Your slightest look easily will unclose me
thought I have closed myself as fingers.

e. e. cumings

PRIMERA ENTREGA

1

 

Érase una vez un hombre que vivía en una concurrida ciudad de altos edificios, de grises cielos y llena de bullicios, cerca de la alameda y, aunque en ese lugar las personas eran muchas, él llegaba a sentirse muy solo, más solo que hace un año o que ayer, por eso y para no escuchar a esa soledad llamándolo, únicamente se refugiaba en el cine y en su literatura, porque escribía «un poco», decía él. En la sala de su casa tenía una vieja máquina de escribir que hacía eco cada que recorría el carril y pisaba las teclas con fuerza para sellar la tinta en la hoja. Sus únicas compañías eran un par de perritos y Jimena, quien trabajaba en la tienda de películas.

Este hombre no era un hombre con maldad, pero sí retraído, inseguro y escondido tras unos lentes, y todas las noches lloraba por la muerte de Lennon. Lo que en su cabeza había no era lo que en cualquier otra, y cada título de cada libro de cada autor de cada vida los memorizaba, amaba a Plath como a Fante, conocía sus vidas y obras, no le costaba trabajo citar páginas enteras, incluso saberse los guiones de infinidad de películas, sin embargo, ¿de qué le servía si no había nadie a quién contárselo?, algunas veces a sus perros, pero ellos no tenían mucho criterio y en ocasiones carecían de conversación, y en las paredes azules de su estudio colgaban retratos enmarcados de Hepburn y Monroe, tan hermosos y nadie más los podía ver. Junto a su máquina, siempre, siempre le acompañaba una botella de wiski y en refrigerador guardaba cervezas «por si acaso», pero, en realidad, ese por si acaso duraba sólo medio día pues el alcohol para él nunca era demasiado. Se embriagaba en sus noches de fantasmas al ritmo de Billie Holiday hasta perder la conciencia de sí mismo rompiendo sus lentes, destrozando sus mismas promesas y marcando números de personas desconocidas al azar para intentar, a balbuceos, platicar de literatura, no importaba quiénes fueran ni la hora, este hombre de rascacielos sólo deseaba platicar con alguien. En algún punto de su vida, su vida dejó de ser suya y había pasado a ser de sus vicios, roto, solo y con mil relaciones fallidas, aun de mujeres que lo amaron, que lo amaron como él hubiera querido ser amado, salvo que no las amó, sin embargo, cuando él había amado, amado tanto como podría creer que era amar, no era correspondido, y entre la correspondencia y no, se habían pasado varios años. Jimena lo iba animando para que saliera más y no nada más a las cantinas, de donde casi siempre se iba cayéndose, con dinero repartido entre el cantinero y los mariachis, pero, a lo que Jimena se refería, era a que saliera con una mujer… imposible, de su casa o de la cantina no lo movía.

Los días de ese hombre siempre se iban entre la monotonía, la música y la soledad, por las tardes paseaba a sus perros en la alameda y procuraba caminar lento para poder hacer más tiempo antes de llegar a su casa, cuando lo hacía, entraba encendiendo la luz y viendo el sillón vacío, un solo juego de llaves y el mismo plato sobre la mesa, el plato suyo sin invitados. Servía agua a sus perros e iba a encerrarse en su cuarto, rara vez se sentaba a comer lo que medio había cocinado, sí era desagradable su no compañía, aunque con los años estaba mejor acostumbrado, no debía compartir su lado favorito de la cama, dar explicaciones a nadie, pedir perdón por las indulgencias del alcohol, guardar fidelidad, soportar a los amigos incómodos de sus parejas, encelarse y, más aún, la soledad le daba la capacidad íntima de no compartir sus películas porque sus películas eran su mundo más celado, todo lo exterior al cine resultaba ínfimo. En las paredes, en el suelo y bajo su cama, todo estaba lleno de películas que parecían escurrirse como si en cualquier momento se derramaran, Mateo no se imaginaba estando con alguien en una discusión por cuál película ver, él decidía y punto. En su vida no existía el tiempo ni las reglas, las horas se frenaron cuando él tenía seis años, entonces, él era un desastre que comía la sopa fría a la hora del desayuno que era entre tres y cuatro de la mañana, pues iba durmiendo desde las doce del día, eso sí, siempre bañado, en ocasiones hasta dos veces en un día porque no recordaba si ya lo había hecho. Quitaba las pelusas a su abrigo aun si lo usaba para ir a la tienda de películas con Jimena, donde solía acompañarla unas horas detrás del mostrador, ahí la gente era escasa, estaba cómodo rodeado de cine y no tenía que interactuar con nadie.

Las calles siempre se le hacían más amplias de lo que eran, no podía chocar codo con codo porque la distancia era mucha, había mucha distancia entre su codo y el mundo, entre su codo y una mujer, un amigo, un enemigo tan siquiera; las calles siempre eran enormes para él… «Hola, ¿qué piensas de Sinatra? Sí, yo también pienso que era un dios ¿Quieres ir por un café? Oye, ¡amo que no te moleste mi alcoholismo!» pensaba en su monólogo mental al cruzar por un segundo sus ojos con los ojos de la mujer violeta, de la chica de rojo o de la chica aretes largos. Ellas pasaban y él se quedaba divagando, al final volvía la mirada a los adoquines y se observaba en el reflejo del asfalto húmedo, así, como un Narciso, excepto que no había una Eco y menos se sentía guapo, era su miseria tan miserable que odiaba a su cara, odiaba a esa cara suya con la que tenía que despertar, dormir, bañarse, masturbarse día tras día para siempre, «¿será esto lo que aleja a las mujeres?, ¿será esta nariz?, ¿mis lentes?, ¿mi cabello o acaso mi estatura?». Era el ritual diario para salir a la calle y llegar hasta donde Jimena, quien lo veía entrar encorvado, tratando de esquivar la mirada cuando un cliente salía a la par que él entraba. Pasaba y se sentaba en el banquito detrás del mostrador intentando que su cabeza no se asomara para que nadie lo pudiera ver.

Todos los días transcurrían de la misma manera, algunos peores que otros, los más difíciles llegaban cuando el recuerdo de Valentina aparecía de la nada como un fantasma queriendo aprovecharse de su vulnerabilidad. Valentina, aquella «perra» de quien llevaba más de ocho años enamorado, por quien había intentado de todo y entre todo lo que intentaba había perdido parte de la dignidad y un pedazo de muela, pero ella iba y venía a su antojo, porque a veces tenía el antojo y otras tenía a cualquier tipo que se lo cumpliera, cuando no, estaba Mateo. «Es que me tratas como si no me quisieras, todo desechable» recordaba en esos peores días cuando había tenido el coraje suficiente para decírselo, ese recuerdo llegaba acompañado de la respuesta con un «¿pero de qué hablas? si yo ni siquiera te quiero», y aunque esas palabras habían quedado imborrables en él, él no dejaba ese sentimiento de autodestrucción al quererla…

 

 

(CONTINUARÁ)

SEGUNDA ENTREGA

 

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