban dispersándose conforme la plática avanzaba, hasta que Mateo le preguntó cuál era su nombre.

—¿Otra vez? Pero te dije que se me olvidó —reía— ¿Cómo te gustaría que me llamara?

—¿En serio? —se carcajeó—. Bueno, si puedo ponerte un nombre… pues —siguió pesándolo y pidiendo que no se le saliera un Valentina—, soy pésimo poniendo nombres. Soy tan malo poniendo nombres que empiezo mis novelas con un «personaje 1, personaje 2» y así. —De las risas pasó al silencio, permaneció en el teléfono sintiendo que había errado.

—¿Cómo? —dijo confundida

—¿Qué? ¿Dije algo malo? —En fondo lo sabía.

—No, es que —dudó un momento en hablar— eso que haces lo hace Rinaldi. Él no les pone nombre a sus personajes hasta el final y le va poniendo así, personaje 1, 2, 3…

Mateo frunció el ceño pegándose de nuevo en la frente y vocalizando una mentada de madre. No sabía qué decirle, es más, ni siquiera sabía que los medios conocían lo que hacía al escribir. Tenía la opción de desenmascararse y decirle que él era ese tal Rinaldi, pero, pensaba, «¿y si no me cree?, ¿y si espera algo mejor? No la puedo decepcionar», así que solamente optó por reírse diciéndole que imitaba justamente a Rinaldi porque había leído que él lo hacía. Pareció que ella no le hubo tomado más importancia porque estaba más concentrada en la sincronía que sentía entre él y ella pese a no conocerse, un fugaz pensamiento la hizo sentir como si estuviera reencontrándose con alguien de alguna vida pasada, aunque no podía creer mucho en eso. Y recordaba el lunar bajo su labio y el roce de su dedo en la barba, sabía que iba a desvanecerse la sensación tarde que temprano al igual que el recuerdo de su cara, pero mientras no pasara, lo repetía mil veces en su mente.

La madrugada era húmeda, silenciosa, sin embargo, estar platicando la hacía parecer ligera, más reconfortante para ambos. Ella se despidió diciendo que se hallaba muy cansada, pero colgaron y un pequeño sentimiento la hizo inmediatamente buscar a Rinaldi en Internet. La foto apareció, pese a haberlo sospechado no dejaba de asombrarle preguntándose por qué no simplemente se lo decía. Ella jamás atentaría contra lo que él quisiera o no decirle ni lo obligaría ni le reclamaría algo. Podía jurar que él era el suceso más extraordinario que en su ordinaria vida le pudo haber pasado, y en ese momento se retractó inmediatamente por haber dicho que no era injusto haberlo conocido para después irse, pues lo era, era injusto y mucho. Ahora tenía que pensar si decirle que ya lo sabía o seguirle el juego porque, inentendible, algo lo detenía para contarle la verdad, así que pensó en sólo no decirle nada y dejar que las cosas por sí solas pasaran sin cuestionamientos, sin desconfianza, sin expectativas, sólo que fueran y ya. Cerró la computadora yendo a ver otra vez la caja con películas, las ojeó una por una acomodándolas en una repisa, tarareaba la misma canción que Mateo tenía puesta: Pink Moon, y medio bailaba descalza aun sabiendo que no sabía para nada bailar. Pensaba una y otra vez en la voz de ese sujeto queriendo acomodar en ella la poesía de Rinaldi, en esa voz que decía «yo nunca tuve ni dos ni seis años. Nací siendo hombre de una madre sin vientre y de un negro noviembre sin sol ni día ni sobriedad», e imaginaba lo hermoso que ese poema era en su voz, lo hermoso que podría escucharse al ser declamado con los delgados labios de él y con esa mirada de ojos rasgados que había penetrado en ella como la primera vez que vio un eclipse en 1996, o como cuando miró el alumbramiento de los hijos de su gata, tan maravillada por aquellos ojos como el momento en que miró una estrella fugaz y más enamorada que cuando vio al cometa C2019/Y4 ATLAS, pero, lo más enigmático de esos ojos, era que ella se había mirado en ellos.

