—Mi papá también iba mucho a La Tasca —me dijo Sandara Velásquez cuando le hablé del ambiente farandulero de la Xalapa ochentera.
—¿Quién es tu papá? —le pregunté.
—Pedro Miguel Velásquez.
—¿Pedrito Miguel, el Negro?
Y me respondió con la más espontánea de sus expresiones: una carcajada.
Me refirió una anécdota que le han platicado porque ella era bebé y no la recuerda: cuando su padre se la presentó al maestro Alejandro Corona, él la tomó en sus brazos y dijo algún día, esta niña va a ser mi alumna.
Unos días después me encontré a Pedro Miguel —percusionista imprescindible del movimiento afro xalapeño—, le comenté que su hija me había platicado esa anécdota y me dijo no, no fue así, Alejandro me dijo esa niña ES mi alumna. Y me platicó otra anécdota que Sandara tampoco recuerda con precisión: unos días después de que la llevó a escuchar un concierto para piano de Mozart, fue por ella al jardín de niños, iban caminando y, de repente, la niña le dijo:
—Papá, yo soy pianista
—¿Quieres estudiar piano?, ¿quieres ser pianista?
—No, yo soy pianista
Más allá de los devaneos de la memoria, es claro que Sandara nació pianista, es lo que ha hecho toda su vida, lo que le da plenitud y sentido a su existencia. Así me lo platicó.

Fue una luz / que iluminó todo mi ser

Nací en Xalapa, en enero del 90, pero mis papás no son xalapeños, mi mamá es de Alvarado, Veracruz; mi papá desde Tonalá, Chiapas. Se conocieron aquí y se casaron. Mi mamá fue ama de casa un tiempo y ahora trabaja en las oficinas de Conalep, mi papá es percusionista de música popular, sobre todo afrocubana; toca las congas y el djembé —sobre todo esos dos— y ahora trabaja en la Facultad de Teatro, acompaña las clases de danza. Como a los dos les encanta la música, siempre tuvieron la intención de que sus hijos estudiáramos algo de música, aunque no fuera profesionalmente, pero que supiéramos algo.
En mi casa se escuchaba muchísima música afrocubana, muchísimo son cubano, muchísima salsa, también se escuchaba jazz y los toques de batá. Siempre escuché esa música, recuerdo que la ponían desde temprano los fines de semana, y recuerdo a mi papá practicando las congas en la casa. Crecí con eso, de hecho, a mí no me bautizaron en la iglesia católica ni nada de eso, me llevaron a un río, me echaron agua con flores y se juntó la banda de aquel entonces para bautizarme con toque de batá. En esa época venía mucho Mario Jáuregui y él fue mi padrino. Recuerdo a Helio García Campos, a Javier Cabrera —al que siempre le he dicho tío—, a Chuchito Reyes, Marco Flores Mávil, a toda esa banda.

Mano de marfil

… mirarse en lo hondo retratado
de sus pupilas negras
cerca del rico piano mientras vaga
sobre las blancas teclas
su mano de marfil…
(José Asunción Silva)

Desde pequeña me llevaban a los conciertos de la Sinfónica de Xalapa, recuerdo que me gustaba mucho ir. No sé si me llevaban a otros conciertos, pero mi mente y mi corazón se quedaron en la música clásica y es la que recuerdo, la que llevo dentro de mí.
Cuando yo era bebé, mi papá fue a un concierto de Alejandro Corona, que es muy amigo suyo. Cuando terminó el concierto, fue a verlo tras bambalinas; me llevaba en sus brazos, se saludaron y le dijo mira, ya nació mi niña. El maestro me tomó en sus brazos y dijo algún día, esta niña va a ser mi alumna.
Un día, mis papás me dijeron vas a ir a tomar clases de música, puedes elegir cuál instrumento quieres aprender. Recuerdo que me gustaba ir a los conciertos pero ningún instrumento me llamaba la atención, hasta que un día tocaron un concierto para piano de Mozart y dije de aquí soy; recuerdo la impresión, quedé fascinada y le dije a mis papás:
—Yo quiero aprender piano
—Piénsalo un poco, hay muchos instrumentos
—No, me gusta el piano y quiero aprender.
Mi papá me llevó a casa del maestro Corona, tocó la puerta, el maestro abrió, se saludaron y mi papá dijo venimos a ver si sigue en pie tu oferta de ser maestro de Sandarita. Yo tenía seis años, el maestro me volteo a ver y me dijo ¿es cierto, Sandarita, que quieres estudiar piano conmigo? No dije ni sí ni no, nada más me le quedé viendo, asentí con la cabeza y ahí empezó todo.
El maestro ya no daba clases en el CIMI, entonces, me inscribieron y estaba en la lista de otro maestro, pero iba a la Facultad de Música a tomar clases con el maestro Alejandro Corona.

