6

Cuando ella recibió ese mensaje, nunca se imaginó a una persona tan pedante, su día había marchado de manera agotadora como para encima lidiar con un pendejo ególatra que, al parecer, quería algo más a cambio de haberle dado una caja con películas que por las prisas ni había abierto. No pudo aguantarse las ganas de escribirle una mentada de madre a Mateo.

Casi todo estaba empacado, así que no tenía mucho caso abrir las películas para volverlas a guardar, sin embargo, ese mensaje la había inquietado tanto como para levantarse e ir a ver por una ranura de la caja cuáles películas estaban dentro sin lograr mucho. Regresó a sentarse en el colchón de su cama, en el piso, y releyendo el mensaje decidió contestarle «Me diste las películas porque querías, porque te nació ¿no?, entonces, no tengo por qué deberte nada, ni una plática», eso más la mentada. Mandó el mensaje y se dispuso a dormir, pero apenas apagó la luz comenzó a dar vueltas y vueltas, ese mensaje le retumbaba en la cabeza, sabía que ella había hecho lo correcto, aunque no entendía por qué se sentía tan mal, por qué algo le susurraba que se levantara, cogiera su teléfono y le escribiera otra vez y, pese a que trató de hacerle caso omiso a esa sensación, al final lo hizo; cogió el celular y le escribió para disculparse porque sabía que desde Yuyu se había vuelto una persona fría y apática, por ello creía que, posiblemente, sí era su culpa, creía que ella había sido grosera sin saber si la volvería a buscar o si en eso acabaría todo el misterio de las películas.

Siguió rodando en el colchón en lo que iba revisando si ese sujeto ya había contestado, pero nada, ni siquiera lo había visto. Era la primera vez que una persona a quien no conocía le causaba tanta angustia, tanta ansiedad, era como si algo la indujera a buscarlo, a conectarse con él de manera onírica, empero, para esa madrugada nada más podía hacer, sólo esperar a que él contestara… o no. Sin pensarlo más se levantó, prendió la luz y a tropiezos con las cajas se dirigió a su restirador, de un empaque sacó unos papeles, manta, hilo, aguja y hojas sentándose a doblarlas, fue cosiéndolas y juntándolas hasta ir creando lo que parecía ser una libreta. No sabía si él escribía o dibujaba, pero era lo único que ella podía hacer con una portada hecha con sus propias manos, lo que estaría altamente valuado, aunque no conservaba esperanzas de que ese tipo lo supiera, aun así, continuó armándola. En su mente divagaba el pensamiento de quién sería él, cuál sería su nombre y su intención; podía recordar que hace años, cuando más chica, había soñado con alguien que le regalara algún detalle como la caja de películas, y es que de adolescente, en fechas como el 14 de febrero y Navidad, en la escuela organizaban entre todos los salones un intercambio de tarjetas dejándolas en un buzón llamado «El buzón del amigo secreto», que todos los viernes se vaciaba repartiéndose en cada aula las tarjetas y cartas. Todos, siempre, tenían en sus manos como unas siete cartas, menos ella, a quien exiliaban de las actividades, de la amistad y de las fiestas, nadie quería hablarle, les parecía demasiado extraña porque retraída se la pasaba haciendo dibujos con sus lapiceros y por su físico, entonces le tiraban los lapiceros, rompían sus libretas y, en alguna ocasión, le prendieron fuego a su cabello. Cuando «El buzón del amigo secreto» aparecía en los corredores de la escuela, ella ya sabía lo que iba a pasar, por eso decidió autorregalarse cartas que a escondidas echaba en el buzón, por tanto, cuando el día de la repartición llegaba, era quien más cartitas recibía, pero pensaba «¿por qué no me toca alguien de verdad?» y bueno, esa vez y luego de tantísimos años su petición al fin había sido escuchada, ya tenía a un amigo secreto a quien, con su actitud a la defensiva, había corrido de su vida con el primer intento de contacto.

