Tras la muerte del dictador Francisco Franco en 1975, un grupo de asociaciones culturales de ese país sugirió a la Academia sueca que otorgara el Premio Nobel de Literatura a Federico García Lorca. No era posible porque ese premio se entrega solamente a personas vivas, pero en 1977 le fue otorgado a Vicente Aleixandre. Algunos intelectuales opinaron que, más allá de los indubitables méritos de Aleixandre, el galardón también reconocía a toda la generación del 27. En su discurso de recepción del premio, el poeta sevillano hizo alusión a ello:

«Qué suerte la mía poder vivir y tener que hacerme junto a poetas tan admirables como los que yo hube de conocer y asumir en calidad de coetáneos míos! A todos los amé, uno a uno. Y los amé, justamente porque yo buscaba otra cosa; otra cosa que solo era posible hallar por diferenciación y contraste respecto de aquellos poetas, mis compañeros. Nuestro ser solo alcanza, su verdadera individualidad junto a los demás, frente al prójimo. Cuanta mayor calidad tenga ese contorno humano en el que nuestra personalidad se hace, tanto mejor para nosotros. Puedo decir que también aquí yo he tenido la fortuna de haber realizado mi destino desde una de las mejores compañías posibles. Hora es de nombrarla en toda su multiplicidad: Federico García Lorca, Rafael Alberti, Jorge Guillen, Pedro Salinas, Manuel Altolaguirre, Emilio Prados, Dámaso Alonso, Gerardo Diego, Luis Cernuda».

Ayer, en el recordatorio del octogésimo tercer aniversario del asesinato de García Lorca, cité un fragmento de un texto de Aleixandre llamado Federico que aparece a manera de prólogo en el segundo tomo de las obras completas de García Lorca publicadas por la editorial Aguilar.

Federico

Vicente Aleixandre

A Federico se le ha comparado con un niño, se le puede comparar con un ángel, con un agua («mi corazón es un poco de agua pura», decía él en una carta), con una roca; en sus más tremendos momentos era impetuoso, clamoroso, mágico como una selva. Cada cual le ha visto de una manera. Los que le amamos y convivimos con él le vimos siempre el mismo, único y, sin embargo, cambiante, variable como la misma Naturaleza. Por la mañana se reía tan alegre, tan clara, tan multiplicadamente como el agua del campo, de la que parecía siempre que venia de lavarse la cara. Durante el día evocaba campos frescos, laderas verdes, llanuras, rumor de olivos grises sobre la tierra ocre; en una sucesión de paisajes españoles que dependían de la hora, de su estado de ánimo, de la luz que despidieran sus ojos: quizá también de la persona que tenía enfrente. Yo le he visto en las noches más altas, de pronto, asomado a unas barandas misteriosas, cuando la luna correspondía con él y le plateaba su rostro; y he sentido que sus brazos se apoyaban en el aire, pero que sus pies se hundían en el tiempo, en los siglos, en la raíz remotísima de la tierra hispánica, hasta no sé dónde, en busca de esta sabiduría profunda que llameaba en sus ojos, que quemaba en sus labios, que encandecía su ceño de inspirado. No, no era un niño entonces. ¡Qué viejo, qué viejo, qué «antiguo», qué fabuloso y mítico! Que no parezca irreverencia: solo algún viejo «cantaor» de flamenco, solo alguna vieja «bailadora», hechos ya estatuas de piedra, podrían serle comparados. Solo una remota montaña andaluza sin edad, entrevista en un fondo nocturno, podría entonces hermanársele.

No hay quien pueda definirle. Su presencia, comparable quizá, solo y justamente con el tifón que asume y arrebata, traía siempre asociaciones de lo sencillo elemental. Era tierno como una concha de la playa. Inocente en su tremenda risa morena, como un árbol furioso. Ardiente en sus deseos, como un ser nacido para la libertad. Y tenía para su obra futura un instinto tan primario de defensa, que no puede por menos de traerme la memoria de un genio: Goethe. Con una diferencia, y es que Federico era incapaz de la fría serenidad con que aquel júpiter encadenó el complicado mecanismo de sus instintos y pasiones y lo redujo a ruedas dentadas al servicio de su rendimiento intelectual. En Federico todo era inspiración, y su vida, tan hermosamente de acuerdo con su obra, fue el triunfo de la libertad, y entre su vida y su obra hay un intercambio espiritual y físico tan constante, tan apasionado y fecundo, que las hace eternamente inseparables e indivisibles. En este sentido, como en otros muchos, me recuerda a Lope.

En Federico, que pasaba mágicamente por la vida, al parecer sin apoyarse; que iba y venía ante la vista de sus amigos con algo de genio alado que dispensa gracias, hace feliz un momento y escapa enseguida como la luz, que él llevaba efectivamente; en Federico se veía sobre todo al poderoso encantador, disipador de tristezas, hechicero de la alegría, conjurador del gozo de la vida, dueño de las sombras, a las que él desterraba con su presencia. Pero yo gusto a veces de evocar a solas otro Federico, una imagen suya que no todos han visto: al noble Federico de la tristeza, al hombre de soledad y pasión que en el vértigo de su vida de triunfo difícilmente podía adivinarse. He hablado antes de esa nocturna testa suya, macerada por la luna, ya casi amarilla de piedra, petrificada como un dolor antiguo. «¿Qué te duele, hijo?», parecía preguntarle la luna. «Me duele la tierra, la tierra y los hombres, la carne y el alma humana, la mía y la de los demás, que son uno conmigo».