El picnic

Estudié la primaria en la Rébsamen, que está justo frente al CIMI. Me acuerdo que salía de la primaria como a la una, iba a mi mamá con mis hermanos menores —estaban bien chiquitos los dos— y como no había tiempo de regresar hasta Xalapa 2000 a comer, porque entraba a las tres de la tarde al CIMI, a veces se llevaba tuppers con comida y nos íbamos a los Berros y ahí nos daba de comer, hacíamos nuestro picnic.
Después de comer me iba al CIMI y estaba ahí hasta la tarde-noche —no me acuerdo a qué hora iban por mí—, me regresaba a la casa, hacía la tarea y me ponía a practicar piano porque mi maestro no esperaba menos, nunca esperó menos, nunca dijo la niña tiene que hacer tarea; eso no le importaba, tenía que cumplir, entonces tenía que estudiar y estudiar y estudiar, así pasé muchísimos años.

Y sonará ese piano

Y sonará ese piano
como en esta noche plácida
(Juan Ramón Jiménez)

En ese momento no tenía piano y supongo que mis papás no tenían dinero, y en lo que juntaron —que no tardaron mucho— fueron a una tienda de instrumentos musicales, pidieron la caja de un teclado Yamaha, recortaron la imagen del teclado y ese era mi piano; le puse el nombre a las teclas: do, re, mi, fa, sol… y así me aprendí las notas. Tocaba arriba del cartón y en mi mente sonaba música. Ahí lo tengo en la casa de recuerdo.
Cuando llegó mi primer piano —ahora tengo otro— a la casa, yo estaba fascinada; era un piano vertical Baldwin, café. Tengo la memoria de haber ido con mi familia a verlo a la casa donde lo compramos, tenía arriba un tapete tejido y flores, pero era un poco impersonal porque no era mío. Yo tenía siete años, no recuerdo si me llevaron a la tienda para que lo metieran o dónde estaba yo, no recuerdo con quién llegué, solo recuerdo que entré a la casa y vi el piano, y no podía hablar de la emoción. Qué felicidad tan grande, ahí estaba ese piano lleno de verdad y podía sentarme y tocarlo. Después, obviamente, en la cotidianidad de la vida se vuelve común y de repente dices tengo que estudiar, nada más llevo dos horas de tres o de cuatro; pero siempre tengo presente esa sensación de asombro y de gusto y de amor, el piano estaba ahí y era mío.

El paso lógico

Estudié los ocho semestres del CIMI y entré a la Facultad de Música —era el paso lógico— y siempre me gustó mucho, recuerdo que me daba muchísimo placer hacer música, oír música, seguir yendo a los conciertos.
Cuando estaba en la Facultad, iba a la secundaria pero estaba un poco más relajada porque estuve en la Freinet; era otro sistema, otra ideología, pero de todos modos era una friega, no había tanta tarea pero había proyectos y había cosas que hacer y había cosas que entregar. Salía de ahí y me iba a la Facultad de lunes a sábado, y si hubieran abierto los domingos, los domingos hubiera estado ahí, seguro.
La prepa la tuve que hacer abierta porque ya no había de otra, y además porque yo ya tenía más que claro que me iba a dedicar a la música y decía ¿para qué me estoy matando en una prepa escolarizada? Cuando terminé la prepa fue más tranquilo, ya solamente estaba en la Facultad, pero ya no me faltaban tanto tiempo, ya había avanzado mucho; después de tantos años, todavía me faltaba, pero ya parecía cerca (risas).

 

(CONTINÚA)

 

SEGUNDA PARTE: Encuentro de dos mundos
TERCERA PARTE: Los pájaros blancos de las manos

 

CONTACTO EN FACEBOOK        CONTACTO EN INSTAGRAM        CONTACTO EN TWITTER