Terminó de acomodar las películas y se echó en la alfombra de la sala, sus ojos contemplaban las vigas que crujían cuando los gatos caminaban por encima de las tejas. Sabía que a Yuyu lo había amado, pero nunca, nunca había sentido algo tan fuerte como lo que sentía en esos momentos por un desconocido, creía que podría tratarse de la idealización, eso sería, en cuestiones prácticas, lo más lógico, pero no explicaba las sincronías entre ellos dos ni la saga de sucesos que ocurrieron en esos días. Volvió a enderezarse para ir hacia el librero y tomar todos los libros que tenía de Rinaldi, eran entre cinco y siente, y de todos, ella estaba consciente de que sólo uno era el más conocido, el que le había otorgado el premio de novela corta. Los extendió en el suelo, los recorrió con la mirada de arriba para abajo sin tocarlos, luego fue a su restirador cogiendo unos periódicos y la caja donde venían las películas. Envolvió cada libro en periódico y fue guardándolos en la caja, es que ella no quería conocer al escritor, de quien ya sabía mucho, ella quería conocer al hombre, al hombre inseguro, oculto tras sus lentes, al hombre delgado, al hombre tímido, al hombre detrás del escritor.

Ya guardados los libros, puso cinta adhesiva en toda la caja y la colocó junto al librero prometiéndose no leer otra cosa de Rinaldi hasta que él le dijera la verdad.

 

8

«¿Volverás a hacerlo?”. El pequeño Mateo se encontraba tomando leche en el regazo de su mamá mientras ella le hablaba con angustia, «eres muy pequeño aún, pero necesitas entender la fragilidad de la vida, mi amor. Mateo, somos como un delgado hilo, somos endebles, ¿por qué desperdicias tu vida en el vicio? ¿Por qué tanto talento para tan poca inteligencia? ¿Por qué te castigas dañándote? ¿Por qué desperdicias tu vida en esa mujer que no te ama? No le hagas lo mismo a la mujer del sombrero, no le hagas lo que llevas haciéndole a otras durante años», y el pequeño sólo volteaba sus ojos mientras sorbía la mamila, podría parecer que no entendía nada.

—Mateo —insistió su mamá—, la vida es tan frágil como la hebra de una oruga, no dejes que se te vaya con las manos vacías. —Y despertó.

Había amanecido, la luz lastimó sus ojos teniendo que tallárselos para aclarar su vista. En medio de la claridad trataba de saber si estaba despierto o si seguía dormido, pocas veces abría sus ojos en sobriedad, sin resaca y sin aliento de alcohol, así que, parecía, eso le confundía más. Se quitó las cobijas de encima estirándose de brazos y piernas y pensó «¿ella es real?». Sí, se refería a la mujer del sombrero, pero empezó a tener más lucidez recordando que habían platicado y también que ya no estaban en la misma ciudad. Extendió su mano para alcanzar su teléfono y ver si de casualidad le había escrito, mas no tenía novedades, pensó en mandarle un mensaje y justo cuando iba a escribirlo entró uno de Valentina. Lo miró, permaneció un instante pensativo terminado por deslizar la pantalla para no tener que abrirlo, no tenía ganas de amargarse el sentimiento con el que había despertado ni terminar de nuevo tomado, esa vez no quería hacer lo mismo de siempre, no tenía antojo de alcohol ni sensación de soledad; estaba en calma.

Fue hacia su cajón, sacó el sobre con la trenza sentándose un rato más solamente para olerla, necesitaba de un recordatorio que le hiciera saber que ella existía. Por un instante, cuando aspiró el perfume de la trenza, apareció la imagen de esa mujer sentada en una vieja mecedora, no duró más que un pestañeo, pero quedó confundido porque había sido una especie de quimera. Tuvo la sensación de haber conocido ese aroma en otra parte, a lo mejor en alguna de las tantas mujeres con quienes había pasado una noche, no sabía. Volvió a guardarla y, como no era una mañana común, decidió bañarse y desayunar, no recordaba la última vez que había desayunado a una hora decente, sin estrellas ni silencio, sino con la claridad del día. El café sabía mejor de lo que se acordaba, el pan dulce no le causaba asco ni le dolía el estómago, ese amanecer podía figurarse como cualquier otro en su niñez, en el que sólo faltaban sus papás.

