Sabemos que el jazz puede ser muy sensual, tenoristas como Ben Webster son capaces de generar atmósferas alucinantes que propician sutiles, pero eficaces, escarceos amatorios. Pero también se ha relacionado con la sexualidad arrabalera. En el portal del restaurante Gumbo New Orleans Cuisine, se lee:

«Según una de las teorías más comentadas su origen data de 1912 y vendría de una palabra que los periodistas deportivos de la costa oeste usaban para referirse a una liga menor de beisbol en la que sus jugadores siempre demostraban gran energía y vitalidad. En 1913 ya se habría trasladado este término a la música, aunque con un sentido negativo. Pero no sería hasta 1915 cuando la palabra jazz se utilizase por primera vez para definir un tipo de música. Aunque al principio se usaban indistintamente las formas jazz/jas/jass.

«Hay otra teoría que dice que el término tiene una raíz fanti (África occidental) y deriva de una palabra referida al acto sexual. Según la leyenda, la Original Dixieland Jazz Band tocaba en el Schiller’s Café de Chicago en el año 1916, cuando un cliente en evidente estado de embriaguez se puso en pie y gritó ‹Jass it up, boys!›, una expresión que se usaban [sic] en los bajos fondos de Chicago los negros sureños para referirse al placer y al negocio sexual. Al poco tiempo la banda ya fue denominada Stein´s Dixie Jass Band. Al mudarse a Nueva York la banda cambió su nombre por The Original Dixieland Jass Band, pero por una errata de imprenta escribieron Original Dixieland Jasz Band, y de ahí ya derivó a la forma definitiva JAZZ».

Es longeva la intención de establecer un maridaje entre el jazz y la actividad sexual desenfrenada y pecaminosa. En un texto publicado en Nexos, Alejandro Anaya Huertas, afirma:

«Máximo Gorki, al ir a un concierto de una banda de jazz, tuvo una experiencia peculiar: ‹un martillito idiota golpea secamente: uno, dos, tres, diez, veinte golpes. Entonces, como un terrón de barro arrojado en el agua cristalina, comienzan los gritos salvajes, los silbidos, el traqueteo, los lamentos, los gemidos, las carcajadas. Se oyen gritos bestiales: caballos relinchando, el chillido de un cerdo, jumentos rebuznando, el lujurioso croar de un sapo monstruoso. Este popurrí insoportable y atroz de sonidos brutales está subordinado a un ritmo apenas perceptible. Al escuchar durante un minuto o dos esta música escandalosa, uno se imagina una orquesta de lunáticos y maniacos sexuales dirigida por una mezcla de hombre y semental que marcara el tiempo con un falo enorme› (Cfr. Slonimsky, Nicolas, Repertorio de vituperios musicales, Taurus, 2016, pp. 41-42)…

«También el compositor inglés Cyril Scott —conozca su Poema Sinfónico ‹Neptuno› compuesto tras el hundimiento del Titanic— acusó al jazz de ser obra de Satanás: ‹Tras la diseminación del jazz, que indudablemente fue organizada por las fuerzas oscuras, se ha puesto de manifiesto de un modo muy perceptible un declive de la moral sexual›».

Más recientemente, Antonio Muñoz Molina también señala una alianza entre la «desvergüenza del jazz» y el «erotismo mercenario», en su libro Ventanas de Manhattan —visita guiada por Nueva York que publicó en 2004— publica la crónica de una presentación de Dee Dee Bridgewater en el club Iridium:

«Dee Dee Bridgewater provoca un tumulto cada noche en el club Iridium: sube al escenario con un vestido negro muy ajustado, se retuerce deslizando las dos manos abiertas a lo largo del cuerpo, las manos con largas uñas pintadas de rojo, se ríe a grandes carcajadas de las bromas sexuales que ella misma hace con los músicos, se pasa una mano por su hermosa cara africana bruñida de sudor. Dee Dee provoca a los espectadores varones como una cantante de revista del teatro chino o del paralelo de Barcelona, moviendo las caderas y el vientre con una espesa procacidad babilónica, como yo sólo he visto hacerlo, hace muchos años, algunas bailaoras viejas del Sacromonte de Granada. Se levanta la falda y la piel oscura y mojada de sudor de los muslos brilla bajo los focos rojizos del escenario. Canta como uno imagina que cantarían en los años veinte las estrellas desvergonzadas del music hall negro, con una parte de la picardía lúbrica que también estaba en las cantantes de blues, Bessie Smith o Mammie Smith o Ma Rainey, celebradoras de la ginebra, de las expresiones con doble sentido y de la promiscuidad sexual…

«…un trombonista que sabe revelar, en medio de toda la espléndida confusión de la música, la dulzura onda de su instrumento; esa palabra, instrumento, añadida al modo en que se desliza la vara del trombón y también a su tamaño, le dan lugar a Dee Dee Bridwater a aventurarse en algunas comparaciones admirativas que acompaña de gestos procaces y rítmicos y que el público recibe a carcajadas. Pero no sólo está haciendo bromas sexuales a costa del trombón, también canta secundando sus notas entrecortadas o alargadas, ajusta a ellas la letra de una canción, deshace las palabras en sonidos puramente fonéticos para que su voz suene igual que el tan celebrado instrumento, enredándose con él en un desafío de persecuciones, notas agudas seguidas de notas muy graves, gritos, maullidos, chasquidos convulsos de la lengua, jadeos acompañados por la oscilación de las caderas, por los golpes de los tacones sobre la tarima del escenario. Dee Dee Bridgewater encarna toda la liberadora grosería del jazz primitivo, que estaba contenida hasta en el equívoco sexual de la palabra misma, y que escandalizaba tanto a los predicadores puritanos: una invasión de lujuria negra, una música bárbara que iba a despertar los peores instintos, a contagiar el desenfreno animal de la raza negra a los jóvenes blancos que se sentían arrastrados por sus ritmos, a las muchachas rubias y puras, enajenadas como bacantes por aquellas cacofonías de tambores, que las intoxicarían hasta perder el juicio y entregarse a los gañanes negros».

 

 


 

 

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