Aún bajo los influjos de la marejada que provocó Tootie Heath en el Teatro del Estado cuando inauguró la novena edición del Festival Internacional JazzUV, recuerdo que hace muchos años, Adolfo Álvarez me habló de los bateristas que denomina «circenses», esos virtuosos cuya calidad rítmica no niega pero que lejos de conmoverlo, lo incomodan por el afán protagónico y la desatención al conjunto, y los bateristas «musicales» que se incorporan como un ingrediente, ni más ni menos importante, al suceso musical.

«¡No se supone que uno viole los instrumentos de percusión sino que les haga uno el amor, al menos en lo que a mí respecta!», le dijo Billy Higgins a la escritora y fotógrafa británica Valerie Wilmer, de cuyo libro Gente del jazz hablé la semana pasada (ver: Valerie Wilmer y su gente del jazz). «La diferencia existente entre Billy y algunos de los demás percusionistas del jazz libre —reflexiona la británica— radica en que sabe cómo hacer para mantener siempre en el primer plano el tiempo, y también sabe cómo hacer el amor. Teniendo en cuenta el clásico comentario de Ellington en el sentido de que ‹un tambor es una mujer›, Billy tiene conciencia de que una vez que se llega a una culminación, no se debe intentar mantener el orgasmo hasta el punto en que se provoque una enojada represalia».

Cuando nació, en 1936, Billy Higgins traía las baquetas bajo el brazo pues varios miembros de su familia eran músicos, así que no es extraño que haya iniciado su carrera profesional a los doce años de edad. Se inició como músico, el jazz llegó más tarde. «Los muchachos más jóvenes de estos días —recuerda en la misma entrevista publicada en 1970— parecería que en cuanto empiezan a tocar en lo primero que se meten es en jazz. En aquella época había que tocar rhythm & blues y en espectáculos y en cosas así, pero era bueno para uno; todo era música. Ese era el único camino, salvo que uno ya fuera famoso, y entonces los únicos que tenían sus propias orquestas eran los que salían de cosas como la de Billy Eckstine y otras así».

Se alistó en las filas jazzísticas en 1953, en una gira el grupo Jazz Messiahs que codirigían Don Cherry y George Newman. Después participó en varias grabaciones de jazz, pero su ingreso a las grandes ligas llegó en 1958, cuando, también al lado de Cherry, se sumó a un proyecto que habría de habría de ser recibido con recelo o franco rechazo por el público y la crítica, el quinteto de Ornette Coleman. Esa nueva forma totalmente libre de enfrentar el jazz, tardó en ser comprendida incluso por los músicos. «A los muchachos no les gustaba ni siquiera estar cerca de él —recuerda—. Cuando empezaban a tocar pensaban, ‹Bueno, si esto es lo que está pasando, ¿dónde estoy yo?› Pero me di cuenta de que amaba tanto la música y era tan serio que le tomé apego de inmediato».

Higgins recuerda que cuando era niño «Tocando percusión lograba expresar mis sentimientos mejor que con cualquier otra cosa». Con esa misma carga emocional participaba en el proyecto de Coleman: «Ornette a todo esto tocaba desde su corazón. Yo no lo consideraba desde el punto de vista técnico, lo pensaba en términos de mis sentimientos».

La apertura y la aventura eran otros de los valores que más apreciaba: «Mucha gente comete el mismo error con respecto a la música, si alguien piensa que conoce la música, su mente se cierra. Se imagina que tiene que ser de esta manera o de aquélla, y eso le impide verdaderamente disfrutar de ella. Para entender a alguien como Ornette hay que abrir la mente y el corazón y realmente escucharlo. Ésa es la única manera de llegar a él. Es cómico pero me ha sucedido el ver a algunos enojarse con Ornette, enojarse mucho, y decir: ‹pero hombre, ¿qué es lo que aquel está tocando?› Y recién entonces escucharlo. Y entonces, ¡la noche siguiente volvían y se sentaban en el mismo lugar en el bar para volver a escucharlo!»

Quienes no entendían a Coleman, confundían la libertad con la anarquía, en otra parte de la entrevista, Higgins deja clara su posición al respecto: «Puedo entender cualquier música mientras sea pura, pero muchos convirtieron la libertad en una excusa. Ornette hizo cambiar a muchos músicos, pero ¡algunos cambiaron demasiado! Hay muchos que comenzaron a tocar así, pero hay que tomarlo en forma dosificada. No lo pueden meter allí todo junto».

Sobre el papel del sideman en un proyecto, también tenía un concepto bastante claro: «No siempre se pueden hacer las cosas de la manera en que uno mismo quiere, también hay que tocar la música de ellos. Ahora, todos quieren estar al frente, pero se supone que el percusionista dé un poco y tome un poco y dé un poco y así sucesivamente. Cuando uno no es una estrella, hay mucha presión que uno no necesita sobrellevar, y uno puede ser uno mismo. A veces he visto a gente que se ha convertido en estrella, y ése ha sido su fin»

«La música —concluye— no pertenece a nadie. Si solo pudieran darse cuenta de que la música no viene de uno, sino a través de uno, y que si uno no logra las vibraciones adecuadas puede matarla en parte. No se puede tomar a la música como algo dado»

 

 

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