Para mis amigos imaginarios Kuku, Leli y Keki
Un día de estos voy a matar a ese gato —le dijo Alejandra a Tomás mientras recogía con una bolsa negra a los restos del ratón—. Se la pasa matándolos, los deja regados por la casa, ensucia el piso, caga las plantas….
Tomás simplemente la escuchaba mirando el desastre en la cocina e intentando tener más estómago que ella porque el olor era putrefacto y penetraba hasta la garganta esparciéndose por la casa. Aunque nadie decía nada, ese ratón no parecía haber sido matado por un gato, en el suelo yacía una mancha roja que empezaba desde la entrada hasta topar con pared, como si hubiera sido arrastrado, sin embargo, el gato no acostumbraba jugar con los ratones, solamente les rompía el cuello dejándolos tirados en medio del jardín.
—Miguel ama al gato, Ale. No podemos quitárselo solo porque sí, digo, los ratones son una plaga y es bueno que haya un gato como éste en la casa.
Alejandra terminó de embolsar los restos cerrando con nudo fuerte la bolsa, pensó en lo que Tomás le decía y en sus tres hijos, pero, más aún, en Miguel, el pequeño de ocho años que tenía leucemia y a quien pocas esperanzas daban. No quería parecer una mala mujer arrebatándole a su hijo lo único que le daba ánimos para levantarse día tras día, solamente que estaba harta, la casa todo el tiempo olía a sangre, temía que fuera cada vez más agresivo o que terminara por matar a los conejos de Verónica.
Verónica, más que al gato, amaba a sus conejos, los tenía desde que había entrado a la universidad y procuraba mantenerlos encerrados en el corral por lo sucedido, y más que a sus mascotas ella amaba a Miguel, su hermano podría ser la razón única por la que el gato seguía ahí. No prestaba mucha atención a los comentarios de sus papás, a veces creía que su mamá era una neurótica que exageraba las cosas, por ello evitaba contacto con su familia encerrándose en su cuarto. Rara vez bajaba a la hora de la comida o a desayunar, trataba de hacerlo antes o después que el resto, para desayunar bajaba cuando el cielo aún estaba oscuro. Durante esa noche había escuchado ruidos en el jardín y en la cocina sin darles importancia, los conejos debían estar durmiendo en el corral y el corral debía estar tapado con las bolsas de plástico, así que durmió tranquila, hasta que un ruido más, que pareció como un grito, la hizo despertar sin dejarla conciliar de nuevo el sueño. Decidió levantarse y bajar de una vez a desayunar, pero lo que encontró al encender la luz de la cocina la hizo lanzar un grito que despertó a todos en la casa, incluyendo a Diego, el bebé. De inmediato bajaron a ver qué sucedía, sin duda, el más aterrado era Miguel, llevando su mano a la boca y palideció al instante. Del techo y despellejados colgaban los conejos agarrados por una soga de las patas, al final era evidente que habían muerto desangrados, pues parecían haberse secado. El piso, de nuevo, estaba empapado en sangre y esta vez se adornaba con los pedazos de pelo blanco, gris y marrón, todos lo sabían sin querer aceptarlo, el pequeño Miguel parecía haberse desquiciado. Luego de un silencio prolongado, Verónica se abalanzó contra el niño quien quedó quieto esperando el golpe, pero ese golpe se desvió y las manos tomaron al gato que paseaba por la cocina, fue como un ojo por ojo. Nadie pudo prevenir lo que sucedería, esas manos siguieron ahorcando incluso después de que el animal había muerto, soltándolo de golpe y temblorosas.
Hubo silencio, suponían que la salud de Miguel iba a empeorar los próximos días. Alejandra volvió a limpiar el desastre y Tomás volvió a enmudecer, lo único bueno, pensaban, era que sería la última vez.
Siguieron los días y Miguel recayó, el hospital no era ya una opción cuando la voluntad del niño había sido quedarse en casa. Verónica sentía culpa y pensaba en conseguir a otro gato, si es que su hermanito sobrevivía, pero esa idea pronto se desvaneció cuando, por la mañana del sábado siguiente, la cocina olía a sangre; un ratón tras otro, fueron veinte ratones muertos en el piso y a un lado de la barra, Miguel. Antes de poder explicar lo de los ratones querían entender cómo el niño se había puesto en pie, era un acto insólito, más todavía cuando obtuvieron una respuesta: Fue Keki, él me los pidió. Keki siempre tiene hambre.
Para ese entonces nadie sabía quién era Keki, hasta que Miguel explicó que era su amigo imaginario y que, si Keki no comía ratones, se enojaba buscando qué otra cosa comer. Alejandra estaba desconsolada, nunca había pensado tener que lidiar con la locura además de la leucemia, su pobre hijo iba a morir demente. Lo encerraron en su cuarto para evitar otros incidentes y cuando, como de costumbre, Verónica bajó a desayunar, al encender la luz no halló ratones, solamente la peste de una sangre que no se veía y a Miguel con un ladrillo en su mano y en la otra una bolsa de basura que, por su tamaño y los movimientos dentro de la misma, parecía tener al bebé Diego. Enseguida se aproximó a él, la bolsa aún se movía y el llanto sonaba cada vez más ahogado, debía rescatar al bebé, pero la mano helada de su hermano la detuvo.
—No es Diego —dijo con voz entrecortada—. Keki quería matarlo, los quería matar a todos porque tiene hambre y está enojado. —Verónica seguía acercándose haciéndole caso omiso, de la barra tomó un cuchillo escondiéndolo tras su espalda, no deseaba espantar ni herir a Miguel, pero le temía.
Las súplicas de su hermano fueron inútiles, ella estaba dispuesta a tomar a Diego, y entre los jaloneos, gritos y arañones, entre el forcejeo de Miguel tratando de explicar que Keki escaparía si esa bolsa era abierta, Verónica empuñó el cuchillo en el estómago de su hermano, quien dejó caer al piso la bolsa. Antes de pensar en Miguel, un alivio profundo recorrió su cuerpo sabiendo que Diego estaba a salvo, así que, con cautela por si estaba herido, cogió la bolsa que se movía; el llanto no paraba, ella intentaba calmarlo diciéndole que todo estaría bien. La abrió, y antes de mirar dentro, un segundo llanto en el piso de arriba se hizo presente haciéndole detener su corazón. Con terror volvió sus ojos a la bolsa en la que no se hallaba nada, solamente un frío y trémulo vacío acompañado por unos pasos que huían.
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