Por mucho tiempo había procurado no pensar en el accidente, esquivaba el dolor en alcohol y creía que así ese tipo de emociones podían suprimirse, sin embargo, en esa mañana de lucidez sabía que sus padres le faltaban y que no era Lennon su verdadero padre, que no era el alcohol su verdadero amigo y que, de hecho, si miraba al rededor suyo, no tenía amigos genuinos, posiblemente Jimena, pero ella no era cien por ciento entregada como amiga. Todo iba bien, salvo que sus pensamientos avanzaban muy rápido empezando a sentir ansiedad, ese caos que se originaba en un pequeño pensamiento y que lo llevaba a lo mismo de siempre, y no quería, no quería seguir pensando. Dejó su pan a un lado y aventó la taza de café regándolo por el suelo, haciendo que sus perros lamieran las sobras mientras que él se golpeaba la cabeza creyendo que, de ese modo, sería más fácil callar su mente. Su teléfono sonó una, dos, tres veces, pero Mateo no podía contestar, ni siquiera podía abrir sus ojos, estaba intentando escapar como de un sueño en el que sólo veía el coche rojo destrozado y la torreta de la ambulancia en silencio. Eran demasiadas imágenes para un niño tan pequeño. El teléfono parecía sonar más y más fuerte, le gritaba hasta que, en un esfuerzo iracundo, logró contestar. Era ella.

—Hola… ¿Mateo? —en seguida lo escuchó raro—. ¿Estás bien? —era obvio que no lo estaba, se escuchaba sulfurado y fuera de sí.

—Sí… no, no, no estoy bien —tragó saliva esperando que ella le dijera algo, pero permaneció muda—. Mira, yo sé, yo sé que te acabo de conocer pero siento algo fuerte por ti, no sé ni tu nombre, puede que pienses que estoy loco, y es que… sí, no soy una persona muy cuerda.

—No entiendo…

Él tomó aire para continuar hablando.

—Soy alcohólico. Prefiero decírtelo ahora a que después te des cuenta y me aborrezcas.

Ella siguió callada, trataba de asimilar lo que Mateo le estaba diciendo porque no era fácil saber que, después de tanto tiempo sufriendo por Yuyu, podría volver a sufrir por una persona a quien no conocía, pero eso mismo que él sentía a ella también le pasaba, era esa sensación a deja vu constante. Suspiró unas dos veces pensando bien qué decirle, no era muy ávida con las palabras, estando nerviosa era torpe, empero, con él quería ser distinta porque no tenía en su mente la opción de abandonarlo.

—¿Estás tomando en este momento?

—No. Estoy sobrio, es que —hizo otra pausa—… tengo mucho, mucho —parecía que iba acomodando en su mente palabra por palabra ante de hablar—. Me gustaría contarte todo sobre mí porque no quiero hacerte lo que le he hecho a otras, y tampoco quiero espantarte, ¿sí? —ella no respondió de inmediato, parecía que estaba pensándolo—. Si después de que te cuente te sientes asustada y no quieres seguir hablando conmigo, yo lo entiendo, te lo juro que lo entiendo.

—Sí, está bien. Te diré si me asusto, pero dime todo lo que me debas decir ahora, por favor.

—Bueno… no sé ni por dónde empezar.

—Por el principio —respondió con dureza.

