Ciudad de México.- Papantla; Veracruz, tiene una Escuela de Niños Voladores, ubicada en el Parque Takilhsukut, en donde se celebró la Cumbre Tajín este año. El sitio recibe cerca de 65 niños y jóvenes, quienes además de aprender a volar, también aprenden la lengua totonaca y su cultura. Más de 12 profesores están al cuidado de estos pequeños.
Los Voladores lucen una vestimenta especial durante la ceremonia, que consiste en un traje rojo con blanco acompañado de un gorro cónico adornado. Las flores del traje representan la naturaleza; en el sombrero, los colores del abanico representan el arcoíris y los espejos, los rayos del sol. El tambor es el sonido del trueno y la flauta el canto de las aves.
La Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) declaró en el año 2009 a la Ceremonia Ritual del Volador como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. “Para los ejecutantes de esta danza y todas las personas que comulgan con la espiritualidad del rito en calidad de espectadores, la ceremonia de los voladores constituye un motivo para enorgullecerse de su patrimonio y de su identidad culturales, al mismo tiempo que suscita un sentimiento de respeto por ambos”, se lee en la página oficial de la UNESCO.
Esta danza está asociada a la fertilidad de la tierra, expresa el respeto hacía la naturaleza y el universo espiritual. “Esta ceremonia expresa la visión del mundo y los valores de la comunidad, propicia la comunicación con los dioses e impetra la prosperidad”, señala la UNESCO. Esta ceremonia se practica desde tiempos muy remotos en diferentes lugares de México y Centroamérica, y actualmente tiene en los totonacas del norte de Veracruz a sus principales ejecutantes y preservadores.
Julián, de 16 años de edad, comenzó a “volar” a los 11 años y desde entonces no ha parado de aprender el camino del danzante. “Cuando estaba más chico lo veía y me gustaba, me imaginaba volando. Mis amigos me trajeron acá y nos metimos juntos a esto”, cuenta el joven.
Julián platica que lo de la danza es algo de familia, casi como una herencia de generación a generación, a pesar de que al principio había un poco de miedo: “Mi papá, mi abuelo y mi bisabuelo danzaban, pero realmente no hablaban de eso conmigo. Ellos no querían que yo volara porque me decían que es muy peligroso, que me podía caer”, relata. Finalmente, Julián decidió avanzar.
Al preguntarle por el proceso de enseñanza, el joven cuenta que todos comienzan danzando abajo, en la tierra, al ritmo de un son. Cuando se sienten listos, los propios muchachos avisan a sus maestros, con seguridad y carácter, que ya están listos.
“Cuando estaba abajo, sí sentía miedo, pero ya arriba se ve todo igual, sólo más chiquito y al revés. Me fui acostumbrando poco a poco y ya le perdí el miedo”, dice y agrega que, al comenzar las lecciones, los profesores les dieron a él y a sus compañeros una valiosa lección:
“Nos enseñaron que no hay que tener miedo. Nos decían: ‘Siempre hay que mirar hacia arriba, porque si miramos hacia abajo entra el pánico porque todo se ve muy chico’”.
Julián relata que parte de la enseñanza es la realización de algunos elementos de su vestimenta: “Yo hice mi propio sombrero; el material original es carrizo, pero cuando lo echamos en la mochila luego no cabe, por lo que empezamos a hacerlo con tubos de PVC: los cortamos, los amarramos y ya después los cubrimos con tela y agregamos los espejos y las flores”.
-¿Qué es lo que más te gusta de esta danza? ¿Qué sientes cuando vuelas?- le cuestiono a Julián. Él me contesta: “No sé cómo decirlo… Se siente bonito ver todo. Arriba todo es tranquilo”.
Julián es joven, pero está seguro de que quiere seguir danzando y cuando sea adulto, pasar su conocimiento a otros niños: “De hecho ahorita ya empecé a enseñarles a varios. De los seis años en adelante, ya les podemos enseñar”, concluye.
Sin Embargo
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