No sé cuánto tenga de leyenda y cuánto de historia, pero se narra que en los tiempos de la Revolución Mexicana, un 12 de noviembre se descarrilló un tren que transportaba un importante cargamento de oro y un saco de correspondencia militar. Hubo no sé cuántos muertos ni cuántos heridos, pero entre los sobrevivientes, un cartero (dos, según otra versión), ignorando las magulladuras y dolencias que le dejó el trenazo, puso todo su esmero y sus menguadas fuerzas en el rescate de los preciados cargamentos, y logró que el metal y los mensajes llegaran a su destino. En 1931, en correspondencia a ese prócer salvador (o próceres salvadores) de la correspondencia, el presidente Pascual Ortiz Rubio designó al 12 de noviembre como Día del Cartero.

A los nativos del siglo pasado nos tocó anhelar la llegada de ese señor —que ignoro por qué extraña paradoja es el peor enemigo del perro— provisto de una bolsa de cuero continente de ilusiones, nostalgias, esperanzas, venturosas novedades —las malas nuevas utilizaban un medio más veloz y breve: el telegrama—. Hoy se le va más bien con recelo porque tras el silbatazo deposita en el buzón estados de cuenta, notificaciones de Hacienda y calamidades por el estilo.

Antonio Muñoz Molina ha escrito la crónica —y la ha titulado El mar de las postales— de una visita que hizo a una de las dos ferias anuales que realiza el Metropolitan Postcard Club of New York City. Es tan bella y nostálgica como extensa, transcribo el último párrafo:

«Hoteles, transatlánticos, estaciones que ya no existen perviven en la memoria frágil de las postales. Pero conmueve más leer lo escrito en el reverso, noticias rápidas sobre una travesía, nombres en cursiva de personas que fueron jóvenes hace setenta o cien años, direcciones a las que llegaron las postales y en las que probablemente no hay nadie que recuerde a quien las recibió, con un estremecimiento de inminencia ante la llamada del cartero. Cuando yo era niño las postales que nos enviaban los parientes viajeros —en la mili, en viaje de novios— traían los colores inauditos del mundo exterior, los azules del cielo de Madrid, los del mar que no habíamos visto, al fondo de paseos con palmeras. Me pierdo en el desvarío de imágenes del Metropolitan Postcard Club imaginando que puedo encontrar de nuevo, restituida por un milagro del azar, en un relámpago del tiempo, una de aquellas postales que despertaron la vocación del viaje con la misma eficacia que las novelas de aventuras y las películas en tecnicolor».

Hace algunos años escribí un pequeño relato. Hoy lo retomo para honrar a esos emisarios de la dicha y el infortunio que, pese al avasallamiento tecnológico, no han podido ser derrotados por el e-mail, por el Messenger ni por apabullante tecnología alguna y que por algún extraño designio de quién sabe quién, siguen siendo los peores enemigos de los perros.