—Sí… claro, pero me gustaría saber tu nombre, si no me lo dices te llamaré Alondra. —Alondra era uno de sus personajes principales en su novela Fatalidades—, ¿ok? Bien, Alondra, mi vida no ha sido fácil —prosiguió al ver que ella no iba a decirle su nombre—, traigo cargando fantasmas desde que fui niño. Al principio todo era normal; una mamá, un papá y su hijo, excepto por la lluvia de esa tarde. Los vidrios estallaron, se escuchó un crujido que venía de todas partes, fierros retorcidos y un grito que después calló. Estuve en el hospital durante un mes, tuve fracturadas casi todas las costillas y no podía caminar, pensaron que quedaría paralítico, sin embargo, mi abuelo me ayudó en ese tiempo y tal vez fue la única ocasión en la que pude creer en un milagro. Salí del hospital, era extraño volver a caminar, y llegando a mi casa no estuvo mamá y no estuvo papá, la casa estaba vacía, sin ruido, sin risas. Mi abuelo trató de explicarme con ese cuento, ya sabes, el de «tus papis están en el Cielo» y bla, bla. Me tragué el cuento ¿Has pensado alguna vez que la felicidad es sólo un estado y que la constante es la tristeza? Yo sí. Mi abuelo no pudo con la impresión y se murió, así, tan, tan, se murió a las dos semanas de haber salido de terapia intensiva. No tenía más familia, así que el DIF se hizo cargo de mí, me fueron a aventar a una casa de locos en la que el señor violaba a las niñas por las noches, ellas y yo dormíamos en el mismo cuarto. Cuando lo escuchaba entrar me daban ganas de salir corriendo, pero no podía, era una prisión, lo único que me salvaba era taparme los oídos y pensar en la canción de Lennon, ¿te gusta Lennon? Bueno, no importa, la canción es la que dice «Oh, my love, for the first time in my life», con esa canción mi abuelo me arrullaba, pero qué va a entender un mocoso de mi edad el inglés, sólo recordaba la tonadita mientras el viejo ése, asqueroso, violaba a sus hijas. Estoy seguro de que él sabía que yo estaba despierto y que también la señora de la casa sabía lo que hacía su marido. Las niñas se quedaban sollozando, una de ellas solía orinarse cuando él salía mientras que la otra, una de esas noches, sangró, ¿sabes lo que significa? El maldito cerdo la desvirgó. Tuve que esperar más años ahí entre golpes, sin comida y con alcohol, alcohol era lo que nunca faltaba en esa puta casa, ahí fue la primera vez que me emborraché, tenía como nueve años. Me robé una de las botellas del cerdo y me escondí en el ropero, me sentía superior a todos esos simios, había mofado a la autoridad, parecía que nada lastimaba y que todo me daba risa, entró Sandra, la mayor, tenía trece años, los dos nos terminamos la mitad de esa botella, ya borrachos ¡Dios, lo siento tanto!, ya borrachos me pidió que la tocara, yo no sabía qué era eso, pensaba que era normal, lo correcto y además, se sentía bien rico, ahí fue mi primera vez, y cuando íbamos a hacerlo, pensé en el cerdo y le vomité encima, entre sus pequeños pechos inmaduros ¿Entiendes lo que es eso? Alondra, amor, vengo con muchas cosas malas. Quisiera contarte que ésa fue la única vez que lo hicimos Sandra y yo, pero no, ¿qué esperaban de nosotros si era lo que nos enseñaban en esa mierda de casa? Creo que Sandra, el sexo y el alcohol fueron lo que me mantuvo vivo todo ese tiempo, pero cuando Sandra se fue al cumplir quince, mi mundo pareció venirse abajo, entonces empecé a contarme historias a mí mismo y eran tan bonitas las cosas que me imaginaba que no quería regresar a mi realidad. Una tarde me llegó una carta de Sandra, en todo ese tiempo no habíamos vuelto a saber de ella, dentro del sobre había dinero y una nota que decía «vete». Le tomé la palabra y esa misma noche me largué de ahí, lo sentí por Julieta, pero tenía que salvarme. Me metí a trabajar en un Oxxo, fue el único lugar donde me aceptaron teniendo 16, vivía en un cuartucho lleno de cucarachas y con cama de cemento, empecé a tomar y a tomar y a tomar llegando crudo al trabajo, hasta que me corrieron. Duré un año, fue un récord, entonces, con lo que tenía ahorrado compré botellas hasta para tirar por la ventana, una máquina de escribir que vendían en uno de esos bazares de tercera, hojas y cinta… a los 18 me dieron la herencia de mis papás y de mi abuelo, era rico. Bueno, el alcohol y mi demencia me han hecho ser solitario, nunca le he pegado a una mujer físicamente, pero soy una basura, Alondra, porque les he pegado con las palabras y con los engaños, no quiero que vivas eso conmigo, te lo juro. Cuando te miré por primera vez supe que ese Cielo del que mi abuelo me hablaba debía parecerse a ti.

La mujer permaneció en silencio, sólo se podía oír una acelerada respiración del otro lado del teléfono, Mateo rogaba que no le fuera a colgar, tenía miedo de que ahora se alejara como muchas otras lo habían hecho, la única diferencia era que a ninguna le había contado su historia completa como a ella.

—Eres tan cruel al hablar de ti, ¿crees que entre más áspero cuentes tu vida menos va a doler? —Finalmente habló.

—Sí.

—¿Por qué piensas que por tu pasado me voy a alejar de ti? —dijo con seguridad.

—Todos lo hacen; amigos, familia, novias, mujeres, todos me dejan y no es sólo por mi pasado, Alondra, es porque cuando tomo soy otra persona.

—No soy Alondra —dijo seca—. No pensé que hubiera alguien con una vida más dura que la mía, pero tu pasado no define quién eres,

—No soy una buena persona, he hecho demasiado daño a mucha gente, por eso estoy solo.