En las altas horas de la noche, discurriendo por la ciudad, o en una tabernita (como él decía), casa de comidas, con algún amigo suyo, entre sombras humanas, Federico volvía de la alegría, como de un remoto país, a esta dura realidad de la tierra visible y del dolor visible. El poeta es el ser que acaso carece de límites corporales. Su silencio repentino y largo tenía algo de silencio de río, y en la alta hora, oscuro como un río ancho, se le sentía fluir, fluir, pasándole por su cuerpo y su alma sangres, remembranzas, dolor, latidos de otros corazones y otros seres que eran él mismo en aquel instante, como el río es todas las aguas que le dan cuerpo, pero no límite. La hora mala de Federico era la hora del poeta, hora de soledad, pero de soledad generosa porque es cuando el poeta siente que es la expresión de todos los hombres.

Su corazón no era ciertamente alegre. Era capaz de toda la alegría del Universo; pero su sima profunda, como la de todo gran poeta, no era la de la alegría. Quienes le vieron pasar por la vida como un ave llena de colorido, no le conocieron. Su corazón era como pocos apasionado, y una capacidad de amor y de sufrimiento ennoblecía cada día más aquella noble frente. Amó mucho, cualidad que algunos superficiales le negaron. Y sufrió por amor, lo que probablemente nadie supo. Recordaré siempre la lectura que me hizo, tiempo antes de partir para Granada, de su última obra lírica, que no habíamos de ver terminada. Me leía sus Sonetos del amor oscuro, prodigio de pasión, de entusiasmo, de felicidad, de tormento, puro y ardiente monumento al amor, en que la primera materia es ya la carne, el corazón, el alma del poeta en trance de destrucción. Sorprendido yo mismo, no pude menos que quedarme mirándole y exclamar: «Federico, ¡qué corazón! ¡Cuánto ha tenido que amar, cuánto que sufrir!» Me miró y se sonrió como un niño. Al hablar así no era yo probablemente el que hablaba. Si esa obra no se ha perdido; si, para honor de la poesía española y deleite de las generaciones hasta la consumación de la lengua, se conservan en alguna parte los originales, cuántos habrá que sepan, que aprendan y conozcan la capacidad extraordinaria, la hondura y la capacidad sin par del corazón de su poeta.

* * *

Pero a Lorca hay que recordarlo en su propia tinta, hagámoslo, pues, con un poema desgarrador que forma parte del libro Poeta en Nueva York.

Grito hacia Roma

(Desde la torre del Chrysler Building)

Federico García Lorca

Manzanas levemente heridas
por los finos espadines de plata,
nubes rasgadas por una mano de coral
que lleva en el dorso una almendra de fuego,
peces de arsénico como tiburones,
tiburones como gotas de llanto para cegar una multitud,
rosas que hieren
y agujas instaladas en los caños de la sangre,
mundos enemigos y amores cubiertos de gusanos
caerán sobre ti. Caerán sobre la gran cúpula
que untan de aceite las lenguas militares
donde un hombre se orina en una deslumbrante paloma
y escupe carbón machacado
rodeado de miles de campanillas.

Porque ya no hay quien reparta el pan ni el vino,
ni quien cultive hierbas en la boca del muerto,
ni quien abra los linos del reposo,
ni quien llore por las heridas de los elefantes.
No hay más que un millón de herreros
forjando cadenas para los niños que han de venir.
No hay más que un millón de carpinteros
que hacen ataúdes sin cruz.
No hay más que un gentío de lamentos
que se abren las ropas en espera de la bala.
El hombre que desprecia la paloma debía hablar,
debía gritar desnudo entre las columnas,
y ponerse una inyección para adquirir la lepra
y llorar un llanto tan terrible
que disolviera sus anillos y sus teléfonos de diamante.
Pero el hombre vestido de blanco
ignora el misterio de la espiga,
ignora el gemido de la parturienta,
ignora que Cristo puede dar agua todavía,
ignora que la moneda quema el beso de prodigio
y da la sangre del cordero al pico idiota del faisán.

Los maestros enseñan a los niños
una luz maravillosa que viene del monte;
pero lo que llega es una reunión de cloacas
donde gritan las oscuras ninfas del cólera.
Los maestros señalan con devoción las enormes cúpulas sahumadas;
pero debajo de las estatuas no hay amor,
no hay amor bajo los ojos de cristal definitivo.
El amor está en las carnes desgarradas por la sed,
en la choza diminuta que lucha con la inundación;
el amor está en los fosos donde luchan las sierpes del hambre,
en el triste mar que mece los cadáveres de las gaviotas
y en el oscurísimo beso punzante debajo de las almohadas.

Pero el viejo de las manos traslúcidas
dirá: amor, amor, amor,
aclamado por millones de moribundos;
dirá: amor, amor, amor,
entre el tisú estremecido de ternura;
dirá: paz, paz, paz,
entre el tirite de cuchillos y melones de dinamita;
dirá: amor, amor, amor,
hasta que se le pongan de plata los labios.

Mientras tanto, mientras tanto, ¡ay!, mientras tanto,
los negros que sacan las escupideras,
los muchachos que tiemblan bajo el terror pálido de los directores,
las mujeres ahogadas en aceites minerales,
la muchedumbre de martillo, de violín o de nube,
ha de gritar aunque le estrellen los sesos en el muro,
ha de gritar frente a las cúpulas,
ha de gritar loca de fuego,
ha de gritar loca de nieve,
ha de gritar con la cabeza llena de excremento,
ha de gritar como todas las noches juntas,
ha de gritar con voz tan desgarrada
hasta que las ciudades tiemblen como niñas
y rompan las prisiones del aceite y la música,
porque queremos el pan nuestro de cada día,
flor de aliso y perenne ternura desgranada,
porque queremos que se cumpla la voluntad de la Tierra
que da sus frutos para todos.

 

 

 

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