Cuando por fin terminó la libreta, en la primera página puso una pequeña nota para hacerle saber que no estaba ni enojada ni ofendida con el mensaje y que también sus disculpas eran sinceras. Eran cerca de las cinco de la mañana, así que dejó la libretita en el restirador yendo a acostarse, aunque fueran unos minutos antes de tener que levantarse, seguir empacando e ir a dejar el regalo con Jimena. Realmente no pudo descansar pese a dormir, y la mañana le llegó con el sol puesto en sus ojos ya que las cortinas de sus ventanales también estaban empacadas. Se estiró lo más que pudo tronando su cuello, miró la hora pensando en que era demasiado temprano para encontrarlo en la tienda, aunque sabía que tenía que hacerlo en ese mismo momento, levantándose a fuerza y antes de tan siquiera desayunar cogió la libreta, su sombrero y salió de ahí.

El sol no daba calor en esa ciudad gris, tampoco las personas eran cálidas con las otras, todo se sentía monótono, iba pensando que ya solamente era por unas horas, eso de tomar el metro a empujones iba a terminar, lo mismo el no conocer a los que, por cuatro años, habían sido sus vecinos. Por fin dejaría todo ese caos para ir a un lugar más hogareño.

Llegó a la tienda, antes de entrar medio miró por las ventanas si alguien más estaba dentro aparte de la encargada, lo que no sabía era que Mateo se encontraba tras la misma cortina y sentado en el mismo banquito, crudo, triste y enojado con él mismo por lo del mensaje de la noche anterior, sin cara para volverle a hablar, pensando «la cagaste, una vez más la cagaste». Cuando la campana de la puerta sonó, a Mateo se le iluminaron los ojos y estiró el cuello para solamente ver al enorme sombrero rojo. Su corazón se aceleró, sudoroso de las manos las llevó a la cara lleno de vergüenza y, aunque Jimena le lanzó esa mirada para que se levantara y fuera hacia esa mujer, él quedó mucho más escondido. La mujer del sombrero llegó hasta el mostrador todavía buscándolo, ¿a quién? No lo sabía con exactitud, sólo sentía que podía reconocerlo de inmediato si es que lo encontraba. Saludó a Jimena y en el mostrador puso una cajita de regalo.

—¿No ha venido?

Jimena miró de reojo a Mateo y pudo notar lo sonrojado que estaba.

—No, lo siento mucho —respondió apenada—, él también me preguntó si habías venido.

—Bueno, creo que estamos destinados a no coincidir. Mira —enfatizó con un ademán en la caja de regalo—, le traje esto, ojalá puedas dárselo y decirle que es de mi parte.

—Entiendo, pero… —regresó la mirada a Mateo por si se animaba a salir— ¿y si mejor se lo das tú? Estoy segurísima que va a venir en la tarde, como a las seis.

La mujer miró dudosa y esbozó una pequeña sonrisa despegando el regalo sus manos.

—Es imposible, me gustaría, pero estoy por mudarme de ciudad y no creo volver. Te lo dejo, ojalá le guste. —Sin más palabras y algo cabizbaja salió de la tienda.

Empezó a caminar apenas unos pasos cuando escuchó la campa de la puerta, se detuvo de golpe, se quedó quieta sin querer voltear oyendo correr a alguien tras ella.

—¡Oye! ¡Oye!

No supo si irse o voltear, pero era demasiado tarde para su primera opción. Tomando un poco de aire giró y vio frente a ella a un hombre sonrojado y nervioso que corría agitado como si fuera en cualquier momento a colapsar. Quedó frente a ella y quitó sus lentes para limpiarlos. Esos ojos la tragaron, incluso tras el cristal veía en ellos cierta belleza.

—¿Eres tú el de las películas? —le preguntó tartamudeando y dudosa. Mateo tenía tantos nervios que no podía hablar, de tan sólo pensar lo que sucedería al abrir la boca empezó a temblar y con un esfuerzo extrahumano le respondió «sí», y un poco de saliva escurrió de su boca. La mujer esbozó una sonrisa extendiendo su dedo para limpiarle las ranuras de sus labios. Su dedo era suave en lo áspero de su barba; Mateo, con ese gesto, sintió que lo había matado.