—¿Quieres espantarme? Eso que dices no parece ser una advertencia sino una demanda de desalojo para mí. Si quieres que me aleje solamente dímelo. Creo que no eres mala persona,

—No quiero alejarte, pero… yo, yo no soy bueno.

—¿Has matado alguna vez a alguien?

—¡Qué! ¡No! No, claro que no.

—Entonces no eres mala persona, aun si lo hicieras y fuera por defensa propia o por haber defendido a alguien más, eso no te haría malo. La maldad es un acto consciente que busca mutilar al otro con o sin propio beneficio, al menos eso es la maldad para mí, y desde mi perspectiva creo que no eres malo, sólo alguien lastimado. No voy a dejarte por tu pasado, sólo si arremetes contra mí.

Mateo lanzó un suspiro de alivio, aunque en su corazón, muy en el fondo, podía sentir que estaba en la cuerda floja y que era probable perder a esa mujer. Cuando contaba sobre su alcoholismo ninguna le prestaba mucha atención al asunto, al contrario, si él era feliz tomando, ellas le surtían el alcohol para mantenerlo contento, en cambio, la mujer del sombrero no era ese tipo de mujer, ella sabía lo que quería y tenía claro que quería estar con Rinaldi, aun si eso implicaba no darle más alcohol reemplazando un vicio con otro, otro que a la larga se haría peligroso.

—¿Por qué dices que tu vida fue dura? —preguntó él.

—Creo que la vida de todos es dura de una u otra forma, aunque no viví tu vida, la mía ha sido difícil en sus aspectos personales. Mi mamá me dejó en cuanto se murió mi papá y se largó con pendejo a Brasil, yo tenía 16 cuando pasó, me dejó con dinero, en casa de mi tía, donde las cosas no eran sencillas, más cuando un primo tuyo te toquetea y te mira mientras te bañas. Entrando a la universidad me enamoré de una buena persona, me fui a vivir con él, pero luego de un año me embaracé y perdimos al bebé, entonces volví a vivir sola y él terminó yéndose, supuestamente porque se murió su abuela, pero yo sé la verdad.

—¿Cuál es la verdad?

—Pues, tengo una matriz inútil para concebir y él quería ser papá, no dudo que ahora lo sea.

—Lo siento bastante, de verdad.

—No, no me vayas a tener lástima. Eso fue hace muchos años, el bebé no tenía ni un mes cuando sucedió y ni modo, la vida es dura contigo, conmigo, con todos, por eso busco a alguien empático que no me deje llorando a las dos de la mañana cuando recuerdo que no puedo ser mamá o cuando tenga un ataque de pánico, que me apoye en todo lo que yo quiera hacer con mi vida, excepto si ve que voy a caerme, pero, como debe ser empático, si ve que voy a caer me deberá sujetar con cariño y no humillándome porque sea una pendeja que no mira por dónde va.

El carácter fuerte de ella lo tenía embobado, no era una mujer fácil y Mateo no quería a otra que cayera tan rápido ensoñada, queriendo mimarlo todo el tiempo y perdonándole infidelidad tras infidelidad, él estaba harto de las mujeres sumisas que la vida le había dado, y es que creía que mucha de esa sumisión en ellas se debía a que, exactamente, le tenían lástima.

—¿En dónde vives ahora?

—¡Uf!, demasiado lejos. Estoy a cinco horas de ti en un pueblito.

—Pero, ¿cómo se llama el lugar?

—No te voy a decir, eres un desconocido, qué tal si un día te apareces en mi ventana… —bromeó.

—No, jamás, bueno, no que yo sepa. Quiero enviarte algo, un regalo.

—¿Otro?, ¿eres de esos tipos detallistas? Porque me matas, a mí un hombre que sepa enamorar mil veces a la misma mujer por más jodida que se vea, me mata.

Pero Mateo no era realmente un tipo detallista, era más sencillo de lo que podía imaginar, quizá unas dos o tres veces la sorprendería con algún detalle y hasta ahí, él no sabía cómo era eso de seguir enamorando a alguien porque pensaba que no tenía mayor caso conquistar a una tierra ya abanderada por él.

—Entonces, ¿me darás tu dirección?

—Sólo si me prometes aparecerte una noche en mi ventana, tal cual al estilo de Peter Pan.

—¿Qué? —empezó a reírse—. Está bien, te lo prometo.

 

 

(CONTINUARÁ)

 

 

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