Las experiencias en París, las enseñanzas del desierto africano, el regreso a México y los proyectos recientes son los temas que aborda Juan Pablo Aispuro en esta parte final de la conversación.
Un mexicano en París
Me fui a estudiar jazz a París, me llevé mi chelo; entré a estudiar arreglo y composición en una escuela que se llama American School of Modern Music. En el ínter escuché mucho jazz y estando allá noté que el jazz europeo es un jazz que está más enfocado en la búsqueda de la estética y no tanto en el bagaje cultural que trae la palabra jazz.
En París se me abrió otro mundo totalmente porque, en cierta forma, es como si fuera África, empecé a conocer las cosas de Marruecos, de Senegal, de Costa de Marfil, del Océano Índico, las cosas europeas; era demasiada información, era increíble, era como un festín. Allá hay una revista que se llama Lylo, es mensual y te dice todos los conciertos que va a haber en todos los bares, te da todas las direcciones, te dice cuánto va a costar la entrada, cuánto cuesta la cerveza, y te da la información por géneros, entonces, si quieres ir a escuchar reggae o si quieres escuchar fado o si quieres escuchar lo que sea, te dice dónde y a qué hora, ¡wow!, es increíble. Ahí sí me perdí un poco en la música, me clavé en el jazz y en mi instrumento; como no había profesores de chelo en jazz, me compré un bajo eléctrico y me dediqué a estudiar y a tocar con la mayor gente posible: toqué reggae con un saxofonista griego, música de Senegal con una artista que se llama Fatou Yakar.
Los sonidos del silencio
En mi segundo año en París, fuimos a tocar a Marruecos representando a la universidad en un festival universitario, ahí vi a un grupo de músicos con un instrumento loquísimo que se llama el guembri y dije ¿qué es eso? Era música monótona, música del desierto y me quedé con mucha curiosidad.
Regresamos a París y le dije a unos amigos oigan, vamos a Marruecos, al desierto. Entramos a la página de Internet y vimos que costaba cuatro euros un vuelo de París a Marrakech; ¡cuatro euros!, no lo podía creer. Compré mi boleto, nadie más lo compró, entonces, cuando llegó la fecha me fui solo. Llegué a Marruecos, encontré ese instrumento y poco a poco me fui internado en el desierto hasta que me quedé con una tribu nómada de los bereberes para aprender a tocarlo. Fue un viaje increíble, en total estuve como tres meses ahí y fui aprendiendo que es un instrumento sanador y que los que tocan el guembri no son músicos, son sanadores, y que creen en los espíritus y en el trance y en el ayuno. Sentía el ambiente del desierto, el silencio, era como regresar a algo muy primitivo; yo venía de estar en ese centro babilónico que es París estudiando armonía y muchísimas tensiones y la música occidental, y de pronto encontrar que estaba en un lugar en el que no necesitaba nada y que la música curaba, fue algo que yo creo que a la fecha no lo puedo digerir y cambió mi vida, pasé de el ¿por qué quiero hacer la música? y del porqué de mi vida a entender que sea cual sea el destino que uno tiene, lo tiene que hacer reflejado en su comunidad, o sea, es un destino para una comunidad, no para uno solo y ahora ésa es la razón por la cual quiero hacer música y quiero hacer mi sello discográfico y quiero ayudar, porque creo que mi misión dentro de la música es aportar algo a la comunidad.
Mal viaje
Ese viaje me dejó pensando muchas cosas, luego vine a México de vacaciones y me fui a la playa a Maruata (Michoacán) con un amigo, nos comimos unos «champis» y en mi viaje me enojé con mi país de una forma increíble, no soportaba la mediocridad y la estética que nos rodea; tuve un muy mal viaje, me sentí muy decepcionado de mi país, muy decepcionado de lo que pensamos que es lo correcto, de lo que pensamos que es lo que hay que hacer, y de que no vemos lo que tenemos. Regresé de esas vacaciones muy enojado y decepcionado, pero aún con más ganas de regresar y hacer algo, no sabía qué, pero sabía que no podía ser uno más de los que salen y se quedan afuera.
Contigo aprendí…
Seguí en París, empecé a tocar con más grupos y conocí a una cantante de la isla de la Reunión que se llama Flora Pasquet, ahora es mi esposa. Ella empezó a hacer un proyecto formal, entré a tocar ahí y grabamos un álbum. Yo quería venir a tocar con ese proyecto a México en algunas vacaciones para enseñar lo que estaba haciendo; por alguna razón, llegó el proyecto con Armando Manzanero, hablamos y me dijo vente y me puedes estar abriendo algunos shows; si vienes a México, acá hay trabajo para ti. Le tomamos la palabra y fuimos a hacer una pequeña gira con él. Flora estaba muy feliz acá en México y le dije ¿qué, nos quedamos en México?, y nos quedamos en México.
Soundprints
Empezamos a hacer proyectos aquí, nos empezamos a meter mucho más en la escena del jazz y en 2010 fundamos el estudio La Casa del Árbol, nuestro primer lanzamiento oficial, que marcó el estreno, fue un disco del saxofonista Diego Franco que se llama Chilacantongo. A partir de ese disco, La Casa del Árbol empezó con la idea de volverse un sello, pero más que nada era un estudio que intentaba mostrar, sobre todo, los proyectos que estaban sonando en la escena de la Ciudad de México, porque yo creía que había muchos proyectos pero no podía ir a verlos en los bares o ese tipo de lugares, sino solo en alguna presentación en concierto o cosas así. En La Casa del Árbol nos empezamos a centrar en los mejores intérpretes que estaban en esa escena, los invitamos a grabar sesiones pequeñas y con esas sesiones empezamos a crear compilados que se llamaban Sesiones en la la Casa del Árbol Volumen 1, Sesiones en la Casa del Árbol Volumen 2, etcétera.
A través de esta experiencia, tomó forma la idea de hacer el sello discográfico y hace dos años creamos Pitayo Music, es el sello que engloba ahora todas estas producciones y este es nuestro primer año que estamos haciendo lanzamientos de proyectos originales de artistas que nosotros apoyamos directamente. Con la contingencia por la pandemia, incursionamos en los conciertos en línea, el primero fue de Alex Mercado y hemos hecho algunos otros.
En la escuela nos dejaron hacer muchos ejercicios de composición, algunas de esas piezas que me gustaron; en México he seguido tratando de ejercitar la composición y cuando Flora yo tuvimos nuestro hijo, como forma de catarsis creé mucha música que quise plasmar en un álbum que se llama Kelonia. Es un proyecto que sí he movido, ahora lo estoy tratando de retomar un poco más pero lo veo como un proyecto secundario al lado del proyecto del estudio y del sello discográfico. Creo que este año, mi energía la requiere Pitayo Music.
PRIMERA PARTE: Aprendiendo a caminar
SEGUNDA PARTE: El nido del sonido
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