—Perdón, es que —tartamudeaba—, estoy nervioso pero necesitaba verte de frente.

—¿Estabas ahí cuando…

—¡Sí!, pero no podía ni moverme, por favor, perdóname. Me siento muy mal por lo del mensaje, a veces no tengo buenos días, de hecho, nunca, y necesitaba esto: tenerte frente a mí, ahora sí —llevó su mano a su pecho— siento que descansó mi alma.

La mujer no dejaba de sonreírle tímida, ensoñada lo observaba con detenimiento queriéndose guardar cada detalle de él, desde el lunar bajo su labio hasta sus largas y risadas pestañas negras, sus dientes, su nariz y el color pálido de su piel sabiendo que no volvería a verlo.

—Debo irme, gracias por las películas. —Al escucharla, a Mateo se le desencajó la cara.

—¿Debes irte? ¿Así como una obligación?

—Sí, es que, salgo en media hora, pero te dejé con la encargada —señaló hacia la tienda— un pequeño regalo.

—¿Podríamos abrirlo aquí, juntos? En verdad, necesito mirarte otro poco antes de saber que no volveré a verte.

Ella rio aún más y asintió con la cabeza.

—Pero no es algo tan impresionante como una caja llena de películas, es un simple detalle, además lo hice yo, no tuve tiempo para ir a buscarte algo. Prefiero que lo abras estando solo.

A él se le encogió el corazón, ¿era real lo que estaba pasado?, pensaba, y se preguntaba si de verdad estaba platicando con aquella mujer, «¿cómo es que alguien haga eso por mí?, claro, es que no me conoce y qué bueno que se vaya, así no tendrá tiempo de ver la mierda que soy».

—No hay nada más valioso que algo hecho por uno mismo, créeme, pero la gente es bruta y no lo valora.

—¿Sí? ¿Tú haces cosas a mano?

—Sí, algo así. Yo escribo. —Contestó con cierto orgullo.

—¡De verdad! ¿y qué escribes?, ¿cuáles son los autores que lees? —respondió algo efusiva.

—Bueno, bueno, escribo novelas y hay un escritor medio rascuacho que me gusta mucho, no es la gran cosa, igual y ni lo conoces, nadie lo conoce, sólo porque ganó un premio este año y el pasado ya es medio conocido, pero ni su cara han visto, se llama Rinaldi.

Ella quedó sorprendida, sus ojos se abrieron y de tanto sonreír sus dientes sobresalían sin disimular la emoción.

—¿Hablas en serio? ¡Yo amo a Rinaldi!

Él en el fondo estaba muerto de risa pensando en cómo esa mujer decía amar a Rinaldi sin tan solo reconocerle la cara.

—¿Sí? Pero si es bien feo, bueno, a mí me gusta, pero ya sabes que escribe todo petulante.

—¿Petulante?

—Sí, ¿qué? ¿apoco no?

—«El otoño tiene el color de tus ojos y te respiro a través de sus secas hojas, marchita estás, mujer ¿Por qué se robaron tus primaveras?», ¿eso?, ¿eso te parece petulante?

Podría haber escurrido una lágrima, estaba conmovido, aunque ese pequeño poema había sido escrito para Valentina, Mateo se hallaba viviendo un suceso de esos que no pasan a menos que un ser etéreo te ame demasiado, y a la vez qué crueldad arrebatársela. Yacía anonadado y envuelto en una sensación muy similar a la que tenía cuando estaba en el regazo de su madre.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó diáfano.

—¿Eso importa? —dijo sin dejar de sonreír—, no sé. Es más, no me acuerdo, pero te voy a llamar. —Y partió dejándolo boquiabierto, inmóvil y estúpido.

 

 

(CONTINUARÁ)

 

 

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