Eran miles. Sus playeras negras y sus batas blancas serpenteaban por las calles y por la plaza como manchas de petróleo en el mar. No llevaban pañuelos ni latas de aerosol, sólo consignas y demandas: “mis padres esperan en casa un título, no un cadáver”; “cuando vuelva a mi pueblo, quiero volver graduada, no asesinada”; “faltan estudiantes, sobran delincuentes”. “Ni una bata menos”, gritaban una y otra vez. El negro de su ropa no era más que la expresión del luto colectivo.

Coincido con Edgar: cuando las calles gritan sin romperse y las voces no ocultan su rostro, es porque la causa no tiene nada que esconder y sí mucho que expresar. Es cierto también que no hay marchas mejores que otras, unas más legítimas que otras, cuando al final del día la demanda es la misma: detener la violencia, la inseguridad, el acoso y la muerte. Todos ellos quieren recuperar el país que les han robado.

La historia vuelve a escribirse. Miles de estudiantes de la Universidad Veracruzana salieron ayer a las calles de media docena de ciudades del estado a demandar seguridad en sus campus y exigir justicia por los jóvenes asesinados en Puebla. Y no es que las universidades privadas no sufran de la misma violencia, sino que el movimiento empieza a tomar forma. Pronto serán muchos más.

En su protesta, pidieron la presencia del gobernador Cuitláhuac García, -quien a esa hora visitaba el cárcamo de la Zamorana en el puerto de Veracruz-; su gobierno seguramente asume que los homicidios perpetrados en Puebla corresponden a las autoridades de aquélla entidad, como si ignorara los estudiantes que han sido víctimas en Veracruz, un estado devorado por la delincuencia desde hace más de una década.

La plaza Lerdo no se llenaba de estudiantes tal vez desde el movimiento del 68. A excepción de los mítines políticos de Cuauhtémoc Cárdenas y López Obrador, no se escuchaban arengas espontáneas surgidas de una sociedad civil que cruje ante la violencia y la impunidad. La misma sociedad que sacudió al régimen hace un par de años, ha vuelto a salir a las calles a gritar que las cosas no han cambiado.

Por casi veinte años, el Presidente López Obrador representó a la única oposición política en México; la mayoría de los partidos de izquierda y sus dirigentes se convirtieron en rentables franquicias y aliados de ocasión que fueron cooptadas por los gobiernos en turno, lo mismo a nivel nacional como en los estados. Tanto así, que en afán de conservar los esos privilegios llegaron a aliarse la izquierda y la derecha (PRD y PAN).

Sólo López Obrador se mantuvo en su lucha. Si bien se benefició de un sistema de partidos que le permitió subsistir sin apremios económicos, fue un activista que recorrió palmo a palmo el país, que llenó las plazas, que tomó las calles –así costara miles de millones de pesos como sucedió con el plantón en Reforma- y que impuso su agenda a los gobiernos en turno. Fue siempre un poder fáctico dentro del sistema.

Sin embargo, todo el activismo que desarrolló en todos sus años como opositor, ahora se han convertido en una parálisis indolente como gobierno. Es cierto, sigue recorriendo el país, sólo que sin soluciones ni respuestas; sigue llenando las plazas, pero ahora con sus clientelas electorales; dejó de ser el líder social para convertirse en el gobernante que se irrita fácilmente ante la crítica y el abucheo.

Es el hombre mismo hombre que olvidó que un día pidió mandar al diablo a las instituciones y que hoy exige respeto a las autoridades. El Presidente que en Tabasco dio muestra de empezar a ver a los mexicanos como una horda de malagradecidos que no valoran que les reparta dinero a cambio de su voluntad.

El Presidente no ha mostrado empatía con las mujeres y su movimiento; tampoco lo ha hecho con los estudiantes. No lo ha hecho con muchos otros sectores sociales que protestan por la inseguridad, por el cierre de guarderías, porque no les entregan los apoyos económicos prometidos. Hoy que el país está en movimiento, el Presidente está paralizado.

¿Qué tienen en común las marchas feministas, las que realizaron ayer miles de estudiantes en Veracruz o las de cientos de ciudadanos en Córdoba y Coatzacoalcos? la violencia.

El pasto está seco y el Presidente carga consigo un bidón de gasolina, sólo falta quien ponga el cerillo, y entonces ya no habrá a quien echarle la culpa en medio de un país en llamas.

Las del estribo…

1. Hasta ayer no había información sobre el paradero del ex diputado Erick Aguilar. El gobierno permitió su huída como parte de un pacto de impunidad. Los policías ministeriales sabían dónde estaba y qué hacía, como sucedió con la síndica de Actopan. Si no lo aprehendieron es porque había la orden de no hacerlo. En Veracruz, antes como ahora, se privilegian las venganzas, no la justicia.

2. ¿Quiénes son los caciques? ¿Quiénes matan por venganza? ¿Quiénes no han entendido que se acabó la impunidad? Porque todos la sufren, menos ellos. ¿Quién es el genio que hace los boletines del gobierno estatal? que más bien parecen panfletos baratos de arengas trasnochadas. ¿Y si mejor informan qué están haciendo para detener a los asesinos…?