El cartero de Neruda

La alcadesa dispuso que el ayuntamiento se hiciera cargo de los trámites y los costos del funeral porque fue un gran servidor público y no había nadie que viera por él; no tenía familia y, aunque todo mundo lo conocía, sus pocos amigos ya habían muerto. Era un hombre solo, por eso, cuando al tercer día llegaron siete postales para él, el gerente de la oficina de correos las metió en un sobre y las devolvió al remitente con una sobria nota en la que le informaba de su deceso y le daba el pésame.
Pensemos en un pueblo pequeño. Debe tener un parque central, como Dios manda, y en el parque una banca ocupada por un anciano. Pongamos una hora, digamos que son alrededor de las siete de una tarde fresca de abril.
El anciano, hombre espigado, esbelto, de pelo totalmente cano y muy platicón, lee un ejemplar de Selecciones del Reader’s Digest cuando un hombre de unos treinta y tantos se sienta a su lado.
—Buenas tardes, joven
—Buenas tardes
—Usted no es de aquí, ¿verdad?
—No, soy de Xalapa, vine por cuestiones de trabajo
—Todo el pueblo pasa por aquí y uno se acostumbra a ver todas las caras, por eso le pregunté, porque no se me hace conocido, además yo conozco todas las casas del pueblo; antes jubilarme conocía a toda la gente pero han nacido muchos y ya no sé ni quién es hijo de quién. Xalapa es una ciudad muy bonita
—Sí, también a mí me gusta mucho, ¿conoce?
—No, pero he visto muchas postales
(Necesitamos ponerle aroma a la tarde: ¿jazmines?, ¿gardenias?)
—Vengo todas las tardes, cuando baja el calor, me gusta esta banca porque llega el olor de los azahares y se oye la música del kiosko.
(No caeré en la tentación de musicalizar la escena con jazz; pensé en un cilindrero, pero resulta demasiado anacrónico)
—Don Guillermo, el de la nevería del kiosko siempre pone música clásica, me gusta mucho
(Love is Blue, en la versión de Paul Muriat, suena en el fondo, difuminada entre la algarabía de los pájaros que buscan acomodo en los árboles para dormir)
—¿En qué trabaja usted?
—Soy arquitecto, vine a ver unos terrenos para hacer unos proyectos de vivienda
—¿Va a venirse a vivir acá?
—No, solo haré los proyectos y vendré un día a la semana para supervisar la obra. Y usted, ¿de qué se jubiló?
—De cartero. Ahora ya nadie quiere a los carteros porque solamente llevan recibos, cobros y esas cosas, pero en mi época, la gente nos esperaba con mucha ilusión. Recuerdo las caras de alegría de las muchachas cuando llegaba carta de su novio que estudiaba fuera, o de las mamás cuando recibían una postal de su hijo que trabajaba en la ciudad. Lo que más me gustaba eran las postales, jamás leí los mensajes, se lo juro, pero sí veía de dónde eran y me aprendía de memoria los lugares. Fue mi forma de viajar, nunca pude ir más lejos que la playa de Chositas, por eso le digo que se me hace que Xalapa es muy bonita, vi muchas postales de Los Lagos, del Parque Juárez, del Museo de Antropología, de la catedral, del estadio, de las cuatro estatuas tan bonitas que tienen allá. Me gustan mucho las postales pero, ¿sabe?, nunca he recibido una, ni una carta, ni nada
¿Cómo es eso?, ¿por qué?
—Mi hermano mayor, Francisco, fue el primer cartero de la familia; entró a trabajar al correo muy joven porque mi papá falleció y había que ayudar en la casa, ya no pudo seguir estudiando. Primero repartió a pié, después sacó una bicicleta en pagos y fue ahorrando hasta que pudo comprarse una moto. Un día un camión se le cerró en la carretera, tuvo que orillarse mucho, se derrapó con la grava y fue a caer a la cuneta. Todavía lo recogieron con vida pero se había pegado en la cabeza y antes no se usaba casco, esa misma noche murió.
Yo acababa de entrar a la prepa pero la verdad es que nunca fui muy bueno para el estudio. Don Germán, el gerente del correo, me preguntó si quería trabajar la plaza de Paco. Dejé la escuela y desde 1960 hasta 1995 trabajé ahí, treinta y cinco años de servicio repartiendo cartas con sol, con lluvia, como fuera. Recorrí este pueblo completito en la bicicleta que dejó mi hermano; nunca quise comprarme una moto, desde el accidente les tengo miedo
(Ray Coniff, desde el kiosko, dispara su versión de Bésame mucho, se escuchan nítidamente los coritos, los pájaros descansan ya).
—Pero ahora, jubilado, ya puede disfrutar a su familia
—No tengo familia. En la prepa tuve una novia, cuando entré a trabajar le dije que iba a ahorrar para que nos casáramos pero ella empezó a juntarse con los ricos y terminó casándose con uno que tenía carro. Nunca volví a tener otra novia, nadie quería casarse con un cartero, todas querían un licenciado, un doctor o, de perdido, un arquitecto. Los albañiles y la gente del campo sí encuentran con quien casarse, pero los oficios de enmedio no. Ninguna mujer quiere ser la esposa de un hombre que trabaja en el correo, en el telégrafo o como dependiente en una tienda, solo doña Valentina aceptó casarse con don Álvaro, el periodista, pero luego lo dejó
—¿Y no tiene familia fuera?
—No los conozco, mis papás se escaparon, se vinieron a este pueblo y nunca más supieron de sus familias. Creo que mi abuelo quería matar a mi papá, por eso nunca dijeron dónde estaban y con el paso del tiempo se fueron olvidando de todos, ya no los extrañaron. Cuando se mató mi hermano, mi mamá se puso muy triste, lloraba todo el día, no quería ni comer, y a los seis meses se murió de pura pena. Yo soy solo, no tengo nadie que me escriba y quiero pedirle un favor muy grande
—Claro, usted dirá
Con su mano arrugada pero firme, sin trepidación alguna, extrae un tarjeta manuscrita de la bolsa de la camisa y se la entrega al arquitecto en el justo momento en que Richard Clayderman inicia su Balada para Adelina:
Manuel Acuña 12
Centro
Villa Neruda
—Hace mucho tiempo que espero aquí a algún fuereño para pedirle ese favor, pero a la mera hora no me atrevía, me daba mucha vergüenza, ahora ya estoy viejo y no sé si me quede mucho tiempo, por eso me atrevo a pedirle que cuando se regrese a Xalapa me mande una postal, usted dígame cuánto debo darle para que la compre y la lleve al correo. Quiero esperar al cartero con ilusión, como me esperaron a mí muchas veces, además quiero que la encuentren entre mis cosas cuando me muera, para que la gente vea que sí tuve alguien que me enviara una postal. Hágame ese favor, voy a agradecérselo mucho
—Por supuesto y no tiene que darme nada, con gusto lo haré, pero no me ha dicho cómo se llama
—Yo soy el cartero del pueblo, el cartero de Neruda, póngale ese nombre, todos me conocen así

 

 

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