La sábana pendía sujeta de los árboles que flanqueaban el campo de futbol. Estaba agujereada y anclada al suelo por tres o cuatro piedras sujetas con alambres retorcidos, ambas medidas eran tomadas para anular o, al menos, minimizar los efectos del viento. Por los altavoces, también colocados en las alturas de una rama, brotaba una voz metálica que convocaba al pleno de los habitantes a participar de un milagro irresistible. Esa voz inhumana debía haber brotado de la flauta de alientista de Hamelín o de la garganta de alguna sirena trashumante, pues todos sucumbíamos a su encanto. Las personas mayores llevaban sus sillas, las menores, improvisábamos nuestra localidad en el pasto. Cuando había quorum suficiente, pese a que la oscuridad no fuese plena, el cíclope añejo y gruñón fijaba su ojo en la pantalla y emitía un haz que la embarraba de una magia que de embelesaba pese a que el rostro de la muchacha guapa o las pistolas de los valientes vaqueros que se batían en un duelo, se esfumaran por los huecos de la tela. Era la visita anual de los húngaros («gitano» es una palabra que llegó a nosotros mucho más tarde), ese acontecimiento siempre esperado que interrumpía la normalidad del rancho de mi adolescencia. Estas vivencias deben estar almacenadas —con más gruesa o más delgada capa de polvo— en los baúles de los recuerdos de todos quienes vivieron la infancia o la adolescencia en el México rural de los años sesenta y setenta —y de años anteriores y de otras geografías, pero hablo de lo que viví.

En San Rafael, el pueblo «grande», había un cine que las mañanas de todos los domingos era tomado por asalto por una horda de niños ansiosos por ver las hazañas de los luchadores, esos titanes imponentes capaces de vencer a las fuerzas más malignas y salir triunfantes siempre, o troncharse de hilaridad ante los pastelazos de Viruta y Capulina, las aventuras abigarradas de Tin Tan o los malabares verbales de Cantinflas.

Muchos años después, frente a las páginas de Cien años de soledad, me reencontré con ese niño sesentero:

«Deslumbrada por tantas y tan maravillosas invenciones, la gente de Macondo no sabía por dónde empezar a asombrarse. Se trasnochaban contemplando las pálidas bombillas eléctricas alimentadas por la planta que llevó Aureliano Triste en el segundo viaje del tren, y a cuyo obsesionante tumtum costó tiempo y trabajo acostumbrarse. Se indignaron con las imágenes vivas que el próspero comerciante don Bruno Crespi proyectaba en el teatro con taquillas de bocas de león, porque un personaje muerto y sepultado en una película, y por cuya desgracia se derramaron lágrimas de aflicción, reapareció vivo y convertido en árabe en la película siguiente. El público que pagaba dos centavos para compartir las vicisitudes de los personajes, no piado soportar aquella burla inaudita y rompió la silletería. El alcalde, a instancias de don Bruno Crespi, explicó mediante un bando que el cine era una máquina de ilusión que no merecía los desbordamientos pasionales del público. Ante la desalentadora explicación, muchos estimaron que habían sido víctimas de un nuevo y aparatoso asunto de gitanos, de modo que optaron por no volver al cine, considerando que ya tenían bastante con sus propias penas para llorar por fingidas desventuras de seres imaginarios».

Y volví a encontrarlo, a finales de los ochenta, en el Toto de Cinema Paradiso. El cine es nuestro biógrafo, el cronista de nuestra cultura y el historiador de nuestro tiempo. En aquellos mismos años que acudía religiosamente con mi primo a la matiné del Cine San Rafael, venía a Xalapa los veranos y me deslumbraba ante la majestuosidad de sus tres cines: el Cine Xalapa, el Cine Variedades y el Cine Radio. En los ochenta, cuando llegué para estudiar sin sospechar que habría de quedarme, al menos, hasta la segunda década del siglo XXI, las obras de los grandes maestros de la cinematografía —Fellini, Bergman, Kurosawa, Herzog, Tarkovsky, Visconti— me fueron reveladas por los cineclubes: el de la Normal, el de Economía, el de Humanidades, el del Ágora de la Ciudad. Este último es el único sobreviviente de aquellos benefactores de la comunidad cinéfila xalapeña. Como en todos los de su especie, la calidad de la proyección distaba mucho de ser la óptima —pantallas parchadas, arrugadas; sonorización limitada o deficiente—, pero asumíamos que era lo que había y que representaba la única opción para ver las producciones que jamás encontrarían cabida en los circuitos comerciales.

Como no hay mal que dure cien años ni cinéfilo que los aguante, el estoicismo de los adoradores de séptimo arte fue premiado en los albores de este 2020: el Ágora adquirió un par de equipos de proyección dignos del primero de los mundos. En la segunda semana del año, se presentó al público una pantalla móvil que tendrá la misión de llevar el cine a todos los municipio del estado. La semana pasada, se estrenó el nuevo equipo de la sala de proyecciones del recinto. Con esta infraestructura, el Ágora se apantalla y nos apantalla pues se trata de un par de pantallas de gran formato (siete metros de largo por cinco de alto, aproximadamente) equipadas, cada una, con un proyector y un equipo de sonido; todos los componentes son última generación y de alta calidad, lo que permitirá ver con nitidez hasta la arruga más diminuta de los actores y escuchar con gran fidelidad sonora sus más discretos carraspeos.

Ambos equipos fueron estrenados con películas que nos hablan al oído: la pantalla móvil fue instalada en la terraza del Parque Juárez para exhibir una película mexicana imprescindible: Enamorada, del Indio Fernández. El nuevo equipo de la sala —a la que, además, se le cambió la alfombra— se presentó al público con la Muestra Estatal de Cine Hecho en Veracruz, una selección de veintiséis producciones, —de diversos géneros, temáticas y extensiones— realizadas en nuestro estado en los últimos años.

En una entrega anterior comenté que Carlos Monsiváis le escribió alguna vez a Carlos López Moctezuma: «Tenemos que seguir defendiendo nuestro cine mexicano estimado Juan, si perdemos nuestro cine perdemos nuestra voz, nuestra visión y ya no se diga parte de nuestra alma. Por eso hay que respaldar a los que de verdad siguen haciendo cine con una identidad propia y no sólo copias de argumentos y actitudes norteamericanas». La Muestra Estatal de Cine Hecho en Veracruz es portadora de nuestra voz, nuestra visión y nuestra alma, y la primera misión de la pantalla es llevar esos valores nuestros a todos los rincones del estado, por lo que, desde ya, podemos llamarla La húngara.

 

 

 

 

 

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